Se funda el relato en la confesiòn que ante un sacerdote que le asistiò en los ùltimos momentos de vida, a principios del pasado siglo, hizo un indio màs que centenario que no quiso se perdiera el secreto confiado a èl por su padre y que ya venìa del tiempo de su abuelo. Consistìa en lo siguiente:
Yo desciendo de Titu-Atauchi, cacique de Moquegua en los tiempos de Atahualpa. Cuando los españoles se apoderaron del inca, èste enviò un emisario a Titu-Atauchi con la orden de que juntase oro para pagar su rescate. El noble cacique reuniò gran cantidad de tejos de oro, y en los momentos en que alistaba para conducir este Tesoro a Cajamarca recibiò la noticia del suplicio de Atahualpa. Titu-Atuchi escondiò el oro en la gruta que existe en el alto de Locumba, se acostò sobre el codiciado metal, y se suicidò. Su sepulcro està cubierto de arena fina hasta cierta altura: encima hay una palizada de pacaya, y sobre èstos gran cantidad de esferas de caña, piedras, tierra y cascajo. Entre las cañas se encontrarà una canasta de mimbre y el esqueleto de un loro.
Confiaba el indio Cristiano este secreto al cura con el encargo de que, si llegaba a destruirse la iglesia de Locumba, sacara el oro aquèl y lo gastase en edificar un nuevo templo. Pasaron años y no fue la iglesita la que pereciò, sino la vida terrenal del buen cura, quien cuidò de transmitir el secreto a su successor. Este sì que, en 1833, vio hundirsela iglesia de Locumba en un terremoto, y creyò llegado el momento de poner en pràctica lo que el Viejo y devoto indio habia encargado. Reuniò a algunos de los principales vecinos y entre todos empezò a realizarse la empresa del descubrimiento, para la cual necesitaban a los indios. Cuantos pormenores se sabìan resultaban exactos, pero al llegar al hallazgo del esqueleto del loro, de gran importancia para los indios, amotinaronse èstos, y amenazaron sin asesinar a todos los blancos si continuaban profanando la tumba del cacique.
Transcurriò màs de un cuarto de siglo antes no volvieron a reanudarse aquellos trabajos, gracias a al iniciativa de un coronel que habia sido en Lima ministro de la Guerra y que fue a establecerse en una hacienda que poseìa en Locumba. Formò una sociedad y se practicaron nuevas excavaciones con buen èxito, hasta que los indios volvieron a huir aterrorizados, y solo a fuerza de aguardiente que los emborrachara se logrò que, bien o mal, continuaran los trabajos. Al fin fue descubierto el cadàver del cacique, como quien consigue un gran triunfo…; pero al ir a tocarlo un mayordomo, se oyò un espantoso ruido subterreano, estallò un terremoto que hizo huir a todos despavoridos, se hundieron las casas al abrirse la tierra, brotaron del suelo borbollones de agua fetida, y la tumba del cacique volviò a quedar cubierta; pero esta vez de escombros.
Despues de esto ¿quièn iba a convencer a los indios de que no estaban cargadìsimos de razòn en mantener sus supersticiones? Bien se habìan realizado allì sus augurios contra los buscadores de oro que se atrevieran a profanar la tumba del cacique.
Perés, Ramón. (1973). La Leyenda y el Cuento Populares. Barcelona: Editorial Ramon Sopena, S.A
El relato de “La Saurina del Zacatón” o mejor conocida como la niña vidente del triunfo, es una leyenda ampliamente conocida por todo el estado de Baja California Sur, la primera vez que se le dio forma escrita a todos estos testimonios fue en 1979 por el reconocido escritor Carlos Domínguez Tapia, con el cual gano el primer lugar en los juegos florales celebrados en Mulege el mismo año.
Primero empezaremos a definir que es una saurina, en el ámbito esotérico, Persona que lloró en el vientre de su madre. Saurino: Persona que tiene un don energético de sanación, Es una palabra que proviene de la palabra árabe Zuharí que significa adivino y persona que puede manipular la energía. En principio eran personas que podían detectar donde había reservorios de agua, mediante el uso de una varita de madera en forma de y invertida. Saurino es aquella persona que ve el presente pasado o futuro en cualquiera de las circunstancias, puede tomar cualquier objeto seña o gesto como mapa para saber con exactitud, que decir, donde tocar. Tienen don de ver, oir, tocar, saber, curar, en el norte de nuestra república mexicana se escucha todavía esta palabra… ellos la entienden como…. ADIVINO…o… clarividente.
La pequeña Irenea había nacido 2 meses antes de lo previsto, hija de un licenciado en armas y una mujer de avanzada edad, lo cual había sido causa para muchos comentarios negativos de la comunidad hacia ellos.
Incluso los comentarios negativos se dieron durante la misma boda en la iglesia del triunfo, donde se escuchaban los murmullos “Se casó con ella solo por su dinero y animales”, “Solo agarre confianza, le quitara el dinero y se ira”, entre muchos otros.
En cuestión de edades la diferencia era muy grande mientras Gregorio era un joven de unos 20 años, y doña ramona era una señora muy grande ya con hijos mayores, y tenía varios años que había perdido a su segundo esposo en batallas revolucionarias.
La señora Ramona dio a luz una niña muy blanca de ojos verdes y cabello rubio, lo cual altero mucho a la comadrona o partera ya que eran características físicas muy diferentes a sus padres.
Irenea era una niña muy avanzada e inteligente, a la edad de un año actuaba como si tuviera 5, los ojos verdes y cabellos rubios que tenía la blanca niña contrastaban mucho con el color de piel de sus padres y hermanos, ya que ellos eran de cabello negro y piel morena.
La superstición no se hizo esperar, incluso al médico de la localidad le daba curiosidad tal caso, y debido a la falta de información de la época, los habitantes del pueblo llegaron a pensar que hasta podría ser hija del mismo demonio.
En el mismo templo de la localidad del triunfo se dio el primer indicio de las habilidades de clarividencia de la pequeña niña, cuando un 12 de diciembre, cuando se celebraban las festividades del patrono de la localidad, Irenea toma de sus faldas a su madre y llena de terror le dice que todo se va a caer, gracias a esa advertencia doña ramona alcanza salir junto con su familia, pero desgraciadamente más de veinte personas murieron aplastadas por la caída de parte del techo de la iglesia.
