Nada más poético que la figura de la hermosa y legendaria Semìramis, la reina de Asiria que reconstruyó Babilonia y ordenó construir sus célebres jardines colgantes.
Cuéntese que era hija de la diosa o sacerdotisa Derceto, la cual concibió una fuerte pasión amorosa por un joven sacerdote, y dio a luz una niña.
Avergonzada de su debilidad, dejo abandonada a la recién nacida en un lugar solitario, mató a su amante y se arrojó a un lago, donde se convirtió en pez.
Pero el destino velo por la hermosa niña, preservándola de que las fieras la devorasen y procurando que no muriera de hambre y de frio. De esto último se encargaron las palomas que vivían en los huecos de las rocas, que cada día se cuidaban de darle calor y alimentarla con la leche, pan y queso que le traían en sus picos de los vecinos apriscos.
Intrigados los pastores por los continuos robos de las palomas, investigaron su causa y no tardaron en encontrar a la niña, que recibió el nombre de Semìramis, que significaba paloma.
El pastor Simmas, encargado de la ganadería real, adoptó a la bella muchacha y la crio. Semìramis tenía algo de los inmortales. Y era tan hermosa que no se la podía mirar sin enamorarse de ella. Yendo un día de caza, el intendente real la descubrió casualmente y, admirado de su sorprendente belleza, la llevo a palacio. Poco después, Semìramis se casaba con Oanes, gobernadora de Babilonia.
Un día, el esposo de Semìramis fue a la guerra que el rey Nino o Minos, rey de Asiria, había declarado a un pueblo enemigo. Ella se empeño en seguirle, ansiosa por conocer la emoción del combate. Y una vez en el campo de batalla, vestida de guerrero y en un momento en que parecía que la resistencia enemiga no se podía vencer, se puso al frente de las tropas asirías y las enardeció de tal modo que obtuvieron una resonante victoria.
A raíz de este hecho, el rey Nino, fundador del Imperio asirio y de su capital Nìnive, se enamoro de Semìramis, y no pudiendo resistir su atracción y haciendo uso de la pregorrativa regia se la arrebató a Oanes, el cual se suicidó bajo el peso de la pena, o fue cegado y encarcelado por el soberano.
Semìramis brilló en Nìnive como reina, y pronto mandó degollar a su segundo esposo. Nino, según unos, aunque otros dicen que el rey huyó asustado a Creta, viendo las costumbres licenciosas de su libidinosa y hermosísima mujer.
Muerto Nino, fue elevada al trono, donde imperó poderosa, esclavizando a los hombres con su fascinante mirada y logrando con su energía, valor en la guerra y buenas dotes de gobernante fundar un vasto imperio.
Las victorias y conquistas de Semìramis le proporcionaron inmensas riquezas, que la bella reina empleó en construir ciudades, embellecer Babilonia y erigir los célebres jardines colgantes, monumento cuya magnificencia y belleza legó su nombre a la posteridad y que figuraba como una de las siete maravillas del mundo antiguo.
Pero debido a que Semìramis se entregó también a los más refinados placeres, fue reprendida por sus hijos, a los que persiguió, pereciendo todos menos Ninyas, que llevo a cabo una guerra en contra suya.
Dice una versión que Semìramis fue derrotada por su propio hijo, pereciendo con sus huestes. Según otra, después de reinar cuarenta y dos años, atormentada interiormente por sus remordimientos, que le hacían ver en todas partes la sombra de Nino, se transformó en paloma, encaminándose a una bandada de estas aves hacia el cielo de la leyenda…
Semiramìs dejo así el floreciente imperio asirio al joven y voluptuoso Ninyas, que carecía de las cualidades de príncipe guerrero que había tenido su padre.
Bibliografía
Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A
Y ahora, como esa complicada y a veces contradictoria mitología, se parece a todas en lo interminable y caprichosa, convendrá que pongamos aquí punto, mas no sin recoger antes una antiquísima leyenda sobre el diluvio, que los Brahmana, o sea, comentarios sobre los Vedas, dan a conocer, y que algunos dicen que es de fuentes semíticas. Tradúcela así G. Prampolini:
“Una mañana le llevaron a Manu (que es una encarnación de manas y por ello está considerado como el caudillo de la humanidad y el primer legislador) el agua que necesitaba para las abluciones. Al lavarse, se le vino a las manos un pececillo que le dijo: – Consérvame vivo y yo te salvare – ¿Y de que me salvaras?, – le pregunto Manu -. A lo que el pez contesto – Nosotros, mientras somos pequeños, estamos con frecuencia en peligro de muerte, porque un pez devora al otro. Al principio me colocas en un vaso; después cuando haya crecido y no quepa en él ya, ponme en un gran hoyo que caves sobre la tierra, y, por fin cuando ni en él quepa, llévame al mar, donde entonces ya estaré seguro de todo peligro”. En efecto, era uno de aquellos peces que creciendo llegan a convertirse en monstruos.
“Después añadió: – En el año tal ocurrirá la gran inundación. Tú entonces construye una nave y espérame: en cuanto empiece la inundación sal en tu barco y yo te salvare.”
“Cuando llego el momento anunciado, Manu siguió exactamente las instrucciones que había recibido: ató una gúmena a la trompa del pez que ya estaba allí presente, y se dejó llevar en su embarcación con rumbo a la montaña septentrional. Al llegar, dijole el pez monstruo: – Ya te he salvado. Ata la nave a un árbol y ten cuidado de que las aguas no se te lleven a ti y a ella a las montañas. Ve bajando después muy despacio, a medida que veas que el agua se retira…”
“Así lo hizo todo exactamente Manu, y he aquí que descubrió, maravillado, que la inundación lo había barrido todo, y que de aquella catástrofe él era el único sobreviviente.”
Bibliografía
Perés, Ramón. (1973). La Leyenda y el Cuento Populares. Barcelona: Editorial Ramon Sopena, S.A
Quizá de las más antiguas, al propio tiempo que más populares leyendas del Japón, sea la llamada Urasima, que un tan docto historiador como el inglés W.G. Astom cree que procede nada menos que del siglo VIII o antes de él. Dice así, puesta en prosa, pues está escrita en verso:
“Salió el pescador y estuvo remando siete días, mas allá siempre, hacia el lejano horizonte, hasta que quiso la suerte que se encontrara con una hija del dios del mar. Verse y enamorarse los dos fue cosa de un momento, así que muy pronto se fueron al país de los inmortales. Cogidos de la mano entraron en una soberbia mansión situado dentro del recinto ocupado por el Dios del Mar. Allí hubiera podido quedarse el pescador, disfrutando de completa felicidad, sin envejecer jamás, sin morir nunca; pero el insensato, hombre de este mundo al fin, dijole un día a su esposa: “Quisiera volver a mi casa por corto tiempo y hablar con mis padres: regresaré mañana.” Así le hablo, respondiéndole ella: “Si quieres volver al país inmortal y seguir viviendo conmigo como hasta ahora, toma esta cajita, llévala contigo con mucho cuidado y fíjate bien en que no has de abrirla. Sobre todo, no olvides lo que te digo.” Pero cuando el hombre se hubo marchado hacia su tierra, por más que, al llegar a ella, buscó su casa por todas partes, no acertó a hallarla, y no sólo su casa, sino ni el pueblo en que estaba situada. En extremo sorprendido y disgustado se le ocurrió pensar: “¿Cómo puede ser en el espacio de tres años que he estado ausente haya desaparecido mi casa sin que ni rastro quede de ella? Tal vez si abriera esta cajita mágica que llevo hallaría dentro algún sortilegio que me iluminara un poco y me orientara.” Tal como lo pensó lo hizo, más en cuanto levantó la tapa salió del fondo en seguida una nubecilla blanca que se elevó hacia la región inmortal. Corrió el infeliz intentando detenerla con sus gritos, pateó de furor, arrojóse al suelo revolcándose en él desesperado, y de repente notó que el corazón parecía fundírsele en el pecho; cubrióse de arrugas su rostro, antes de aspecto juvenil; su cabello, tan negro siempre, convirtiéndose en cano, y no tardo en ocurrirle lo irreparable: que dejara de respirar, quedándose sin vida, como un simple mortal más. Y he aquí que en aquel mismo sitio, precisamente, habíase alzado en otro tiempo la casa de aquel pobre hombre, llamado Urasima de Midzunoyé.”
