Categoría: Uruguay

Hace muchos años había un gaucho a quien de Joven llamaban en la pampa un «mozo flor», flor de pe­cado, desgraciadamente.

Y cuentan que poseía el don de atraerse la simpatía de todos, hombres y mujeres. Y no poco aumentaba su prestigio el decirse, con aire de misterio, que era dueño de un talismán, que debía a un indio brujo y milagrero, cuyo poder era inmenso.

Por eso el mozo lo mismo copaba bancas en las me­sas de juego que se adueñaba de los corazones femeni­nos en los bailes.

Pero llegaron los años de la madurez, de los desengaños, de los enemigos que la envidia produce, y de pronto, su corazón y su cerebro fueron tocados por la divina gracia. Cambió por completo y no se dedicó ya más que a hacer el bien donde tanto mal había hecho: convirtióse en el santo de su pueblo.

Sin embargo, hombres forasteros llegaron allí y se empeñaron en no querer ver en el más que a un viejo brujo que debía de ser muy rico, y algún tesoro debía de tener escondido.

No creyeron lo que decía. Y apoderándose de él una noche, sin lograr hacerle declarar donde tenía el escon­dite de su oro, lo mataron a golpes. Después escondie­ron su cadáver bajo unas piedras y huyeron de allí como alma que lleva al diablo.

Desde entonces, su alma en pena aparecíase por las noches oscuras en forma de aquella luz azulada que lla­man «la luz mala», y acompañaba, o mejor perseguía, a los jinetes y se posaban en las ancas de sus aterro­rizados caballos.

El gaucho valiente que por allí pasaba, desafiando la superstición, o se volvía loco o pagaba con la vida su atrevimiento.

Finalmente, por milagro, en el sitio del crimen nació un árbol, y ese árbol tomó la forma de una cruz, es decir, que no tenía más que tronco y dos ramas horizontales, como los brazos de una cruz.

Si en la primavera nacían en el unas ramitas rojas, pronto se secaban, y volvía a presentar el árbol la for­ma de una cruz. Las gentes decían que el alma dejo de penar. Y al ver que la «luz mala» se había apagado, atrevióse a pasar por allí en las noches sin luna.

Como si aquel milagro no bastara, vino después otro. Un día, a un leñador sin creencia alguna, se le antojó cortar a hachazos uno de los brazos de aquella cruz natural y echarla al fuego del hogar como otra rama cualquiera.

¡Pero esa rama era diferente! Allí se quedó arrimada a la pared sin consumirse. Y lo más asombroso era que al calor de la ardiente brasa inalterable, se cicatriza­ban, por prodigio, las heridas y se curaban diversos males.

La mayor curación, sin embargo, fue la del espíritu del atrevido leñador, quien de hombre sin entrañas in creencias, trocóse, por la divina gracia, en un buen hom­bre respetuoso con el prójimo y creyente.

Ya efectuada esta conversión, el cortado tronco se consumió en el hogar. Pero allá en el árbol milagro­so de donde procedía, brotó una nueva rama horizontal que iba a completar el brazo que le faltaba a la cruz.

Hoy este «Paso de la cruz» es un vado sobre uno de los ríos más bellos del país: el río Yi.

 

Bibliografía

Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A

Cierto día, durante la conquista de América, los hom­bres que habían salido en descubierta regresaron al campamento español con varios prisioneros.

Eran indios charrúas, de mirada hosta y con la me­lena caída sobre el rostro. Entre ellos, sin embargo, había uno más alto que sus compañeros, qua andaba con una altivez poco frecuente en un indio y tenía un porte especialmente distinguido.

—Desde luego ese no es un charrita —comentó un soldado del campamento.

Y razón tenía, ya que nadie había visto jamás en uno de esos indios aquella tez tan blanca, unos ojos de azul tan intenso y unos cabellos tan rubios.

Efectivamente, el charrúa era hombre de pómulos prominentes, de piel olivácea, cabellos negros y ojos os­curos, que miraban torpemente.

¿De dónde procedía, pues, aquel indio de mirar inteligente? Nadie supo contestar a esta pregunta.