Al ser Irenea y su familia los únicos salir con bien de esa desgracia, aumento el temor por la condición de la niña. Al día siguiente en el cementerio durante el entierro de las víctimas, al señora ramona con gusto revelo que ella y su familia se habían salvado por un milagro de la virgen, pero la muchedumbre furiosa y temerosa comenzó a culpar a la niña extraña del suceso, y afirmando que era el mismísimo diablo.
Tuvieron que huir ante los insultos y agresiones de la gente, y al ver el peligro la familia decidió llevar a la pequeña Irena con su abuela al rancho Arroyo Hondo donde estaría más segura.
A pesar que en pueblo el sacerdote llamo a la cordura y evitar especulaciones respecto a la desgracia, asegurando que él mismo había advertido del peligro del techo hace tiempo, y que fue una coincidencia que la niña se encontrara en el lugar del accidente ese día, el pueblo no dejaba de acusar a Irenea, y planearon ir al rancho el Zacatón donde asesinaron y quemaron a los padres y hermanastras de la niña, solo logrando sobrevivir dos hermanos que habían huido. La turba al quemar todo el rancho dio por hecho que la niña estaba dentro durmiendo, y las autoridades no pudieron culpar a nadie de tan horrible masacre.
Pasaron unos meses, y la población pareció olvidar todo lo sucedido, una mañana de abril, los hermanos de Irenea llevaron a la niña al Triunfo a comprarle ropa ( ellos ignoraban que la masacre había sido a causa de la linda niña) , frente al templo la niña soltó la mano de sus hermanos y corrió al templo, donde encontró al sacerdote, quien la reconoció pero no sintió temor, entonces Irenea le dijo: “Hace ocho años (en ese momento la niña solo tenía cuatro) unos soldados enterraron ahí cuatro tibores llenos de dinero, barritas de oro y mucha joyas que recogieron de las familias más ricas del pueblo, ¿Por qué no excava para que con eso arregle el techo de la iglesia?. Diciendo eso y señalando el lugar la niña fue llamada por sus hermanos y abandono el pueblo.
Siguiendo su instinto el sacerdote con ayuda de más personas busco tal tesoro, el cual encontró, tal suceso se dio a conocer rápido, incluso por los periódicos de la época.
El 12 de diciembre a un año de la tragedia, se celebró una misa donde el sacerdote emocionado dijo: “Hijos míos hace un año culparon a una inocente niña del desplome del templo y manos criminales acudieron al rancho a incendiar a sus familiares con la seguridad de que la pequeña moriría con ellos, la creyeron una encarnación de Satanás y la difamaron. Hace algunos meses la pequeña niña estuvo aquí y fue la que me señalo el lugar del tesoro del cual todos ustedes conocen fue extraído del subsuelo de este templo. Una niña demonio, hijos míos no entra a la casa de Dios ni descubre tesoros para ponerlos en manos de la iglesia. La he traído desde el Arroyo Hondo donde vive con sus abuelitos, para que juntos recemos por las infamias pasadas, por la sangre derramada injustamente, por sus padres y hermanos, y por los que murieron hace un año en esa terrible desgracia.
La vida de Irenea transcurrió con normalidad hasta que el mes de septiembre fue cuando la niña se volvió a hacer notar, cuando al ver como el suero de la leche para elaboración de queso de su abuela se tiraba y arrastraba unas hormigas le hizo una terrible advertencia: “Me quede viendo las hormigas que se ahogaban, y siento que dentro de algunos días va a correr tanta agua en San Antonio y el Triunfo, que mucha gente va a morir.
La abuela tomo a la pequeña y en su mula fue advertir al sacerdote del pueblo, a pesar de que el cielo se mostraba despejado y tranquilo.
Como está registrado históricamente el 17 comenzó a soplar el fuerte viento, y para la mañana del 18 volaban techos de las casas, caían árboles y una terrible lluvia, la cual no solo afecto al triunfo y san Antonio, sino arraso totalmente Cabo San Lucas y produjo graves consecuencias en La Paz.
Tiempo después la abuela visito al doctor en compañía de su nieta, al terminar la consulta la señora prometió volver al día siguiente para continuar el tratamiento, pero la niña dijo delante del médico “No vas a poder volver nunca”. La abuela no dio importancia al hecho, y le dio las gracias al doctor y volvió al Arroyo Hondo, donde la señora se puso muy mala por la noche y falleció.
Pasaron varios meses, y un ranchero en estado de ebriedad volvía a la comunidad del Salto, la norte del arroyo Hondo, quien dice que de un enorme árbol le salto a la cara un enorme gato montés al cual dio muerte con su machete para posteriormente huir.
A la mañana siguiente al no encontrar en su cama a la niña salieron a buscarla, y la encontraron totalmente descuartizada, junto a un charco de sangre y un machete de cacha negra.
La pequeña fue enterrada y se levantó una capilla, la cual a pesar de tener más de 100 años está bien cuidada, mucha gente asegura que todavía se puede ver el fantasma de la niña jugando por esos lugares.
Los ranchos del Zacatón y Arroyo Hondo ya no existen, y los pueblos del triunfo y san Antonio se han visto disminuidos por la salida de sus habitantes en busca de mejores oportunidades a La Paz o los Cabos.
Pero aun así siendo un pueblo característico de nuestro estado, recibe visitantes para disfrutar de algunas historias, y comida tradicional.
La leyenda de la Saurina del Zacatón o la Niña vidente del triunfo, sin duda es parte muy importante del folklor y cultura de Baja California Sur, con esa mezcla mágica de eventos reales y algunos increíbles que recorren la voz de los habitantes a veces tocando la fantasía.
Esta versión de la muchas veces contada leyenda fue consultada en la publicación llamada “Nosotras” numero 13 noviembre de 1979, resguardada en el Archivo Histórico Pablo L. Martinez.
Compartida por: Gilberto Manuel Ortega Aviles
Una de esas leyendas del México antiguo que bastante tiene de horripilante: El origen de la Luna. Se refiere “al primer crimen, a la primera sangre del hombre bueno derramada sobre la tierra”, y un prosista mexicano, contemporáneo nuestro, Francisco A. Loayaza, comienza a relatar así: “Es el caer de la tarde, en los primitivos tiempos de los que, a duras penas, recuerda la memoria de los hombres.