A esta leyenda siguen otros breves versos de comentario o moraleja (una tanka, como se llama en la poética japonesa), que dicen: “En el país inmortal hubiera podido seguir viviendo siempre, feliz y sin envejecer; pero, ¡que estúpido fue el pobre diablo no quedándose en él, y destapando después la cajita que tanto le recomendó que no abriera la hija del dios del mar!”.
Bibliografía
Perés, Ramón. (1973). La Leyenda y el Cuento Populares. Barcelona: Editorial Ramon Sopena, S.A
Deseaba el emperador ing-Noang poseer la doncella de más perfecta belleza de todo su imperio; pero aunque hacía años que hiciera buscar, no le satisfacía ninguna de las que le recomendaban. Al fin alguien dio con una muchacha muy joven de maravillosa hermosura, que vivía muy retirada con su familia, y se la presento al emperador, quien tan prendado quedó de ella, que ya no quiso separarse más de su lado. Donde iba el emperador iba también su mujercita, y nada deseaba ésta que no lo obtuviera inmediatamente. Su familia fue distinguida con títulos de nobleza, y construyó una casa de oro con ricos miradores de jade para recreo de la afortunada favorita, cuya fama se esparció por todos los países vecinos. Tanto, que movió la envidia de uno de sus reyes, sumamente poderosos, el cual se propuso arrebatarle a la joven Ming-Noang, atacándole para ello con todo su ejército. Acabaronse los placeres de la paz: suenan los tambores; álzase el pueblo en armas; ruedan los carros de combate arrastrados por los caballos; una nuevo de polvo oscurece el horizonte, más allá de las ciudades…
El equipo imperial lleva ya recorridas más de cien leguas…de pronto se para…es que todos los que conducen se niegan a dar un paso más…es que, para ellos, entre la guerra con el extranjero por culpa de la codicia posesión de una favorita, y la muerte de ésta, no cabe duda: lo segundo se impone, en vez de sacrificar al pueblo por ella…y el emperador, acobardado, cede…sobre la tierra están ya esparcidas todas las joyas de la joven que va a morir, mientras aquel se cubro la cara con las manos, avergonzado, y llora desconsoladamente como una mujer, por no haber podido salvar como hombre a la que ama…
Al pie de una montaña, rincón por donde es raro que alguien pase, quedaran los restos mortales de la desdichada víctima, merecedora de mejor suerte y más valeroso enamorado, quien debió morir con ella. Cuando éste regresa a palacio, todo cuanto le rodea parece recriminarle y llorar la muerte de la infeliz joven, desde los tristes servidores hasta la naturaleza misma, que tan sonriente lo vio antes. ¡qué fría soledad reinaba ahora!
Pasan años y aunque el emperador no haya olvidado a la muerta, nunca en sueños ha podido ver su espíritu, según desearía; pero como él cree que los espíritus pueden evocarse, acoge con el mayor gusto el ofrecimiento que para su caso le hace un sacerdote de su religión. Dicele éste que, tras difíciles viajes de indignación, ha descubierto una montaña junto al mar en la que solo habitan inmortales mujeres, en transparentes pabellones que se elevan entre las nubes. Gozan del privilegio de inmortal belleza que aún conservan en su forma corpórea, llevando el mismo nombre que tuvieron en el mundo. Precisamente entre ellas ha hallado a la favorita, que no estaba más que dormida en magnífico lecho con cortinajes de hilos de perlas. Cuando es despertada en su sueño por el que le habla en nombre del emperador, ríe y llora a un tiempo, se interesa vivamente por todo lo concerniente a él, y muéstrase muy agradecida de que aún se acuerde de ella. Desde la separación de ambos, dice, ya no vivía más que en la eternidad. Pero ahora, da al inesperado mensajero, para que se los entregue al emperador, un alfiler y un brazalete de oro diciéndole: – “Si hay tanta pureza en el amor que por mi siente aún el emperador como lo hay en este oro, todavía podremos reunirnos sin que existan para nosotros fronteras entre el cielo y la tierra. Y, como ultimo encargo, decidle que se acuerde de que el séptimo día de la séptima luna, a medianoche, elevamos al cielo nuestro deseo de que nos transformara en él en dos pájaros que volaran siempre juntos, o, en la tierra, en dos entrelazadas ramas de un mismo árbol.”
He aquí lo que el supuesto evocador de espíritus le dice al fantástico emperador de la leyenda…y he aquí también como con ello nos da un símbolo de cuán superior al egoísta amor del hombre es el de una sencilla mujer, que, aún después de muerta, perdona y sigue amando al que permitió le quitaran la vida.
Bibliografía
Perés, Ramón. (1973). La Leyenda y el Cuento Populares. Barcelona: Editorial Ramon Sopena, S.A.
He aquí la historia que me contó Chen Lin-cheng; Un viejo amigo suyo estaba echado a la hora de la siesta, un día de verano, cuando vio, medio dormido, la vaga figura de una mujer que, eludiendo la portera, se introducía en la casa, vestida de luto; cofia blanca, túnica y falda de cáñamo. Se dirigió a las habitaciones interiores y el viejo, al principio, creyó que era una vecina que iba a hacerles una visita; después reflexiono: ¿Cómo se atrevería a entrar en casa del prójimo con semejante indumentaria?
Mientras permanecía sumergido en la perplejidad, la mujer volvió sobre sus pasos y penetró en la habitación. El viejo la examinó atentamente: la mujer tendría unos treinta años; el matiz amarillento de su piel, su rostro hinchado y su mirada sombría le daban un aspecto terrible. Iba y venía por la habitación, sin intención ninguna, al parecer, de abandonarla; incluso se acercaba a la cama. El fingía dormir para mejor observar cuanto hacía. De pronto, ella se levantó un poco la falda y saltó a la cama, sentándose en el vientre del viejo; parecía pesar tres mil libras. El viejo conservaba por completo la lucidez, pero cuando quiso levantar la mano se encontró con que la tenía como encadenada; cuando quiso mover un pie, lo tenía paralizado. Sobrecogido de terror, trató de gritar, pero, desgraciadamente, no era dueño de su voz. La mujer, mientras tanto, le olfateaba la cara, las mejillas, la nariz, las cejas, la frente. En toda la cara sintió su aliento, cuyo soplo helado le penetraba hasta los huesos. Imaginó una estratagema para librarse de aquella angustia: cuando ella llegara al mentón, él trataría de morderla. Poco después ella, en efecto, se inclinó para olerle la barbilla y el viejo la mordió con todas sus fuerzas, tanto que los dientes penetraron en la carne.
