El rey de las aguas tenía un hijito enfermo, y todas Las sirenas, disgustadas porque alguna vez las insultó con el impaciente trueno y las castigó con el rayo de fuego, huyeron o se negaron a servir de amas, nodrizas o ayas del llorón infante.
Desesperado el monarca, su amor paternal lo llevó a humillarse hasta el punto de salir del fondo de su reino acuoso para pedirle ayuda a Gualicho, el genio maligno o dios de las pampas.
No sin algún interés, Gualicho le permitió que ordeñara, entre los rebaños, algunos de los animales que tenía para ese fin, y que no eran vacas, porque las primeras que pisaron América las trajo don Pedro de Mendoza.
—A cambio —dijo Gualicho al rey—, me has de dar algunos kilogramos de coral y de pescado, o perlas y caracoles de nácar.
Pero los tratos entre estos tipos de dioses nunca fueron limpios. Por razones difíciles de poner en claro, se disgustaron Gualicho y el rey de las aguas. Y en uno de sus encuentros, cuando ya el rey de las aguas iba metiendo en el rio una tropa de ganado prestado, llegó Gualicho con sus demonios, y estos no atinaron a otra cosa que a cortarles las patas a las bestias para inutilizarlas.
Y ocurrió que el rey de las aguas levantó a mil metros el nivel del rio y se llevó la tropa. Y para que no se ahogaran los desgraciados animales, que ya tenían el vientre lleno de líquido, les hizo un agujero en la Cabeza y desapareció con ellos.
Poco después, al nacer las crías, lo hicieron con aletas en lugar de patas. Pero la condición de mamíferos no cambio. A estas vacas del mar se les llamó luego ballenas.
Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A
En la Provincias del Chaco y Corrientes crece una planta que los indígenas llamaban Caai Cobé, que significa planta viva y científicamente es conocida por Vergonoza-Spegasini. Es una especie de mimosa sensitiva, que cierra sus hojas cuando el viento la golpea o bien cuando el hombre simplemente la toca.
Cuenta la leyenda que a orillas del río Mbocoretá (pago de los mocovíes) vivía un grupo de indios. Allí nació una niña tan fea, tan escuálida, que poco falto al padre para deshacerse de ella.
Sus caracteres físicos poco variaron con el crecimiento, y así llego a la pubertad la pobre Isaú sin conocer otro cariño que el de su madre. No obstante ello, un sentimiento florecía en su corazón, el del amor a sus hermanos, acrecentado cuando el sufrimiento y el dolor nacido con las enfermedades alejaban de los mismos toda protección. Así la vieron asistir a los que padecían de viruelas, a los llagosos, a los insanos.
Solo hierbas cuyas propiedades medicinales nadie conocía empleaba para sus curas milagrosas, las que recogía en lo enmarañado de la selva y en las orillas de los torrentosos ríos.
Alarmados los payés y adivinos de la aureola que rodeaba a Isaú, pues no había en la tribu nadie que no hubiera recibido su consuelo y fuera aliviado de sus dolencias, decidieron deshacerse de ella. La esperaron emboscados entre unas matas, y desde allí le dispararon varias flechas. Una de ellas hirióla de muerte. Y allí donde la encontraron poco después, diéronle sepultura ante la congoja de toda la tribu, que la lloró desconsoladamente.
Sobre su tumba, tiempo después, nacieron varias plantas de caai cobé, humilde y fea como la india martirizada, y que, como ella, hace con sus hojas medicinales todo el bien que puede a los que sufren.
Honegger, S.A. Gran Manual de Folklore. Buenos Aires: Editorial Honegger
El Vinal es un árbol conocido también con los nombres de visnal, ibopémetoti, algarrobo blanco, quilín, etc. Su nombre científico es Prosopis riscifolia, y vive en la region central, norte y noroeste del país.
La característica más esencial de esta planta es que en su vecindad solo pueden crecer el cardón y el cardoncillo, pues las otras mueren al poco tiempo de nacer.
La razón de esta particularidad la da en parte la siguiente leyenda guaraní:
Junto a sus padres vivía un indio de corta edad de sentimientos perversos y en cuyo corazón no había puesto Tupá virtud alguna. La tribu entera le tenía terror, pues jamás había visto nada semejante.
Consultados los payés (hechiceros), poco tardaron en afirmar que Añá, el espíritu del mal se había alojado en su cuerpo y que era menester curarlo expulsando a aquél. Cuando se aprestaban a ello, el pequeño se apartó unos pasos y consiguió dispararles sus flechas hiriéndolos mortalmente, hecho lo cual huyó velozmente hacia los montes vecinos. Perseguido, no fue posible darle alcance porque cruzaba sin ningún inconveniente regiones inmensas cubiertas de cardones, mientras sus perseguidores despedazaban sus carnes en ellos y tenían que retroceder.
Por último desapareció y un buen día, deshecho por el cansancio y el hambre, pereció. Añá, que lo protegía, lo transformó en un árbol y le dio espinas y virtudes tales, que en su proximidad todas las plantas perecen, salvó el cardón y el cardoncillo, que le protegieron en su huida.