En un sitio descampado del bosque, lejos de las chozas del poblado, los hermanos de Baipira le degüellan a machetazos, siendo el más pacífico y el más bueno de la tribu kachinawa.
Su cuerpo cae de espaladas. La cabeza desprendida rueda por el suelo, enrojeciéndolo con pequeños charcos de sangre. Y mira, fijamente, con los ojos desorbitados, a los fratricidas. Y llora. Y el viento le agita los cabellos, que le enjugan las postreras lágrimas.
En el rostro lívido de la cabeza degollada, las líneas simbólicas del tatuaje bicolor se animan y ondulan como ofidios, o se contraen, semejando garras moribundas.
Y tiemblan de pavor y de asombro los asesinos.
La cabeza degollada sonríe, entonces una sonrisa negra. Esa sonrisa temible de las tribus amazónicas, que acostumbran a teñirse los dientes con negros barnices.
Los matadores, rompiendo las malezas, cavan apresuradamente un hoyo. Arrojan adentro primeramente el cuerpo y después la cabeza de Baipira. Y echan encima tierra, mucha tierra, y troncos de árboles. Y luego tornan a sus cabañas, siguiendo la ruta del Sol que ya declina.
Pero…al volver la cara atrás, ven que brota de su entierro la cabeza de Baipira, y que, rodando de un lado para otro, sigue tras ellos.
Y se internan en el bosque. Y se arrojan al río nadando presurosos. Y al llegar a la otra orilla ven, aterrorizados, que allí también está la cabeza perseguidora con su sonrisa negra”.
Para abreviar me limitaré a decir ahora que cuando los asesinos, huyendo siempre aterrorizados de aquella cabeza que anda y habla, se refugian en las chozas de su tribu, reclamando a gritos el auxilio de todos sus habitantes, la cabeza parlante les dice: “¡Oh, kachinawas! Me han muerto injustamente. Me han degollado, envidiosos y cobardes. Y por eso he adquirido el poder de transformarme según mi voluntad. ¿Y en qué te transformaras? – irrumpe el más viejo y tatuado de la tribu.
Y responde la cabeza: “Si me transformo en pez, me pescarían para alimentarse; si en agua, me beberían para calmar la sed; si en el Sol, me aprovecharían para calentarse en las estaciones frías. Pero no será así. ¡Los fratricidas no merecen beneficios, sino terribles castigos!
¡Voy a transformarme en Luna…! ¡Ay de los kachinawas fratricidas! Por sus culpas las serpientes se multiplicarán; los ríos saldrán de cauce, y arrasarán las sementeras; las maderas de las canoas se pudrirán; las semillas en los sembríos no germinarán. Y vendrá una plaga más fuerte y más terrible. La plaga de unos hombres blancos. ¡Ellos robarán vuestros hijos, violarán vuestras mujeres y os matarán sin misericordia!
Y diciendo esto, grita suplicante – Denme un rollo de hilo -. Y lo que ha pedido le alcanza una anciana. Luego la cabeza lanza un silbido. Y se oye como si una flecha emplumada atravesase el espacio. Aparece, batiendo las alas, el urubú, el ave divina. Y toma con el pico un extremo del hilo, del rollo que trajo la anciana, y vuela hacia el cielo desenrollándolo.
Después la cabeza de Baipira toma el otro extremo con los dientes y lo engulle poco a poco. La delgada cuerda sale por entre el cuello cercenado que aun gotea sangre.
Y así, entre el asombro de la tribu, la cabeza de Baipira va alzándose lentamente, engullendo la cuerda, rumbo hacia las nubes. Y más arriba, muy arriba, se transforma en la Luna. Sus ojos se desprenden y se convierten en dos estrellas. Y las gotas de sangre de su cuello se extienden y se esfuman en la inmensidad de los cielos hasta formar un arco iris”.
Perés, Ramón. (1973). La Leyenda y el Cuento Populares. Barcelona: Editorial Ramon Sopena, S.A
Noche de perros – asi la definio mi acompañante – fue la noche en que hallamos, con las manos férreamente sijeyas a una mata de escubilla, a Chon Zelada, botado en la quebrada de Orotapa.
Las fuertes y pertinaces lluvias de octubre caian de tal forma sobre nosotros, que ni siquiera respetaban nuestros ponchos de hule, llegando hasta colarnos los huesos.
Entre los dos levantamos a su pesado cuerpo sin sentido, que quien sabe cuanto rato llevaba de estar allí en esa posición. Lo subimos sobre su yegua que fiel no lo había abandonado ni un momento. Lo atamos sobre la montura con el pial. Y emprendimos, seguidos por la bestia que llevaba encima el cuerpo sin sentido de su dueño. La caminata de siete leguas largas que teníamos que recorrer para llegar a la hacienda.
Durante la trágica travesia, solamente nos hicieron compañía, el ruido de los grandes goterones de lluvia, las pisadas de las bestias sobre el enfangado camino, y los tapacaminos que haciendo cabriolas frente a los caballos los hacían ponerse pajareros. ¡oh, soledad sobrecogedora de las noches de lluvia, en las que los hombresnos sentimos solos, infinitamente solos….¡
Al pasar frente a la criz de paloencalado, colocada a la vera del camino para recordar que allí aplicaron la “ley fuga” al Chema Lopez, famoso revolucionario de la época de los “lucios”, Lupe salio de su mutismo, y me saco del mio, diciéndome:
Y nos volvimos a quedar silenciosos. Muy entrada la noche, tan entrada que en la casa todo el mundo dormia, llegamos a la hacienda…
Y ansina como se le figuraba al Lupe, pasaron las cosas. El mesmo Chon, al volverle al día siguiente el “alma al cuerpo”, nos hizo el relato de todo lo que le había pasado. ¡Por un puro milagro era que podía contar el cuento!
Todo el día lo pasó chupando ricos y largos tragos de “olla de San Chomo” en el estanco “Aquí se olvidan las penas”. La goma que le dejó el mucho guaro bebido en un velorio le obligó “a seguirla” en compañía de unos cuantos amigos. La goma es bien fregada y el flato que ella causa no se va si no es con más guaro.