Bajo la impresión del dolor la mujer se tiró al suelo, debatiéndose y lamentándose, mientras él apretaba las mandíbulas cada vez con más energía. La sangre resbalaba por su barbilla e inundaba la almohada. En medio de esta lucha encarnizada el viejo oyó, en el patio, la voz de su mujer.
Pero apenas abrió la boca, el monstruo desvaneció, como un suspiro.
La mujer acudió a la cabecera de su marido; no vio nada y se burlo de la ilusión, causada, pretendió ella, por una pesadilla. Pero el viejo insistió en su narración y, como prueba evidente, le enseño la mancha de sangre: parecía agua que hubiera penetrado por una fisura del techo y empapado la almohada y la estera. El viejo acerco la cara a la mancha y respiró una emanación pútrida; se sintió presa de un violento acceso de vómitos y, durante muchos días, tuvo la boca apestada, con un hálito nauseabundo.
Bibliografía
Narraciones Terroríficas, Antología de cuentos de misterio. Barcelona: Ediciones Acervo, 1968.
Autor: P´ou Song-Ling (1640-1715)
Hace muchos arios, vivía en Bagdad un viejo y rico mercader llamado Simbad el Marino. Muchos eran los que envidiaban sus riquezas. Y como en cierta ocasión oyera las críticas de que era objeto por parte de un pobre criado, le hizo entrar en el palacio y, tras darle de comer en abundancia, le dijo:
—Tú me envidias y críticas porque no sabes con cuanta penalidad y sufrimiento he amasado la fortuna de que disfruto ahora y que mi vida no se ha desenvuelto, según crees, entre placeres, sino que ha sido pródiga en duros trabajos.
Y a continuación le relató su azarosa vida con estas palabras:
“De joven gocé de una posición desahogada gracias a la herencia de mi padre. Pero al disiparla pronto en placeres propios de la edad, me vi obligado a prepararme de nuevo una posición sólida por mi propio esfuerzo.
“Embarqué en una nave que iba hacia Oriente y, después de varios días de navegación, desembarcamos en una pequeña isla. Pero al encender fuego para calentar unos alimentos, vimos horrorizados que lo que habíamos creído tierra firme era la espalda de una grandiosa ballena, la cual, cuando sintió sobre su piel la quemazón de la leña encendida, se sumergió rápidamente. Todos los que estaban allí perecieron, menos yo, que me salve de milagro.
“Nadando fui a parar en una tierra de gentes extrañas que me acogieron con cortesía. Allí estuve durante algún tiempo hasta que Hegel un buque procedente de mi país. Y con las mercancías que pude recoger hice un saneado negocio…
“Al poco tiempo hice un segundo viaje por mar. Y mientras estaba en una isla descansando a la sombra de un árbol, el barco en que hacía la travesía levó anclas y me dejó abandonado.
“Como la isla no ofrecía nada con que alimentarme y aterrorizado ante la idea de morir allí de hambre me dispuse a salir a nado aunque ello supusiera sin duda mi muerte. Entonces descubrí casualmente un enorme huevo blanco. Pero, cuando asombrado lo estaba contemplando, de pronto vi venir hacia mí un ave gigantesca. Voló planeando hacia el huevo que seguramente era de su cría, se aproximó a él, y, sin reparar en mí, lo cogió con sus enormes garras y remontó el vuelo.
“Instintiva y repentinamente yo me abrace al huevo, para que el ave me trasladara con él a algún lugar en el que me fuera posible entrar en contacto con los hombres. En efecto, el ave me llevó por los aires a una descomunal altura, pero con tan mal resultado que aquella tierra en que me dejó era aun más desolada que la anterior. Y para colmo, estaba llena de grandes serpientes. En cambio, brillaba toda ella de manera cegadora ya que la cubrían miles de diamantes.
“Solo de milagro y gracias al refugio de una cueva, pude escapar a la voracidad de las serpientes. Nunca hubiera podido salir de aquel lugar, cerrado por todos lados de altísimas montañas inescapables, a no ser por una extraña circunstancia: un día comenzaron a caer grandes pedazos de carne como venidos del cielo. Comprendí en seguida que alguien los tiraba desde las cimas de las montañas. Esto me hizo recordar que los buscadores de diamantes utilizaban este procedimiento para que las áiguilas vayan a buscar la carne, la dejen en sus nidos para alimento de sus crías y, con ella, los diamantes que se le adhieren.
Entonces se me ocurrió algo parecido a lo que había hecho con el huevo. Después de llenarme los bolsillos de diamantes, me agarré fuertemente a uno de los más grandes pedazos de carne y con él fui llevado hasta la cima de las montañas por un águila. Así pude entrar en contacto con los buscadores de diamantes, vender los que yo había llevado conmigo y regresar, más rico que nunca, a mi patria.
“Aunque hubiera podido quedarme en mi casa a disfrutar de mis bienes por toda la vida, me había acostumbrado tanto a los azares y aventuras, que un buen día partí de nuevo en busca de emociones.
“Me hice a la mar con un buque cargado de mercancías. Pocos días después, una fuerte tempestad llevó la nave hacia una costa desconocida. Nada más amainar el temporal, aparecieron miles de pequeñas embarcaciones llenas de hombres diminutos, que empezaron a trepar ágilmente por los costados de mi barco. Después de obligarnos a descender a tierra, nos condujeron a un palacio de enormes dimensiones, y nos encerraron en una habitación. Al cabo de varias horas apareció un gigante de horrible figura que tenía un solo ojo en mitad de la frente. Nos miró de manera alarmante, uno a uno, y, cogiendo al capitán por la cintura, se lo llevó a la boca y lo empezó a devorar ante nuestros ojos.
“En los días siguientes se fue comiendo a otros de los nuestros. Y ante el temor de no salir ninguno con vida, le preparamos al gigante unas hierbas somníferas y se las ofrecimos encomiándolas por sus virtudes digestivas. El monstruo las comió y quedó profundamente dormido. Inmediatamente cogimos una Barra de hierro puntiaguda y, poniéndola al rojo vivo en una hoguera que hicimos, la clavamos con fuerza en el único ojo del monstruo. Como al despertar ya no podía dar con nosotros, corrimos hacia la playa y, tras embarcarnos en unas lanchas que habíamos construido con maderas de los árboles, pudimos llegar sin novedad a alta mar.
“Poco después logramos arribar a una costa que creíamos era un buen refugio, pero pronto vimos que era casi tan peligrosa como la tierra de los enanos y del gigante. En efecto, había en ella una enorme serpiente que rápidamente engulló a uno de los nuestros. De noche nos dejaba tranquilos pero de día, implacablemente hacia desaparecer a alguno, como hiciera la primera vez.
“Al final no quede más que yo solo. Mi muerte era ya segura. Y ya estaba a punto de arrojarme al mar antes que ser devorado como mis compañeros, cuando casualmente apareció en lontananza una nave. Le hice señas con mi largo turbante y afortunadamente fui visto y auxiliado.