Honegger, S.A. Gran Manual de Folklore. Buenos Aires: Editorial Honegger.
Según refiere una antiquísima leyenda mapuche, en la cima de este volcán situado en la provincia de Neuquén, y unos 4700 metros de altura, existía y existe aún un encantamiento que algunos indios trataron de conocer más de una vez, fracasando con sus propósitos.
Sin embargo, uno de ellos, por revelación de la machi, pudo saber algo del mismo, y se propuso un día ascender hasta lo más alto de la montaña, en la que, según le dijo la hechicera, encontraría una hermosa joven encantada, a la que custodiaban un toro colorado y un caballo oscuro, quienes para impedir que algún osado violara esos dominios lanzaban piedras: el primero escarbando con sus patas y el segundo traía tormentas de viento y nieve. Por otra parte, existía en el lugar un enorme tronco de oro que reverberaba extraordinariamente a la luz del sol y aun de la luna y las estrellas.
Dispuesto el indio a subir, pidió la protección de Ta Dios y de Gualichu, la que le fue concedida.
Iniciada la ascensión, inmediatamente comenzaron a caer desde lo alto piedras de todo tamaño, las que pasaban rozando su cuerpo sin herirle. Pronto vio al caballo oscuro que, trepando ágilmente por las laderas, creaba con sus resoplidos vendavales furiosos, acompañados de truenos, relámpagos y nieve. Sin embargo no se detuvo, y al llegar a la cima pudo ver, pues el cielo se había despejado totalmente, una pequeña laguna de aguas muy transparentes en la que en medio de una roca se hallaba la mujer que la machí le había indicado. Esta se peinaba sus largos cabellos rubios con un peine de oro y muy dulcemente dijo: “Calla, pasa y no digas nada.”
Así lo hizo y siguió avanzando en busca del codiciado tronco de oro, el que encontró inmediatamente. Apenas si podía mirarlo, tan intenso era el reflejo que de él emanaba. Partió algunos trozos, que guardó para llevárselos, y comenzó el camino de regreso, pasando nuevamente por la encantada laguna, que atraía irresistiblemente, pero, recordando lo que la joven le había dicho no se detuvo. E inicio el descenso. Una imponente lluvia de piedras le siguió y un viento ululante lo empujaba con violencia, como si quisieran deshacerse de su presencia atrevida. Temeroso de que estas furias desatadas se debieran al oro que había arrancado del tronco, arrojó la mayor parte, guardando solo una pequeña cantidad. Entonces se sintió transportado por los aires y medio adormecido fue abandonado lejos, muy lejos de su toldería.
Dificultosamente reencontró el camino, como los espíritus de la montaña temían que enseñaría a otros el itinerario que el había seguido hasta la cima del Domuyo, solo le dejaron vivir tres días, al cabo de los cuales murió, no sin antes aconsejar a sus hermanos que no intentaran subir hasta la laguna encantada de la cumbre, pues correrían la misma triste suerte.
Honegger, S.A. Gran Manual de Folklore. Buenos Aires: Editorial Honegger.
En muy remotos tiempos vivía en la actual provincia de Misiones una tribu de indios que era sabiamente gobernada por un cacique llamado Ner; su valor audacia y conocimientos le valían el cariño de sus súbditos ilimitadamente.
Cierto verano la sequía fue tan intensa, que todas las plantas morían con los frutos sin sazonar; los ríos perdían su precioso caudal, pereciendo los peces en su reseco lecho, y los vientos del Norte se llevaban polvaredas enormes que cegaban al que se atrevía a cruzar los campos. Pese a tantos inconvenientes, Ner consiguió arrastrar a toda su población hasta la selva más próxima, en cuyo recorrido emplearon poco más de una luna.
Allí sobrevivieron comiendo raíces y cazando algunos animales, pero pronto el hambre cundió entre todos pues se agotaron las reservas, que parecían ilimitadas en un primer momento. Desfallecientes, hombres, mujeres y niños se dejaban caer en cualquier parte esperando la muerte, que no tardaba en llegar. El mismo cacique sintió que por vez primera sus fuerzas le abandonaban, más aún al contemplar que su propio hijo, como tantas otras criaturas, desfallecía sin esperanzas.
Abrumado por tanto dolor y ansioso por hallar una salida a tan penosa situación se internó en un palmar donde lloró silenciosamente su importancia.
Así estaba cuando vio una urraca que revoloteaba en torno de él y acercándose lo más que pudo le ofreció su ayuda.
En inmediatamente le explicó a Ner a buscar en el tronco de las palmeras el delicioso “tambu”, larva de una mariposa que allí desova, y que aún hoy constituye un manjar exquisito para los indígenas; con el además, preparan el aceite de gusano o aceite de palmera, que se consume golosamente.
Aliviada el hambre, debió el ave cumplir la segunda parte de su promesa. Entonces enseno a cultivar los campos, preparando la tierra y arrojando sobre ella las primeras simientes, que después de algunas lluvias bienhechoras fructificaron maravillosamente.