A las seis de la tarde se sintió como nuevo. Se despidió de sus amigos. Se hechó al cuerpo la última cuarta y se fue para la hacienda.
“No te vayás, vos Chon – le dijeron sus amigos- mirá que el tiempo está muy requeté perro y te puede pasar algo. Quédate con nosotros y te vas mañana de alba”.
No les hizo caso, fustigó a su yegua en la que se mentó de un brinco, y se fue como ventarrón para la hacienda.
Entre obscuro y claro pasó por la quebrada, en ella divisó, como a dos varas de distancia, a la Cholita, que haciéndole dengues la llamaba para que se acercara a donde ella estaba.
“Mujeres del diablo – nos contaba el que pensó – anoche tan retrechera que estaba conmigo en el velorio y aura se me viene a ofrecer…”
Se bajó de la bestia. La dejó al lado del cerco. Y se fue derechito a donde estaba la Cholita.
Sin decirle agua va, se le fue encima, para darle un abrazo, meterle zancadilla y “hacer una de las suyas…” Pero al estrechar su cuerpo, sintió que este era como de plumas notando al mismo tiempo que la cara de la que creía que era la Cholita, se transformaba en la faz horrorosa de la ciguanaba, que ya principiaba llevárselo hacia los caminos en que pierde a los infelices que caen en sus redes. Tuvo tiempo aún para agarrarse a una manta de escubilla, y no supo más de el. ¡Perdió el sentido!
“El agarrarme de la manta de escubilla me salvó, patrón. No ve, pues, que cuando el malo hizo a la ciguanaba le faltaba pelo que ponerle y se lo puso de lo primero que encontró en los caminos de escubilla, y por eso el único medio de que ella lo suelte a uno cuando se l’iaparece, es agarrarse de una mata de escubilla y halarla fuertemente, pues entonces ella siente que le hala uno el pelo y lo suelta…”
¡Y esa fue la causa de que encontráramos a Chon Zelada, con las manos férreamente sujetas a una mata de escubilla, botado en la quebrada de Orotapa…!
Bibliografía
Gálvez, F. B. (2006). Cuentos y Leyendas de Guatemala. Guatemala: Piedra Santa
Las pinturas rupestres de Baja California Sur representan unos de los grandes misterios de la antropología, debido a su altura y tamaño.
Al llegar los Jesuitas a BCS, se encontraron a los indígenas nativos resguardándolas, y afirmando que habían sido hechas por unos gigantes que habían venido de muy lejos, e incluso como se relata en los mismos libros de Historia de Baja California Sur, llevaron a los Jesuitas a lugares donde existían esqueletos de seres humanos enormes, y aunque fue imposible su extracción, quedo registrado en los escritos de exploración de la época.
Una célebre escritora de BCS, plasmo una leyenda en uno de sus libros sobre los gigantes y su origen extraterrestre, basado en lo que las personas le platicaban y lo que había estudiado en libros de historia.
“Las pinturas rupestres” por Dominga G. Vda de Amao”
Las pinturas rupestres no fueron hechas por los nuestros que ni una choza sabían hacer y vivían semisalvajes; veamos lo que hemos encontrado como leyenda. Galaxias lejanas existían donde habitaban seres parecidos a los nuestros, uno de los más lejanos tenían un jefe llamado Mínaxes que ordenaba y supervisaba todo, ordenó que salieran a observar otras galaxias, poseían una tecnología tremenda, tenían armas pero no eran guerreros, éstas las usaban para defenderse en caso necesario, eran invencibles, dominantes, crueles y eran capaces. Estos hombres eran semejantes a nosotros, no eran blanco ni negros, más bien su piel era claro, su altura de más de tres metros y poseían una característica eran portonogenicos es decir ellos carecían de sexo y al ir envejeciendo, se iban cayendo hasta desintegrarse, surgiendo seres nuevos iguales, asi pasaban muchas generaciones, pero seguían sus exploraciones, una explosión de otra galaxia que se fue apagando poco a poco, daba la vuelta alrededor de una grande que permaneció encendida. Todo esto le informaron al jefe, que después de pasar algunos milenios volvieron a visitar y todo seguía girando y se había formado una nueva galaxia.
Cierta vez dos naves tripuladas, en una de ellas navegaban dos hombres llamados Tupeno y ZIrilulum y en la otra Guroderok y Nijaraja, un dia una de las naves al caer en una espesa niebla, fallaron sus motores y cayeron, incendiándose quedándose sin poder comunicarse con su planeta ya que todo quedo destruido, estaban en unas serranías y se dieron por observar, encontrando lugares llanos, hondonadas, desiertos y bellas serranías pobladas por hombres semi salvajes, que vivían de la pesca y la caza y además comían frutos silvestres, cosa que tuvieron que hacer por no tener otro medio para vivir.
Los indios nunca pudieron entender sus enseñanzas y se limitaron a observar, los forasteros comenzaron a recoger flores y ramas de que podían obtener diferentes colores, como el amarillo, rojo y azul, las cuales utilizaron para pintar en piedras más planas y altas en diferentes partes de la península.
Perecieron todos por peleas entre los grupos, el último al caer al mar lleno de tiburones y a pesar de luchar con ellos fue devorado, dejando así solo como recuerdo las pinturas rupestres.
“Manojo de Leyendas”
Aunque la leyenda anterior es más imaginativa y fantástica, nos deja con un agradable sentir, ya que en pueblo sudcaliforniano siempre mantiene en su memoria, y recuerdos la posibilidad de tener visitantes de otros mundos.
Autor: Dominga G. Vda de Amao
Compartida por: Gilberto Manuel Ortega Aviles
Lo que me han contado se remonta a tiempos antañosos. El escenario, un sitio que todos conocemos y que siempre luce tan romántico como legendario, el Cerrito del Carmen. Juan Corz, el religioso ermitaño fue el que con su templo complementó la belleza sin par que ostenta y que a pesar de los años da la impresión que el tiempo allí se detuvo; nada ha cambiado, sólo la ciudad que principia en sus faldas y se extiende hacia los cuatro puntos cardinales. Varias leyendas me han narrado del Cerrito del Carmen, pero hay una que me ha puesto en que pensar; una que yo dejo a la estimable consideración de ustedes para que saquen conclusiones. Son estas leyendas que han pasado de abuelos a nietos; de padres a hijos y así sucesivamente, flotan en nuestro ambiente que a pesar del modernismo y de la poca creencia en algunos acontecimientos, hechos y demás consejas, persisten y aún se comentan con mucho interés. Nuestra leyenda se inicia en un año perdido en el almanaque, cuando las miserables rancherías circunvalaban la llamada Ermita del Carmen y en lo que con el tiempo fuera el Potrero de Corona el ganado pastaba silencioso y los pastorcillos con sus manadas de cabras se perdían en la lejanía verde del amplio valle.