“Cuando subí al barco, quede sorprendido al ver que era precisamente el mismo en que había navegado durante el segundo viaje, aquel que por descuido me había dejado abandonado en la Isla del huevo del gigantesco pájaro roc. Como aún estaban allí mis mercancías pude realizar un buen negocio en los puertos que fuimos tocando en la travesía, y así pude regresar a casa con incontables riquezas…
“Lo natural era que después de la experiencia de los tres viajes anteriores hubiera sentado la cabeza, pero como la sangre me hervía continuamente en las venas, sentí de nuevo la tentación del lucro y la quemazón de la aventura. Así, pues, me embarque otra vez rumbo a tierras extrañas. También en esta ocasión una tempestad nos llevó forzosamente a una Isla desconocida, donde había unos salvajes muy corteses que nos invitaron a comer una hierba.
—Es muy buena y tiene excelentes virtudes —nos dijeron.
“Solo yo me abstuve de comer, llevado de un presentimiento que resultó cierto, ya que, a poco de haberla comido, todos mis compañeros se volvieron locos.
“A duras penas logre escapar de aquellos salvajes y fui a caer en una tierra poblada por hombres blancos que sentían la pasión de los caballos, pero que desconocían la montura y las riendas. Yo les enseñe a montar y les hice unas riendas, por lo que fui nombrado consejero del rey y todo el mundo me trataba con gran consideración.
“Para honrarme más, el monarca me dio por esposa a una de las más bellas, nobles y ricas mujeres de su corte. Viví feliz con ella durante algún tiempo. Pero un día supe que era costumbre en el país enterrar a la mujer junto al marido cuando moría este, y a la inversa, es decir, que el marido debía seguir también a la esposa en caso de muerte.
“Tentado estaba de abandonar aquel reino con mi mujer para irnos a vivir a otra parte donde no hubiera tal costumbre, cuando he aquí que murió mi esposa. Naturalmente, fui enterrado en una gruta junto a ella. Solo la fe en Alá me salvó del suicidio, pues era preferible morir antes que respirar el olor de los cadáveres en descomposición y ver cómo los gusanos iban consumiendo los cuerpos corruptos.
“Dispuesto a resistir al máximo viví primero de la comida que habían dejado, según la costumbre. Luego, cuando ya empezaba a pasar hambre, un día abrieron la tumba y vi que enterraban a alguien junto con su esposa. Al principio me alegre al pensar que iba a tener a alguien con quien compartir la desdicha, pero el hambre y un feroz instinto de conservación acallaron bien pronto estas primeras impresiones.
“No pensé mucho. Presa de un furor desconocido, como enajenado, cogí uno de los huesos más grandes que hallé a mano y, tras matar de unos golpes en la cabeza a la recién llegada, cogí los panes y la comida que había en su ataúd y sacie el hambre que me devoraba.
“Pasaron varios días más. Y ya volvía a padecer un hambre feroz, cuando vi junto a un cadáver un enorme cuervo que estaba hartándose de carroña. ¿Por donde había entrado aquel pájaro? Lleno de esperanza le asuste batiendo palmas, y así que el cuervo emprendió el vuelo por los recovecos de la gruta, le fui siguiendo hasta llegar a un hueco de la roca desde donde ya se veía luz. Aquella hendidura daba justamente a la orilla del mar.
“Golpeando con unas piedras logré, tras horas de trabajo, salir a la luz del día. Pero entonces tuve una idea. Y en lugar de echar a correr huyendo de aquella apestosa gruta, como hubieran hecho todos, regrese nuevamente a ella y despoje a todos los cadáveres de las riquezas con que habían sido enterrados.
“Hecho esto, permanecí vigilante en la costa hasta que una nave que pasaba a lo lejos me recogió al apercibirse de mis señales. Y después de haber vendido todo lo robado en la gruta a los comerciantes de los puertos donde fuimos tocando, pude regresar a casa con una considerable fortuna en monedas de oro y plata…
Como las veces anteriores, la afición a las aventuras y la ambición de hacer aún más dinero, me llevaron a emprender un nuevo viaje por mar.
“Todo iba perfectamente, cuando apareció en el horizonte un enorme roc y uno de los tripulantes tuvo la desdichada idea de dispararle y matarlo. En seguida aparecieron otros pájaros de su especie que venían a vengar a su compañero. Y lo consiguieron con tan mala fortuna para nosotros, que con una enorme roca tirada sobre nuestra nave desde lo alto, en vuelo, lograron hundirla.
“Alcancé la costa como pude. Y estaba descansando en la arena cuando apareció un anciano decrepito, el cual me pidió que le ayudara a trasponer un rio que había allí cerca. Accedí gustoso a su demanda, pero cuando lo hubimos cruzado, el viejo estrecho con fuerza sus piernas alrededor de mi cuello y me dijo:
—No pienso apearme, pues necesito tus piernas y no quiero prescindir de ellas.
“Por todos los medios intente deshacerme– de aquel viejo, pero todo fue inútil, pues me tenía cogido con una fuerza extraordinaria. Esta situación duró varios días y ni aun por las noches el repugnante anciano disminuía la fuerza con que me tenía aprisionado.
“Ya comenzaba a ser presa de la desesperación, cuando se me ocurrió la estratagema de recoger muchas uvas y después de chafarlas dejé que fermentaran en una gran calabaza. Pasados unos días bebí un poco de su contenido, mostrando gran placer al hacerlo. El viejo, tentado al verme beber con tanto deleite, empinó con tanta afición, que el mosto se le subió a la cabeza hasta quedar completamente embriagado. Solo entonces, al perder aquel hombre el dominio de sí mismo, pude escapar del odioso anciano.
“Rápidamente corrí a la playa, donde casualmente estaba a punto de zarpar un buque que había anclado para recoger agua potable. Me embarque en la nave, recogí luego muchos cocos en una isla, los cambie en otra por áloe, vendí éste en una ciudad y regrese a mi casa cargado de monedas de oro..
Tras una larga pausa, Simbad el Marino continúo diciendo a su interlocutor:
—No creas que con tan larga experiencia se terminó mi afán de aventuras. Todavía una sexta vez probé fortuna con éxito.
“Tambien en esta ocasión el buque en que iba embarcado chocó con un acantilado y, a nado, hubimos de ganar la costa de una tierra de la que nos dijeron que nunca podríamos salir, pues carecía de comunicación con toda otra. Después de muchas calamidades, fueron muriendo todos mis compañeros uno a uno hasta quedarme completamente solo. Y ya estaba a punto de morir yo también, cuando encontré una enorme gruta por cuyo interior corría un río caudaloso.
“Inmediatamente construí con unos troncos una lancha rudimentaria y me lance por la corriente subterráneas. Al cabo de varios días se me acabaron las provisiones y caí en un sopor invencible. Desperté en un país risueño, a plena luz. Varios negros que estaban aparejando unas barcas varadas en la orilla, me vieron y con gran cordialidad me auxiliaron. Me llevaron luego a su ciudad, Serendibe, y el rey me acogió con gran afecto, facilitándome después una nave y tripulantes para que regresara a mi patria.
“Y como además me obsequió con muchas joyas, ricas telas y metales preciosos, volví a mi hogar más rico que otras veces.
»Cuando ya rayaba en la vejez, hice un séptimo viaje; pero en esta ocasión no fue por mi propia voluntad, sino porque el Califa de Bagdad, sabedor de las maravillas del reino de Serendibe, me ordenó:
—Simbad, vuelve allí y procura entrar en relación con aquel monarca.