La incógnita fue aumentando en los días siguientes. Y no solo al comprobar su físico no corriente, sino al observar sus reacciones totalmente distintas a las de sus compañeros de cautiverio. En efecto, mientras es­tos permanecían agrupados en actitud pasiva, como en letargo, a él se le veía siempre solo, deambulando por el campamento sin rumbo.

A la resignación sin alma, a la pasividad animal que los españoles estaban acostumbrados a ver en el indio que caía prisionero, desmentía éste con síntomas inequívocos de una delicada vida interior atormentada, de un espíritu que sufre.

Tanto de día como de noche se le podía ver en los lugares más apartados. Nadie le privaba la libertad en sus movimientos. Así lo había dispuesto don Gonzalo de Orgaz, jefe del campamento. Pero no sin las protes­tas de muchos, incluso de su misma mujer.

—Los indios son peligrosos, malignos por naturaleza —decía.

Aquel extraño charrúa llego a preocupar seriamente a muchos, porque le creían demente y de ahí le quedó el apodo de el indio loco. Otros, en cambio, recela­ban cualquier estratagema.

—Quizá sea algún jefe o santón —añadían— y lleve en la cabeza proyectos para un asalto de sus hermanos de raza al campamento.

También Blanca, la hermosa hija de don Gonzalo, al verle llegar maniatado entre los otros charrúas ob­servó en él una extraña turbación. Y ya después, siempre que se cruzaba con él, veía aparecer en sus ojos aquella mirada turbadora.

A Blanca le preocupaba igualmente eI indio loco. Pero no como a los demás, sino que le atraía su dolor. Veía en él al hombre, no al salvaje ni al loco, y se sentía atraída por su aspecto noble y delicado.

La joven quiso hablarle varias veces. Decirle que le apreciaba, que no le era indiferente, que no compartía el recelo de los demás.

Y un día los dos se encontraron frente a frente. El indio quiso apresurar su paso al verla, pero ella tuvo tiempo de decirle:

— ¿Por qué huyes de mí? ¿Acaso to doy miedo?

El indio se detuvo. Y aunque al pronto permaneció cabizbajo, no tardó en alzar la cabeza para mirar a la joven fijamente a los ojos.

La conversación entre ambos duró largo rato. Y así Blanca supo que él se llamaba Tabaré y que era hijo de una cautiva española y de un cacique charrúa.

Blanca comprendió entonces el drama de aquel corazón inclinado a odiar a los que reconocía en gran parte como suyos; de aquella alma requerida por el apremio contrario de dos sangres.

— ¡Pobre Tabaré! —dijo la joven, acariciando dulcemente las manos finas, alargadas del Indio.

A partir de aquel día, Blanca y Tabaré empezaron a verse a menudo. Y como algunos vieran que el indio loco solía rondar de noche la casa de don Gonzalo, decidieron intervenir antes de que fuera, según decían, demasiado tarde.

Y una noche, cuando Tabaré deambulaba tranqui­lamente por el campamento, se vio de pronto rodeado de varios soldados armados. El indio no se alteró lo más mínimo. Pero al ver que uno de ellos apenas le rozó el pecho con la punta de su lanza, dio un salto de tigre, se la arrebató de las manos rápidamente y después de hacerla trizas la arrojó el suelo.

Aquellos hombres no necesitaron más. Como ya tenían un motivo, una prueba que llevar a don Gonzalo, le pidieron al jefe:

— ¡Echad al «Indio loco» de aquí! ¡No lo queremos entre nosotros!

La esposa de don Gonzalo habló también exaltada.

— ¡Ya ha mostrado lo que es! —dijo—: Un enemigo, un salvaje temible. No estaremos seguros mientras el permanezca en el campamento. ¡Echale de aquí!

Al final, don Gonzalo accedió. Y Tabaré cruzó la em­palizada para quedar en libertad. Pero lo hizo con el mismo mutismo, con idéntica expresión hermética y concentrada que cuando llegó prisionero.

Tan sólo se iluminaron sus ojos al ver a Blanca, que hacía desesperados esfuerzos para no llorar…

Pasaron unos días. Pero una noche oscura como boca de lobo, los indios charrúas asaltaron el campa­mento español con intención de liberar a sus compañeros que estaban prisioneros. No fue fácil rechazar a los atacantes, y al final de la lucha quedaron bastantes muertos y heridos junto a la empalizada.