El balar de algunas ovejas y el rebuzno del burro rompía la monotonía del apacible lugar. Había cierto malestar entre los indígenas y mestizos porque, según comentaban en voz baja, uno de los miembros de la cofradía, ya con sus tragos, había blasfemado contra la Virgen del Carmen en vísperas de su celebración. Aquel campesino lanzaba oprobios contra la imagen que inerte recibía las andadas de palabrotas, y todo porque no le había salvado a su hijo de una enfermedad que le consumió poco a poco.
Todos habían quedado pasmados ante la actitud de José María Aqzín Coyoc; sabían de su religiosidad y respeto y no creían en lo que decía.
-Algo grave va a pasar, causa del Chema Aqzín- decían los humildes artesanos. Unos sólo se persignaban y le encomendaban a Dios por sus desacatos. Aquello sí que era grave. Años antes las sequías y el cólera se había ensañado con los habitantes de otras pequeñas provincias por las mismas cosas y algo sucedería; quizá no tardaría mucho.
Las fiestas de la Virgen del Carmen se celebraron con la pompa que los pocos vecinos le daban; la campana sonaba y aquellos humildes hombres con sus mujeres, niños y perros concurrieron al templo a escuchar la misa; aquellas celebraciones fueron solemnes y al final todos guardaron sus mejores galas para el año entrante.
Siempre se seguía pensando en lo que el Chema había hecho y el castigo que sobrevendría de un momento a otro. Algunos de aquellos hombres cegados más por el fanatismo que por la realidad, habían pensado incluso linchar al pobre indígena. Uno de los religiosos hubo de intervenir a fin de que no se cometiera un crimen con aquel infeliz.
Una tarde cuando ya se había realizado la oración, ante la expectación de ladinos e indígenas vieron cómo una luz potente salía justamente del centro del templo de los ermitaños en la parte superior del Cerrito del Carmen. La deducción fue colectiva todos pensaron que el castigo ya estaba en marcha. Los gritos de “¡Santo Dios! ¡Santo Fuerte!”, se escucharon en la pequeña ranchería de las faldas del Cerrito del Carmen.
El acabóse fue cuando la bola de fuego sobrevoló los alrededores del cerro y con su flúido incendió algunos de los ranchos colindantes del sitio; aquello quemaba el pasto reseco. Religiosos y vecinos salieron corriendo buscando los montes cercanos para guarecerse del peligro, viendo desde esos escondites cómo la luz rojiza se alejaba y se perdía en el espacio obscuro y silencioso.
En la mentalidad de nuestras gentes sencillas todo se debió a un castigo de la Virgen por las blasfemias de José María Aqzín Coyoc.
Cuentan las leyendas que el pobre indígena arrepentido de las ofensas no cesó en su intento de desagraviar ala virgencita, hasta que según él obtuvo el perdón deseado. De generación en generación el caso de Chema fue comentado en una y otra forma. El año de 1620 no se olvidaría fácilmente, los padres seguirían contando a sus hijos lo acontecido después de las fiestas de la Virgen del Carmen.
29 años más tarde, nuevamente el fenómeno extraño regresa al mismo sitio y el pánico cunde otra vez en las rancherías; era el 14 de abril de 1649, aún se pensaba en las blasfemias de Chema, pero algunos se resistían a creer en el castigo ya que había muerto hacía algunos años. Pero aún no salían de su asombro a pesar de los años. El caso seguía comentando y el 25 de marzo de 1680 el fenómeno vuelve al mismo sitio y siembra el temor nuevamente entre el vecindario. Una vez más fue desapareciendo poco a poco sin dejar huella; sólo el fluido había quemado el pasto seco y algunos ranchos en los sitios aledaños al Cerro del Carmen.
Con el tiempo todo se fue olvidando y algunos menos ingenuos ya no creían en la leyenda de los abuelos; aquel viejo cuento de las blasfemias de Chema había quedado como eso, como un cuento que se narraba por las tardes o por las noches, cuando la abuela era el centro de atracción de los nietos.
Aquello tomó proporciones alarmantes cuando el fenómeno fue visto otra vez el 20 de enero de 1681. Siempre el mismo susto, las mismas formas de pensar en relación con un hecho que no se explicaban cómo llegaba y se iba flotando en el espacio. Todos vieron alarmados en la noche fría de enero cómo el fenómeno se alejaba en la obscuridad de la noche solitaria.
La noche el 18 de septiembre del año 1691 aparece otra vez más la luz en el infinito y se va acercando poco a poco, hasta posarse en la parte superior del Cerro del Carmen. Una vez más arrasa con todo, con las rancherías y con los pastizales húmedos. Por espacio de unas horas los asustados habitantes vieron todo sin poder hacer absolutamente nada por defenderse y sin comprender el porqué del fenómeno. Finalmente, y como siempre se fue perdiendo en el espacio hasta desaparecer completamente en las sombras de la noche. Mientras tanto los campesinos fueron saliendo de sus escondites dando infinitas gracias a Dios que ya todo había pasado.
Al otro día los sacerdotes de la Ermita del Cerro del Carmen hicieron construir una cruz de Caravaca, que los antiguos exorcistas usaban contra los demonios y demás espíritus malignos.
Fue la última vez que nuestros paisanos vieron aquel extraño cuerpo en el espacio; la fecha quedó grabada en los archivos de la Iglesia, y marcaba el día 18 de septiembre del año de 1691. A 297 años de distancia y leyendo estos valiosos documentos que se asocian con las leyendas que nuestro pueblo ha mantenido, creemos que en Guatemala el comentario de los objetos voladores no identificados es tan viejo como las leyendas que las abuelas han narrado. ¿Ahora bien, fueron éstos en realidad platillos voladores o alucinaciones de nuestros pacíficos paisanos? Como se dice comúnmente en nuestro medio, a ese respecto hay mucha tela que cortar, y consecuentemente dejamos a su criterio el comentario de lo escrito.