“Fui muy bien recibido en Serendibe y me honraron con varios festejos debidos quizá a la representación que me llevaban allí. Sin embargo, el viaje de regreso también estuvo marcado por la fatalidad. A poco de iniciado el retorno fuimos atacados por unos corsarios, que nos vendieron a todos en la primera isla que encontraron. Yo caí en manos de un opulento mercader, que me dedicó a matar elefantes para extraerles los colmillos.
“Coseche mucho marfil. Y me disponía a dar muerte a un nuevo animal, cuando de pronto vi aparecer muchos elefantes que venían hacia el árbol en que yo estaba encaramado. Creí llegada mi última hora, pero me equivoque. Con gran estupor por mi parte observe que uno de los animales, cogiéndome suavemente con su trompa, me montó sobre su lomo. Y así me llevó hasta una gran explanada, en la que había miles y miles de colmillos y huesos de elefante, tantos como pudiera desear el mercader más ambicioso.
“Comprendí en seguida que los animales me habían llevado al lugar donde todos iban a morir para que me hartase de colmillos, dejando de dar muerte a más elefantes.
“Tanto alegró al mercader mi descubrimiento que, en señal de gratitud, decidió darme la libertad. Y gracias a ello puedo ahora contarte todas estas cocas, para que te des cuenta de que los hombres que parecen más dichosos y ricos, a veces ocultan un pasado lleno de trabajos y penalidades.”
Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.
Al despertar de su sueño Gilgamesh, escuchó de labios de su bisabuelo Utnapishtim el relato del Diluvio Universal.
Sucedió que un día, viéndose los dioses incapaces de soportar a sus hijos, los hombres, decidieron que perecieran, inundando la Tierra. Pero la diosa Ea, mediante sus suspiros, hizo partícipe de sus generosos sentimientos a un seto de cañas. Y éste, a su vez, merced a sus movimientos al ser mecido por el viento, informó a Utnapishtim, hombre inteligentísimo que sabía descifrar los murmullos de las plantas.
Utnapishtim contó a Gilgamesh cómo vivía antes en Shuruppak, la antigua ciudad situada a orillas del Eufrates, y era tan fiel adorador de Ea, la diosa del Océano.
Cierto día, los dioses Bel Marduk, Anú y otros, decidieron destruir el mundo por medio de un diluvio, pero Ea previno a su adorador y le ordenó:
“Hombre de Shuruppak, hijo de Ubaratutu, / destruye tu casa / y construye un navío de ciento veinte codos de alto (unos ochenta y seis metros y medio). / Abandona las riquezas, / ¡busca la vida! / Desprecia los bienes, / ¡salva la vida! / Mete toda simiente de vida dentro del navío. / El navío que debes construir… / las medidas estén (bien) proporcionadas”
Utnapishtim, de acuerdo con las órdenes recibidas de Ea, construyó el navío, lo que explica de la siguiente forma:
“El quinto día tracé su estructura. / Su superficie era de doce iku (unos tres mil metros cuadrados). / Las paredes eran de diez gar de altura (sesenta metros, aproximadamente). / Los recubrí con seis pisos; repartí su anchura siete veces. / Su interior lo repartí nueve veces. Seis sar (medida desconocida) de brea eché en el horno”
Una vez que Utnapishtim hubo finalizado la construcción del navío celebro una gran fiesta. Sacrificó bueyes y ovejas para que comieran los que le ayudaron y les obsequió con “mosto, cerveza, aceite, vino y miel con la misma profusión que si se tratara de agua corriente”.
Luego prosiguió diciendo a Gilgamesh:
“Todo lo que tenía lo cargue con toda clase de simiente de vida. / Metí en el navío a toda mi familia y parentela. / Ganados del campo, animales del campo, artesanos… a todos los metí. / Entre en el navío y cerré mi puerta. / Cuando brilló la luz matutina, de los fundamentos del cielo se alzó una nube negra: Adad rugía allí dentro. / El furor de Adad llegaba hasta el cielo; y toda claridad se trastoco en tinieblas.”
Hasta los mismos dioses, horrorizados ante aquella terrible inundación, se refugiaron en los cielos superiores, en el cielo del dios Anú, y allí “se acurrucaron como perros” y, temblando de miedo por tan horrible catástrofe, protestaban cabizbajos y lloraban la destrucción de los hombres.
Entretanto, continuaba el Diluvio con vientos huracanados, truenos espantosos y temblores de tierra.
«Seis días y seis noches corre el viento, el Diluvio; la tempestad devasta la región. / Cuando llego el séptimo día, la tempestad, el Diluvio, fue vencido en la batalla que, como ejército, había librado. / Se amansó el mar, calló el huracán, cesó el Diluvio. / Y todo el género humano se había convertido en fango. / La campiña se había convertido en algo semejante a una techumbrea>
Gilgamesh escuchaba muy impresionado la descripción que Utnapishtim le había de lo que sucedió al cesar la tempestad:
«Abrí la ventana y la luz resbalo por mis mejillas. / La nave seguía la dirección de Nisir (país situado al NE de Babilonia que corresponde al moderno Kurdistán). / El navío se posó en el monte Nisir. / El monte Nisir retuvo el barco y no lo dejó bogar más. / Pasaron seis días. / El séptimo día solté una paloma: la paloma volvió. / Solté un cuervo: el cuervo no volvió. / Entonces salí de la nave y ofrecí un sacrificio en la cumbre de la montaña.”
Como se ve, son muy evidentes los puntos de contacto entre esta leyenda babilónica de Gilgamesh y la narración mosaica. Pero esta afinidad no resta nada de autenticidad histórica al texto bíblico.
Después de dar gracias al cielo por su salvación, Utnapishtim fue elevado por Bel Marduk a la categoría de dios inmortal en la tierra de los bienaventurados que él ocupaba.
Seguidamente, Utnapishtim hizo que su biznieto Gilgamesh recobrara la salud y el vigor acostumbrado, y a este no le quedó más remedio que conformarse con su condición de mortal.
Sin embargo, antes de emprender el viaje de retorno, Utnapishtim, a ruegos de su mujer, le reveló que en el fondo del océano había una planta espinosa que tenía la virtud de tornar joven al viejo.
—Cómela —le dijo— y, al menos, volverás a gozar de la juventud.
Dueño de este precioso secreto, Gilgamesh se embarcó de nuevo con Urubel. Y cuando estuvo en alta mar, ató a sus piernas piedras muy pesadas y se arrojó al agua, se hundió en ella, llegó a donde crecía la planta que buscaba, la cogió, pese a que le atravesaba la mano con sus espinas, se quitó las piedras y feliz volvió a la barca de Urubel.
Satisfecho con su tesoro, emprendió el regreso a Erech. Pero un día, cerca ya de la ciudad, mientras Gilgamesh se bañaba en una fuente, llego una serpiente atraída por el fragante olor de la maravillosa planta espinosa, ¡y se la robó!
Y así fue como, profundamente triste, el héroe regresó a su ciudad perseguido siempre por el temor a la muerte y apenado por la falta de un buen amigo.
Al entrar en el templo de Bel Marduk para dar gracias a los dioses por su viaje, preguntó a estos por su amigo Ea-bani. La diosa Ea le oyó y seguidamente envió a su hijo Mirridug, para sacar de la región de las sombras el espíritu de Ea-bani, el cual fue trasladado a la tierra del paraíso.