Cuando ya don Gonzalo empezaba a dar órdenes para reparar los daños causados en la refriega, su mu­jer llegó llorando a darle una terrible noticia.

— ¡Nuestra hija Blanca ha sido raptada! —exclamó a voz en grito.

—Ha sido el indio loco —dijo uno.

Y todos pensaron lo mismo. Sobrecogía la cólera de don Gonzalo. Y es que no se conocían arrebatos de esta
naturaleza en persona tan serena, ponderada y grave.

Todos los hombres del campamento se agruparon a su alrededor, fieles, unidos al jefe. Ni uno de ellos dejó de ofrecerse para ir a rescatar a Blanca.

Y rechinando los dientes, mientras empuñaba la es­pada, habló don Gonzalo de esta manera:

— ¡Juro que a quien salve a mi hija le daré mi vida, si es preciso y mi blasón de hidalgo! Y ahora vamos. Todavía estamos a tiempo. Corramos a salvarla.

Mientras esto ocurría en el campamento español, el joven Yamandú, poderoso cabecilla charrúa, caminaba ligero por la selva llevando sobre los hombros una car­ga delicada: la hermosa y desfallecida Blanca.

Al entrar en el campamento castellano, desafiando el fuego de los arcabuces y de la madera en llamas, Ya­mandú entrevió entre el humo a la joven. No lo pensó mucho. Se abalanzó sobre ella y para él la lucha termi­no tan pronto como la tuvo desmadaña en sus brazos. Desde entonces llevaba horas con ella a cuestas.

Anochecía cuando la dejó en el suelo, sobre la yer­ba. El indio se inclinó hacia la española. Fijó sus ojos cargados de deseo en el pecho palpitante de la joven. Ella estaba como paralizada de terror al sentir tan próximo aquel rostro inmundo y pintarrajeado, al notar tan cerca el aliento del salvaje, su jadeo…

De pronto unas ramas se movieron a sus espaldas y se oyó un grito ahogado. Luego dos cuerpos cayeron al suelo, sobre la hojarasca. La lucha duró un segundo tan solo. Después se hizo un silencio absoluto.

Blanca, aterrorizada, solo oía el rumor de las hojas al viento. Y cerca, muy cerca, la respiración entrecor­tada de un hombre quo conocía muy bien: ¡era Tabare!

—¡0h, gracias a Dios por haberme salvado! —excla­mó la joven abrazando con fuerza al Indio.

Don Gonzalo, entretanto, estaba desesperado al ver que, tras una intensa búsqueda por la selva, no habían encontrado ni rastro de su hija Blanca. La situación en el campamento era muy tensa. Y ya se temía lo peor, cuando alguien gritó:

— ¡El Indio loco! Mirad, viene por el bosque. — ¿Cómo dices? —preguntó don Gonzalo, sin dar crédito a lo que oía.

Y reaccionando con presteza de poseso, con la espa­da desenvainada se precipitó a la puerta y desapareció rápidamente entre los arboles de la vecina selva.

Los otros hombres salieron corriendo tras su jefe; pero cuando llegaron junto a él, encontraron ya a

Ta­baré de bruces sobre el suelo, muerto. Don Gonzalo le había atravesado con su espada.

— ¿Qué has hecho, padre? Pero, ¿qué has hecho? —apostrofaba Blanca con gritos frenéticos a su proge­nitor.

Pero este parecía no oírla. Con la espada todavía tinta en sangre, había quedado inmóvil, junto al cadáver del infeliz Tabaré.

No tardó en saberse que el indio loco había sal­vado a Blanca de las garras de Yamandú. Y que luego, con un respeto y una delicadeza exquisitos, tratando de evitarle toda clase de molestias, la había llevado hasta el campamento para ponerla de nuevo bajo la custodia de sus padres.

La hermosa Blanca no tardó en morir, sin que nunca perdonara a su padre el error cometido con su amado Tabaré.

 

Bibliografía

Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A