Bibliografía
Gaitán, Héctor. La calle donde tu vives. Guatemala: Librería Artemis y Edinter.
Fatigados los nervios y cansado el cuerpo por el excesivo trabajo cotidiano, dispuse ir a restaurar unos y a reponer el otro dándome unas vacaciones de descanso en una finca de la costa sur. Allí trabé conocimiento con la simpática persona del doctor Alexis Frank, quien prestaba sus servicios en calidad de Médico-Jefe en la oficina que en ese lugar tiene instalada la Institución Rockefeller para combatir la malaria, la uncinariasis y las demás enfermedades tropicales que en las tierras bajas de Guatemala son una verdadera plaga.
En las calurosas tardes nos tendíamos los dos en sendas hamacas, y, fumando un delicioso y rico habano, cuyas volutas espantaban el je-jén y al zancudo, nos enfrascábamos en las más amenas y variadas charlas. Charlando con él, que era un conversador maravilloso, nos sorprendía la caída de la tarde, a la que seguía la hora de comer las sabrosas tortillas de maíz que preparaba, como ninguna mujer las prepara, el ama de la finca. Muchas y variadas fueron, como vuelvo a repetir, mis conversaciones con el doctor Frank, pero hay una de ellas que no la he olvidado jamás y que es la que voy a trasladar a mis lectores procurando hacerlo con las mismas palabras –hasta donde en esta labor de reconstrucción me acompañe la memoria- con que la escuché de sus labios:
“De las muchas enfermedades tropicales –me dijo en esa ocasión el doctor Frank- que hay, una de las más peligrosas, aunque a simple vista no lo parezca, es el paludismo o malaria. En el individuo atacado por ese mal, que, como usted sabe, se contagia por el piquete del anofeles maculipenis, se llegan a producir, afortunadamente en muy contados casos, a más de los escalofríos intensos y de las altas fiebres o calenturas –como se las llama vulgarmente -, “Impulsiones homicidas o suicidas” de origen específicamente palúdico. Estas “impulsiones”, mi amigo, se presentan, como un síntoma grave, a la misma hora del ataque terciario palúdico y en el curso de un delirio febril malárico; o bien, aparecen en medio de una psicosis verdadera y más o menos oculta hasta entonces. En este último caso, obedecen a ideas de persecución o a una actitud paranoide, soliendo ser también una reacción motivada por la angustia, el miedo del paciente acosado por alucinaciones, por una inquietud vaga, por una sensación del peligro inminente del que trata de librarse mediante el homicidio o el suicidio, lo que, a la postre, si el mal no es conocido y atacado a tiempo, convierte al sujeto, o en un criminal, o en un loco peligroso. Caso típico de esa impulsión homicida o suicida, como consecuencia de un delirio febril palúdico, es el ocurrido a uno de los mozos de esta finca y el cual me tocó constatar personalmente, después de ocurrido, cuando me hice cargo de nuevo, tras unas cortas vacaciones de descanso, del Servicio que atiendo en esta finca. Vehementes son mis deseos de dárselo a conocer; pero pongo resistencia a ellos por temor a robarle a usted las horas que ha decidido dedicar al descanso y no a escuchar la relación de fastidiosos temas médicos que, a la postre, tal vez sólo tiene interés para nosotros…”
-De ninguna manera, doctor –le interrumpí-, haría usted tal cosa. Al contrario, quien saldría ganando sería yo, pues el conocimiento de esos casos patológicos viene a aumentar mi pobre caudal de conocimientos de índole científica. Por favor, relátemelo usted, soy todo oídos.
-Siendo así, mi amigo, se lo referiré lo más escuetamente posible:
-El caso a que me vengo refiriendo tuvo lugar en una época cercana a cuando el Servicio a mi cargo cumplía un año de haberse establecido. Nos tocaba entonces, pues la gente ya se había dado cuenta con un año de experiencia de la importancia de él, observar a diario los más interesantes y complicados casos. Sin embargo, el que más llamó mi atención como médico y como hombre, por los alarmantes caracteres que revistió, fue el del indígena mozo de esta finca, Juan Xacur. Conocí a este buen sujeto a mi llegada a estas tierras –el mismo fue nada menos que el encargado de ir a llevarme el caballo hasta Escuintla-, y era un magnífico hombre, que vivía dedicado solamente a su trabajo y que tenía la rarísima cualidad por estas tierras, de no beber. Para pintárselo bien, le diré que era de esos seres a quien la vox populi califica de “incapaces de matar ni a una mosca”.
Durante las vacaciones de este año me ausenté de la finca por espacio de un mes. Volví al cabo de este tiempo, y cuando me hube encarrilado nuevamente en mi trabajo, tuve la sorpresa de enterarme de que Juan Xacur no sólo ya no era colono de la finca, sino que se encontraba en calidad de reo en la cárcel pública del departamento de Escuintla. Grandes fueron mi sorpresa y mi asombro al conocer tal noticia; e inmediatamente inquirí las causas por las cuales se había tomado tal medida con él. Lo único que pude sacar como fruto de mis investigaciones fue que todos me dieron esta contestación:
-“Juan Xacur está preso por haber degollado a una culebra…”.
Y esta respuesta venía siempre seguida de una sonrisa socarrona y enigmática. Ante tales respuestas mi asombro subía como sube el mercurio en un termómetro, pues hasta entonces no había yo sabido que en ningún país del mundo se encarcelara a un hombre por haber dado muerte a un bicho tan asqueroso y tan dañino como lo es una culebra.
Debo advertir a usted que la tenacidad hasta averiguar algo por mí desconocido y que me interesa, ha sido una de las modalidades de mi temperamento; la cual esta vez se vio acicateada, a su vez, por la natural simpatía que siempre me había inspirado aquel pobre sujeto, que tal vez en esta ocasión era víctima de alguna injusticia. Así, pues, decidí trasladarme a Escuintla e ir en persona a la cárcel en donde obtendría, estaba yo seguro, los datos verídicos que necesitaba.