Y allí vivirá eternamente, reclinado en blando lecho y bebiendo agua de puros manantiales.
Aquí terminan las aventuras de Gilgamesh, la epopeya de Nemrod, el más grande y famoso de los héroes caldeo-asirios.
Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.
Cuéntase que Susanoo, el dios de las Tempestades y del Valor, expulsado del cielo por su agresividad y mal comportamiento, se quedó en la tierra en lugar de trasladarse al mar, lugar al que había sido destinado. Y para no aburrirse se puso a viajar de un sitio a otro, observando las cosas y estudiando a los hombres y a las mujeres.
Cierto día, hacia la puesta del sol, llegó junto al rio Ki, en cuya ribera vio una alquería que atrajo su atención, por lo que, decidido a pedir hospitalidad por aquella noche, se encaminó resueltamente hacia la entrada.
Pero cuando ya se hallaba a corta distancia de la misma, hirieron sus oídos unas voces lamentables, interrumpidas de vez en cuando por sollozos y suspiros.
Susanoo detúvose perplejo en el umbral y echo una rápida ojeada al interior de la casa. En el centro de una estancia desnuda y con el hogar sin fuego, se hallaban tres personas: un anciano, una anciana y una muchacha de rara belleza, de larga cabellera, negra como la noche, y hermosos ojos brillantes como estrellas. Los tres se lamentaban, llorando y golpeándose el pecho en señal de desesperación.
El anciano alzó el rostro lleno de arrugas y húmedo de lágrimas hacia aquel desconocido y respondió:
—Soy Asizanuci, esta es mi mujer Tenazuci y la muchacha que aquí veis llorando es mi hija Kunisada, a quien dentro de poco el dragón de las ocho cabezas vendrá a buscar para llevársela a su guarida y devorarla.
— ¡0h! Es un monstruo enorme, que con su mole ocupa ocho valles y ocho colinas; tiene ocho cabezas y ocho colas. Sus ojos son de fuego, su vientre lanza chispas y su cuerpo está cubierto de un espeso bosque de cedros gigantescos. Este monstruo se ha llevado todas mis riquezas; ha devorado uno tras otro todos los animales que había en mi establo y todos los siervos y criados que poblaban mi hacienda. Y ahora que me ha despojado de todo, viene a quitarme la única alegría de mi vida, esta hija adorada, en la que había puesto todas mis esperanzas.
Conmovido por aquel relato, dijo Susanoo:
—Si Kunisada quiere ser mi esposa, os prometo que la salvare del dragón.
Y para darse a conocer, abrió la capa de peregrine que lo cubría, y al instante apareció a los ojos de los presentes en toda su prestancia y majestad divinas. Los afligidos padres accedieron gustosos a la propuesta de Susanoo, y también la bella Kunisada se acercó al joven dios, confiada, ofreciéndole su blanca mano, que este apretó entre las suyas con ternura.
En aquel preciso momento, la tierra tembló terriblemente y un terrible aullido resonó en la noche. El dragón se acercaba a la alquería. Ya se divisaban las dieciséis llamas de sus encendidos ojos, que desgarraban las tinieblas con lívidos resplandores, en tanto que su cuerpo inmenso, semejante a una gran montaña, se iba aproximando, arrasándolo todo a su paso.
Susanne desenvainó decidido su refulgente espada, que le había regalado el dios de la Guerra, y ordenó a los dos ancianos y a la muchacha, qua rezaban temblorosos en un rincón de la estancia:
—Llenad en seguida ocho odres de aguardiente «sake» y ponedlos frente a la entrada de la alquería.
Mientras tanto, el fiero dragón avanzaba, veloz como el pensamiento, a pesar de su gigantesca mole. Pero al llegar cerca de la casa se detuvo: había sentido los efluvios del «saké», del que era muy aficionado. Luego, sin vacilar, metió las ocho cabezas en los ocho odres y se puso a beber con avidez.
El monstruo bebió y bebió hasta que, embriagándose por completo, se durmió profundamente lanzando tremendos y aterradores ronquidos.
Susanoo se acercó entonces al dormido dragón y resueltamente hundió infinitas veces la hoja de su espada en el cuerpo inmóvil. Poco después miles de chorros de sangre negruzca y pestilente manaban de las heridas come cascadas, formando a lo lejos un agitado río de sangrientas olas.
Aunque sin duda el dragón estaba ya muerto, para mayor seguridad, el valeroso Susanoo hundió una vez más su afilada arma junto al corazón del monstruo.
Entonces se escuchó un ruido metálico, y al instante la espada divina saltó hecha pedazos.
–¿Qué ha ocurrido? —pregunto extrañado Susanoo.
Y deseando averiguarlo, el dios descuartizó el cuerpo del dragón. Pero su asombro no tuvo límites al descubrir en sus entrañas un sable diamantino de rara belleza.
—Este hermoso sable —dijo Susanoo, mientras lo sacaba de su original vaina— lo regalare a mi hermana Amaterasu para obtener su perdón.
Instantes después, tomó de la mano a la bella Kunisada y la condujo a su maravilloso palacio, ceñido de nubes plateadas, donde vivió feliz con su esposa el resto de sus días.
Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.
En tiempos remotísimos el Señor del Cielo ofreció al Día el don maravilloso del sol.
—Te concédo la bendición —dijo— de la luz alegre. Así colmarás de esperanza el corazón de los hombres, presidirás sus trabajos y los harás leves con tu luz.
La Noche, en cambio, quedó humillada en su triste mundo de tinieblas, envidiando la luminosidad radiante del Día.
Y ocurrió que el gigante Ti-Nu quiso consolarla, compadecido de su tristeza. Entonces, con sus enormes manos, insensibles a la violencia destructora del fuego, ahondó en el cuerpo tórrido del sol y arrancó una parte del mismo. Después corrió con su carga hacia el oscuro reino de la Noche.
Pero el perrazo Pao se lanzó en su persecución. Ti-Nu corría velozmente. Sin darse cuenta había envuelto la porción de sol en un gran saco de nubes que tenía más agujeros y roturas que un viejo colador. Por esta razón la materia luminosa caía en los campos de la Noche, formando trizas de fuego, cual florecillas incandescentes.
Sin embargo, el gigante Ti-Nu, preocupado por su fuga, no se daba cuenta de nada. No vio siquiera el gran balde en el cual Pa-Me, la mujer de la inmensidad, había vertido la leche argentina de la cabra Siol, la protegida de los dioses.
Ti-Nu tropezó, pues en aquel balde y la última porción de sol cayó dentro de la leche, quedó desleída, perdió el intenso resplandor y se convirtió en una forma redonda de discreta luminosidad.
Entonces el gigante, decepcionado, la arrojó en el seno de la Noche y siguió corriendo perseguido por el perrazo.
Lo que Ti-Nu no supo era que había creado el firmamento, con las refulgentes estrellas y la pálida luna, protectora de los sueños y las ilusiones de los enamorados.
Poco después el padre de los dioses creó la tierra. Y en ella puso las plantas, los animales y el hombre. A este le dotó de todas las virtudes. Le dio la belleza, la inteligencia, la fuerza y la sensibilidad.
Pero en el momento en que el Señor del Cielo estaba otorgando tan esplendidos dones a su criatura, el espíritu de la sombra se presentó ante el para formularle una importantísima petición.
Por esta causa el padre de los dioses se olvidó de concederle al hombre el último don, el valor.