Satisfecho Ner por ver asegurada la subsistencia de su tribu, se dispuso al sacrificio.
Mando preparar un terreno, limpiarlo de maleza y cavarlo hondo como para recibir su cuerpo. Hizo traer “sogas” de liana y atándoselas al cuello, ordeno a varios de sus indios que lo ramearan hasta la fosa, donde cayó y fue sepultado.
Al poco tiempo nació en la sepultura del valiente Ner una planta de zapallo que se extendió con rapidez; su fruto termino para siempre con el peligroso hambre entre los suyos, que siempre lo recuerdan con amor.
Honegger, S.A. Gran Manual de Folklore. Buenos Aires: Editorial Honegger.
Con este nombre se conoce en todo el país a la boleadora integrada por tres ramales, uno de los cuales remata en la “manijera”, o sea la bola que se sostiene en la mano mientras se revolean las otras dos para arrojarlas a las patas de equinos especialmente.
También se llama a las “tres marías” “tres manuelas”, aunque este nombre no tiene la difusión del primero.
Una leyenda de los indios querandíes dice que Gualichu, el espíritu malo, el demonio, se complacía en enfermar a las tribus, que desaparecían diezmadas por epidemias terribles.
Nada podían hacer para conjurar tanto mal, hasta que después de no pocas negativas, y viendo el sufrimiento de tantos hombres, el espíritu bueno decidió interceder en favor de ellos. Comenzó a perseguir a Gualichu por todo el cielo, sin poder alcanzarlo. Mientras tanto éste se burlaba, mandando nuevas pestes a los pobres indios, que impotentes contemplaban la persecución del “malo”.
Cuando ya parecía que sería imposible alcanzar al genio del Mal, el espíritu del Bien tomó tres estrellas, las Tres Marías, las unió cada una de ellas a un largo pelo de su barba y desde lejos las arrojó a las piernas de aquél, haciéndolo caer en medio de un infernal relampagueo y atronadores ruidos que hicieron temblar la tierra…
Dicen los indios que hasta la llegada del hombre blanco (conquistadores) los hombres y las mujeres morían de ancianos o en las guerras con otras tribus.
Honegger, S.A. Gran Manual de Folklore. Buenos Aires: Editorial Honegger.
Próxima a la cuidad de Tandil, provincia de Buenos Aires, existía una roca enorme que los vientos, las lluvias y el calor atacaron durante milenios hasta transformarla en una piedra movediza que oscilaba constantemente, constituyendo de verdad una maravilla de la naturaleza. Así la encontraron los conquistadores españoles, y así permaneció hasta principios de siglo, hasta que un día, como un coloso herido de muerte, perdió el milagroso equilibrio de y cayó de su pedestal, despedazándose.
La explicación científica de su origen, debido a la intensidad del proceso erosivo, quizá no interese tanto como la que deban los indígenas.
Según ellos, en remotos tiempos, el Sol y la Luna habían sido esposos y, juntos o separados recorrían el cielo. Un día bajaron a la Tierra y además de crear cerros y montañas, formaron la inmensa llanura que conocemos con el nombre de pampa. Sobre ellas hicieron animales, pastos tiernos para los mismos, lagunas para mitigar la sed, y para culminar su obra, crearon también el género humano. Después de ello, volvieron a su celestial morada, desde donde vigilaban lo realizado, al mismo tiempo que el Sol daba a luz y calor durante el día y la Luna alumbraba por la noche la soledad del mundo.
Pasó mucho tiempo sin que nada anormal transcurriera, hasta que un día los indígenas de la pampa notaron menos luz, menos tibieza en los rayos solares. Miraron al inmenso cielo y con sorpresa un enorme puma con alas perseguía al Sol, tratando de darle muerte.
Se reunieron inmediatamente los guerreros más fuertes y hábiles de la tribu, después de deliberar brevemente decidieron atacar al mismo tiempo a la bestia, que seguía acosando al Sol, su creador. Prepararon los arcos, y las flechas ascendieron como rayos iluminados. Una de ellas atravesó e hirió gravemente al puma, que cayó sobre la tierra estremeciéndola.
Sus rugidos de animal herido e impotente recorrían en extrañas ondas la llanura, atemorizando a los hombres.
Ese atardecer, el Sol volvió a derramar su luz, y por la noche hizo lo mismo la Luna, pero, viendo que el animal aún se debatía en agonía y temerosa que reanudara la persecución de su amado, comenzó a arrojarle piedras para ultimarlo. Tantas tiró, que en pocas horas formó la larga cadena de las sierras de Tandil. La última cayó sobre la punta de la flecha que había herido al puma, y sobre ella quedo clavada oscilando a cada movimiento de aquel.
Así nació la piedra movediza de Tandil, y, según dicen los lugareños, en un momento de erguirse, la bestia consiguió derribar la roca que se apoyaba sobre su dorso, sin conseguir empero levantarse.
Honegger, S.A. Gran Manual de Folklore. Buenos Aires: Editorial Honegger.