Los servicios que desde mi puesto he prestado a los empleados de ella fueron llave suficiente para abrirme las puertas de la cárcel y poder ponerme en contacto con Juan Xacur, a quien encontré confundido entre un verdadero hacinamiento de reos como él, tomando el sol en el patio de la cárcel. Pero el Juan Xacur que encontré, ya no era el mismo Juan Xacur de otros tiempos. Era un Juan Xacur melancólico, pálido, mudo y herático, que más bien parecía un monolito de Quiriguá que un ser viviente. Le hablé una, dos, tres y más veces, siempre con el mismo resultado negativo de su silencio absoluto. Iba ya a retirarme, dándome por vencido ante un mutismo tan grande, cuando la circunstancia de haber sacado mi cortaplumas para pelar un mango, operó el milagro que no pudieron hacer operar mis cariñosas frases:
-Por favor, doctor –me dijo-, esconda esa arma… no quiero volver a degollar a la culebra…
-A qué culebra te refieres –le respondí asustado-, cuando aquí no hay ninguna.
-¡Es verdad que el doctor no sabe que aquí m’han traído por haber degollado una animala d’esas!
-Cómo es eso, Juan, cuéntamelo, para que yo interponga mis buenos oficios, te saque de la cárcel y te lleve de nuevo a la finca.
Y, entonces, me contó en su media lengua lo siguiente:
-Un día cuando yo regresaba de darle vuelta a mis terrenitos para sembrar en ellos la milpa, vide frente a la quebrada del Sanjón, parada, como esperándome, a la más grande de las culebras que haya visto cristiano alguno en su vida. Como soy valiente no mi’asusté, le di un planazo con mi vizcaíno y me juí corriendo pa’mi rancho a darle su pozol a la cocha parida. A los tres días justos de haberme encontrado con la culebra en la quebrada, se me volvió a aparecer la maldita animala. Estos mesmos ojos que si’han de comer los gusanos la veían, doctor. No sé por qué me’afiguró que algunos envidiosos mi’habían ojiado y se lo dije al mesmo patrón, que, por precaución, me dijo que yo no juera a trabajar a ese lugar, sino qui’a otro, al potrero de los Jocotes. Sin embargo, a animala, por diosito se lo juro qu’es cierto, me seguía y me seguía fregando la paciencia cada tres días.
“Una noche llegué molido por el trabajo a mi rancho. Llegué tan molido y tan retarde que ni siquiera me comí el totopoxte que mi’había dejado la mujer, y me tiré al tapexco… No’harían dos segundos que mi’había acostado cuando sentí que mi cuerpo era rozado por una cosa fría como la mesma muerte. Tiré pa’run lado la chara y, ¿sabe qué jué lo que vida?, la mesma culebra que ahora me tenía abrazado y que con su boca mi’hablaba. Como pude me desprendí de la animala. Como alma que se lleva el diablo me juí a buscar mi corvo y di’un solo machetazo me la degollé, doctor. Vos no te podés imaginar, doctor, lo alegre que me puse cuando le vide la cabeza colgando y chorriando sangre….
-Realmente, doctor Frank –interrumpí-, que el caso es muy interesante. Pero no alcanzo a darme cuenta por qué llevaron a este infeliz a la cárcel y no a la casa de orates o a una clínica de enfermedades nerviosas, como debían haberlo hecho.
-Paciencia, amigo, paciencia. No me ha dejado usted terminar el relato. La culebra que aquel desgraciado veía en sus alucinaciones producidas por el delirio febril palúdico, no era tal culebra: era nada menos que su desgraciada mujer, a quien el delirio hizo ver en forma de tal, y quién, a la hora en que el delirio le sobrevenía, llevaba el bastimento, y la que esa noche estaba acostado a lado del infeliz Xacur, el cual, después de un tratamiento racional, está ahora bueno y sano, sin acordarse siquiera del acontecimiento que lo hizo criminal sin querer serlo”.
Bibliografía
Gálvez, F. B. (2006). Cuentos y Leyendas de Guatemala. Guatemala: Piedra Santa
Dabale a Juan Mayén –caporal de la hacienda “El Caimito” y, según el decir “tres piedras” de todos los contornos desde Escuintla a Chiquimulilla- las últimas órdenes relativas a las faenas del día, cuando una mariposa negra, grande, de una dimensión aproximada a los veinte centímetros, pasó tan cerca de mí que rozó el ala gacha, como se usa en esas tierras, de mi sombrero tejano. Como un avión que llega al término de su viaje, la mariposa se introdujo a su hangar improvisado, que vino a ser el cuarto de mi abuelo Chema que estaba situado, precisamente, a espaldas mías, en el corredor en que me hallaba.
No di importancia alguna a incidente tan vulgar en nuestras tierras costeñas y seguí dando mis órdenes:
-Vos, Juan Mayén, te vas con tu cuadrilla a la quebrada del Tigrillo y me la hacés trabajar “macizo”, como me gusta a mí, hasta que quede bien limpia. Ya sabés que los trabajos me los hacen aprisa…
No pude continuar, pues al dirigir mi vista a Juan Mayén, observé, con sorpresa, que tiritaba como si fuera presa de los intensos calofríos que preceden siempre la llegada de las calenturas.
-¿Qué te pasa a vos, Juan Mayén? –le dije-. ¿A vos, Juan Mayén, que no temblás ni cuando montás por primera vez a las potrancas cerreras, que ahora estás temblando con sólo haber visto una mariposa negra? ¡Te estás poniendo viejo, Juan Mayén!. ¡Tené cuidado de seguir así, pues te la va ganar el Pedro Cansinos! ¡Y vaya que le lleva ganas a ganártela…!
-Si nu’es miedo lo que tengo, patrón, es una simple corazonada: quí va’haber dijunto. Cuando la mariposa negra llega, hay dijunto, patrón. La mesma mariposa negra, como la boca del coyote, pasó por aquí cuando pa’las lluvias de otubre murió la segunda mujer del patrón grande, de su abuelito. .,. La mesma, ansina de grande –con sus manos renegridas por el trabajo y por el sol calcinante de los trópicos, me diseñaba las dimensiones-, llegó al rancho de la Tomasa hace ocho’días, y ya ve que en la quebrada de los Tempsiqués le venadearon ese mesmo día al Efraín, su hombre. No son cuentos ni chiles, patrón, es la pura y santa verdad: cuando la mariposa negra llega, hay dijunto… No vo’asaberio yo qui’hacen treinta años vivo en la costa amansando potrancas y potros cimarrones. .,.