Y soplando sobre él le envió, tal como estaba, a la tierra.
El hombre era feliz entonces. Sonreía a las plantas, a las flores, a los pájaros, y se miraba complacido en el agua quieta y límpida de los lagos.
Pero cuando del espesor de un zarzal salió el cuerpo ondulante y viscoso de una enorme serpiente y los verdes ojos enigmáticos del reptil le miraron con fijeza, aquel hombre, que no tenía entre las cualidades divinas, la del valor, sintióse morir de miedo, sin que pudiera dar ni un paso, ni lanzar un grito en demanda de auxilio.
Entretanto miraba desesperado y hechizado la cabeza del reptil que se le acercaba implacablemente y en la que brillaban como dos esmeraldas sus fríos ojos verdes.
Kin, el espíritu del aire, corrió en su ayuda. Y logro salvarle. Pero ya la serpiente había soplado sobre el hombre su hálito emponzoñado y maligno.
Así fue como en el ánimo del hombre entraron entonces el egoísmo, la traición, la crueldad, la sospecha y la envidia. Y estos venenos trastornaron también su belleza. Por ello el hijo del sublime Señor de los Cielos es, desde tantos siglos, infeliz y desgraciado.
Y lo seguirá siendo mientras no logre liberarse del peso del mal que oprime su espíritu.
Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.
En la antigua India, and por los años de su Edad de Oro, había un extenso y hermoso país llamado Kosalas, que se extendía a lo largo de las orillas del Sarayu.
Allí se encontraba la noble ciudad de Ayodhya, sede real de Dazaratha, ilustre y afortunado rey, amado por las gentes y rodeado de ministros prudentes y sabios.
Viejo ya Dazaratha y sin hijos que perpetuaran su ínclita estirpe y los fúnebres ritos, mandó que se celebrara un solemne Asvamedha o sacrificio del caballo. Al terminar el sacrificio sintiéronse encintas tres de las cuatro esposas de Dazaratha, y llegado el momento, del parto nacieron cuatro hijos, partes de las sustancias de Vishnú.
Kausalia, poseedora de todas las gracias, fue madre de Rama, el primogénito, leal y virtuoso; Kailey, joven y ambiciosa, tuvo a Bharata, el juicioso, y Sumitra fue madre de dos mellizos, Laksmana y Satrugna, impetuosos y valientes. La cuarta reina no tuvo hijos.
Entre todos ellos sobresalía y resplandecía el valeroso Rama, gozo y orgullo de su padre, delicia de las gentes, destinado por Brahma y los iracundos Devas a destruir al feroz y prepotente Ravana, dominador de Lanka (Ceilán) y la infame simiente de los Raksasas.
Y para que, cuando llegara la época de la gran lucha, Rama tuviese poderes auxiliares en su empresa, los Devas crearon una generación de seres sobrenaturales, tremendos, capaces de sacudir los cimientos de las montañas, de desgarrar la tierra y de alterar los océanos. Unos seres que, en vez de lanzas, usaban desmedidos troncos de árboles descuajados y, en vez de proyectiles, enormes trozos de rota.
Mientras tanto, en la ciudad de Mitila, capital del reino de Videha, el rey Janaka creyó llegada la hora de casar a su hija, la incomparable Sita, la de los ojos como la flor del loto. E hizo comunicar a todos los que eran de real estirpe que aquel que pudiera doblar el arco sagrado y disparar con él podría casarse con su hija.
Ninguno de los príncipes que acudió logró, a pesar de sus esfuerzos, doblar el famoso arco de Rudra. También llegaron con la misma pretensión desde Ayodhya el príncipe Rama y su hermano Laksmana, acompañados del sabio Viswamitra, quien, con gran dignidad, solicitó al rey Janaka que permitiera a Rama probar su fuerza con el arco maravilloso.
Concedido el permiso, le fue presentado a Rama el arco de Rudra en su descomunal estuche. Y ante el asombro y la estupefacción de los presentes, el príncipe alzó el arco en el aire, lo encorvó y tanta era su fuerza que lo partió al tensarlo.
Se produjo entonces un formidable estrépito, semejante a un enorme trueno, tembló la tierra y los cortesanos y cuantos allí estaban se desvanecieron. Finalmente, tras los primeros instantes de terror el rey Janaka concedió a Rama por esposa a su bella hija Sita.
Poco después de celebrada la boda, sintiendo el rey Dazaratha acercarse el fin de sus días, determinó hacer consagrar a su hijo Rama consorte del reino. Este era su supremo deseo, ya que Rama, además de ser el primogénito, era el más apropiado para gobernar en su día los Estados, pues su carácter ascético, su destreza en la guerra, el amor a su padre, a su esposa y a sus compatriotas, y su ciencia en la religión de los antiguos Vedas le convertían en el adecuado gobernante.
Cuando el rey sometió a consejo aquel proyecto, todos unánimemente pronunciaron su asentimiento, su adhesión y su regocijo. Únicamente la reina Kailey, aconsejada por la intrigante Mantara, aya y criada de la soberana, decidió impedir la coronación de Rama y que la corona fuese de su hijo Bharata.
Sería largo explicar con qué maléficas artes ofuscó Mantara la mente de la reina Kailey, para inducirla a quebrantar el proyecto de su esposo Dazaratha. Sin duda es uno de los trozos más hermosos del Ramayana, siendo éste el más bello no tan solo de los antiguos poemas de la India sino de todos los poemas épicos del mundo.
La malvada Mantara ideó el medio de impedir la consagración de Rama. En la antigua guerra de los Devas y los Asuras, Dazaratha, que combatía en favor de los Devas, quedó gravemente herido. La hermosa Kailey, que lo había seguido, le salvó en aquel funesto trance. Al volver en sí Dazaratha se encontró entre los brazos de Kailey, y le juró solemnemente que le concedería dos favores de la naturaleza que fuesen.
Por eso ahora, cuando el rey Dazaratha fue en busca de la joven reina Kailey, la más bella de sus esposas y la más cara a su corazón, para hacerle saber la nueva de la coronación de Rama, se sorprendió profundamente al oír la extraña petición de su esposa.
–Quiero —le dijo Kailey— que los preparativos hechos para la coronación de Rama sirvan para mi hijo Bharata, el que será ungido en lugar de aquél. Y quiero que tu primogénito, vestido de pieles, pase siete años y siete más en las selvas de Dandaka. Ahora deseo que cumpláis los dos favores que me prometisteis, a saber: ¡Qué mi hijo Bharata sea ungido rey y que Rama sea desterrado!
Al escuchar semejantes palabras el viejo rey Dazaratha se arrepintió profundamente de lo que prometiera con tanta ligereza; pero ni sus ruegos ni su enojo pudieron hacer desistir a la reina Kailey de su ambicioso propósito. Antes al contrario, amenazó al monarca de considerarle mentiroso y perjuro a su palabra.
El príncipe Rama, con heroica tranquilidad, escuchó la terrible orden de destierro. Y firme en su propósito de no convertir en perjuro a su padre, abandonando la corte, se fue, con su fiel esposa y su hermano Laksmana, a la selva. Allí, los dos esposos y su acompañante organizaron una vida casi eremítica en la que el amor suplía con creces la ausencia de las comodidades y halagos de la corte de Ayodhya.