-No seás papo, Juan Mayén. Esas son puras sonseras. A ustedes siempre se los engatusan las viejas con sus chiles. Andáte ligero a trabajar hasta que me dejen limpio el potrero grande, y no pensés más en mariposas negras…
Di media vuelta; lancé una estentórea carcajada. Lo dejé con el estribillo en la boca de “aquí v’haber dijunto”, y grité:
-Vos, Lupe –tal el nombre de mi mozo de confianza-, ensilláme a la “Sapuyula” con la silla mexicana; preparáme el bastimento en las alforjas y prepárate vos también para salir, porque vamos a pasar todo el día en los potreros del Zanjón…
Tres breves momentos de espera, salí , jinete en mi yegua “Sapuyula”, en cuyos sudados ijares hincaba con sádica saña mis espuelas de pura plata de Carrera, corriendo como alma que se lleva el diablo, con dirección a los potreros del Zanjón, y en donde me esperaban un día de rudo trabajo y la cuadrilla que me iba a acompañar en éste.
Todo el día lo pasé gritando:
-¡Para acá me van a arrear las vacas paridas! ¡En aquel potrero van a echar a los toretes…! ¡A este cerco hay que cortarle los chiriviscos. .,..! ¡Al potrero de allá, en el que están las bateas de la sal, hay que echar a los novillos que se van a castrar a fin de la semana…!
¡Oh, alegría sublime de sentirse dueño y señor de la inmensa sabana que compone el llano guatemalteco, verde y prolífero! ¡Verde como el verde de mis montañas; verde como el verde de las plumas del Quetzal; verde como la mancha verde que en el cielo ponen las bandadas de loros que hablando un lenguaje sin sentido pasaban sobre mi; verde como las hojas de la milpa…! ¡Y prolífico como los hombres, y como las mujeres, y como las bestias de estas tierras calientes e mi tierra guatemalteca…! ¡Dueño y señor de este llanto que, palmo a palmo, hasta convertirse en las ciento cincuenta caballerías que hoy forman la finca, fue haciendo suyo la constancia y la recia voluntad de mi abuelo don José María Alarcón y Pirir –raro engendro de un castellano aventurero y de una india nata-, que desde niños nos predicaba el evangelio del trabajo, de la honradez y de la bondad con los semejantes!
Un ramalazo de dominio, una sed de posesión, recorrió todo mi ser y, como un centauro de los trópicos, piqué espuelas a mi bestia y recorrí, perdido entre los verdes zacatonales, ¡quién sabe cuanta extensión de los exuberantes potreros de nuestra hacienda! ¡El llano de la costa guatemalteca embruja a los que viven en íntimo contacto con él!
Fatigado, rendido de tanto trabajar, y con el rostro bañado en esa pasta achocolatada que se forma por la mezcla de sudor con nuestra tierra morena, volvía a la casa de la Hacienda, cumplidas ya todas las labores del día. .,. La tarde caía lentamente, en tanto que yo anudaba horizontes y pensaba. .,. (los hombres del campo también solemos pensar). ¿En qué? ¿Pensaba en que iba a llegar a mi patria? ¿A mi patria? Si, a mi patria, Para nosotros, los costeños, nuestra patria es el campo y su capital es la casa de la Hacienda… ¿Qué nos importa a nosotros la otra patria, la de donde están los gobernantes, si nosotros tampoco les importamos a ellos. .,.? ¡Nuestra patria es la casa de la finca en donde están nuestros hombres, los que nos ayudan en las diarias faenas, y donde tenemos nuestras leyes que son las del trabajo y las de una verdadera confraternidad, que sólo la da la constante lucha, uno al lado del otro, por domeñar a nuestra bravía y enfurecida naturaleza…!
Entonando una canción criolla –como siempre lo hacía- y haciendo caracolear a mi bestia, hice mi entrada triunfal a los patios de la finca. Siempre que llegaba a ellos encontraba la impresión exquisita de sentir la algarabía peculiar de los campos chapines, entre la cual se confunden los cantos de los vaqueros con el mugido de la vacada… ¡Esta vez había en él un silencio espectacular…! ¡Ni siquiera el mastín de mis afectos salió a recibirme y a lamer el polvo de mis polainas…!
Una inquietud muy grande se apoderó de mí. Salté de la bestia y corrí hacia la casa… De un solo tranco subí los escalones que conducen al corredor e iba ya a dar un grito preguntando a qué se debía este inusitado silencia, cuando la Juana, nuestra vieja ama de llaves, me ahorró la pregunta, diciéndome, con frases entrecortadas y llorosas:
-¡Qué gran desgracia niño Guicho! ¡Al patrón grande, a mi señor don Chema, lo han traído muerto en unas parihuelas…! ¡Los mesmos hijos de don Chilo López, el dueño de la “Sabana”, lo encontraron tirado en el camino de Brito, muerto, y lo trajeron p’acá…! ¡Dicen que a ellos se les afiguraba que la bestia se le encabritó, tumbándolo al suelo, y que con la cáida se debe haber descoyuntado y muerto…! Tan bueno qu’era el patrón! ¡Dios lo’haya perdonado y lo tenga en su santa gloria…! ¡Yo tanto le decía que a sus años ya no debía salir solo; pero como él se créiba patojo, hasta que se quedó con la suya de que le pasara algo…!
Intensamente agitado por la noticia llegué hasta el cuarto de mi abuelo. Allí, tendido en su “catre de tijeras”, que no quiso abandonar nunca, estaba el cuerpo largo y macizo de don José María Alarcón y Pirir, cuya cerviz no se agachó jamás ante nadie, y a quien la muerte, por una terrible ironía, o encontró de bruces.
El gimotear de varias rancheras, y cuatro velas de cera, que como ellas también derramaban lágrimas, eran toda su compañía. Una sábana blanca, tan blanca como la nieve sobre alta cumbre, cubría su cuerpo, y sobre ella se posaba, tranquila, como un emblema bordado ex profeso, el escudo de la muerte, la Mariposa Negra.
Bibliografía
Gálvez, F. B. (2006). Cuentos y Leyendas de Guatemala. Guatemala: Piedra Santa