Rama, con su esposa y su hermano, vivían al pie del monte Tsitrakuta, desde donde se divisaba un maravilloso paisaje. La montaña estaba cubierta de un bosque de árboles floridos; a lo largo de sus laderas corrían cantando pequeños arroyos de plata; soplaba un aire suave y perfumado y los pájaros gorjeaban como dando la bienvenida a los forasteros.
A los pocos días, Rama, Sita y Laksmana habían olvidado la amargura del trono perdido, la añoranza de la patria lejana y el odio contra la malvada reina Kailey. Lo olvidaron todo; diríase que la visión de aquel delicioso paisaje había purificado sus almas, y sus corazones palpitaban de alegría.
Un día murió Dazaratha y los cortesanos y ministros, sin hacer caso del desterrado e intachable Rama, se apresuraron a ofrecer el trono al digno príncipe Bharata, el hijo de Kailey, pero este rehusó. Y no solamente hizo esto, sino que al frente de un poderoso ejército ernprendió el camino de la selva, se dirigió a Tsitrakuta y suplicó a su hermano que aceptase el trono que le correspondía legítimamente. Rama no lo aceptó, por obediencia a lo dispuesto por su padre, por lo que Bharata regresó a la corte, aunque se negó en lo sucesivo a ocupar el trono, colocando en el las zapatillas de su hermano mayor, Rama, en serial de que le consideraba como su rey.
Mientras tanto, Rama abandonó Tsitrakuta junto con Sita y Laksmana y se internaron en lo más profundo de las selvas de Dandaka, para evitar que sus amigos o sus parientes pudieran volver a encontrarles de nuevo. A la vez Rama quería visitar en larga peregrinación, a través de los montes meridionales de la India, los más celebres santuarios y a los sabios más venerados por su edad, santidad y sabiduría.
Pero ocurrió cierto día que una hermana de Ravana, el cruel demonio de las diez cabezas y rey de Ceilán, se enamoró locamente de Rama y como este no le correspondiera, incitó a su diabólico hermano para que vengase la ofrenta.
Ravana envió dos ejércitos contra Rama, pero nada pudieron frente a la destreza y la fuerza extraordinaria del héroe. Al ver a sus raksasas derrotados, Ravana envió al astuto Maritsa, para que, valiéndose de una argucia, raptara a la hermosa Sita.
Cuando Rama y Laksmana regresaron al lugar donde habían dejado a Sita, al no encontrarla, prorrumpieron en lamentaciones y empezaron a buscarla desolados por la selva. De repente, un rumor de pasos atrajo su atención y vieron cómo iba a su encuentro un mono grande y alto como un hombre. Era Sugriva, el rey de los monos, que después de darse a conocer y explicar a Rama que había visto cruzar el aire al raptor de Sita, le invitó a conocer su reino.
Siguiendo a Sugriva y a su ayudante Hanumat, los dos jóvenes penetraron en la selva, que parecía adornada como para una fiesta: guirnaldas de flores colgaban de las ramas, abigarrados papagayos y pájaros raros revoloteaban en el aire, formando sobre las cabezas de los forasteros una especie de palio multicolor; esbeltas gacelas, arrogantes ciervos, tigres, leones, elefantes, todos los animales de la selva fueron a rendir homenaje al príncipe Rama y a su valeroso hermano Laksmana.
Sugriva obtuvo la ayuda de Rama para librarse de Bali, su hermano primogénito y a la vez su más peligroso enemigo. Al morir Bali, herido por las flechas de Rama, Sugriva fue proclamado y consagrado rey y señor supremo de los monos. Pasada la estación de las lluvias, Rama y Laksmana lograron que Sugriva, cumpliendo su promesa de ayudarles, enviara un poderoso ejército de monos al mando de Hanumat, en busca de la hermosa Sita.
Después de largas peripecias, Hanumat pudo llegar a Lanka, la ciudad en que Sita estaba prisionera. Lanka era una población maravillosa, llena de hermosísimas mujeres, adornadas con lindas flores en la cabeza, de demonios de admirable belleza los unos, los otros de gran fealdad. Las hiedras trepadoras de los embriagadores jardines se enroscaban en los árboles; las flores del loto reflejadas en las lagunas embalsamaban el aire, mientras pájaros de mil formas y colores animaban el paisaje y las flores parecían confundirse con silos.
En medio de tanta hermosura Hanumat descubrió al fin a la princesa Sita. La reconoció en el acto por su belleza y por la gracia mayestática de su porte. Estaba entre un grupo de raksasas de pies de elefante, cuello de cocodrilo, cabeza de jabalí, hocico de tigre, grandes bocas y desorbitados ojos.
No tardó en aparecer el cruel Ravana cubierto de púrpura. Y entonces Hanumat vio cómo acercándose a la cautiva y, loco de lujuria, la increpaba con mezcla de palabras soeces y apelativos cariñosos. Mendigaba su amor, ora con amenazas ora con halagos, pero Sita permanecía inalterable.
Al marcharse Ravana, las mujeres y los demonios raksasas que custodiaban a la princesa la acosaron con amenazas y ultrajes. Pero una de aquellas mujeres, llamada Tridjata, la protegió, y le explicó un sueño que acababa de tener, según el cual se anunciaba la próxima ruina de Ravana y de todos los raksasas. Al propio tiempo se manifestaban a Sita presagios, indicios y pronósticos, confirmando el sueño de Tridjata.
Hanumat, que se había ido acercando poco a poco hacia donde se encontraba la princesa, pensaba tan solo en el modo de manifestarse a ella sin asustarla. Para ello creyó que el mejor medio era hacer resonar en los oídos de Sita el nombre de Rama y sus alabanzas. Y entonando una Linda canción así lo hizo, oculto entre las camas de un árbol.
Al oír aquella voz, Sita creyó de momento que era una ilusión, un sueño. Luego, más tranquila alzó la cabeza y descubrió en el árbol al audaz Hanumat. Este entonces, con ademán reverente, le dio noticias de Rama y de su hermano. Y para alejar toda sospecha de Sita, le entregó una sortija que Rama le había dado al partir. A cambio Sita entregó entonces a Hanumat una joya nupcial, la única que había quedado en su poder.
Llegado el momento de partir, Hanumat no quiso marcharse de Lanka sin hacer alguna afrenta al soberbio señor de los raksasas. Sabiendo que un bosquecillo de adelfas era sumamente grato a Ravana, se propuso destruirlo. Y en efecto, rompe, troncha, derriba árboles, y estropea cuanto está a su alcance.
Avisado Ravana envía a varios de sus guerreros contra Hanumat pero este da buena cuenta de ellos, hasta que finalmente el valeroso mono es rodeado y hecho prisionero. Conducido a presencia del rey de los raksasas y cuando éste averiguó quien era y a que había venido aquel osado forastero, fue condenado a muerte.
Sin embargo, uno de los hermanos de Ravana, llamado Vibisana, se opuso a esta sentencia, alegando ciertas razones, principalmente su carácter de mensajero. Ravana accedió a la petición de su hermano y cambió de idea.
—Esta. Bien —dijo—, no será condenado a muerte, pero sufrirá otro castigo cruel. Lo que más estiman los monos es el rabo; quémese, pues, el rabo de Hanumat.
La sentencia se ejecutó inmediatamente, y Hanumat fue paseado por las calles de Lanka con el rabo ardiendo. Pero sabedora Sita de lo ocurrido, rogó al Fuego que no ofendiera a Hanumat. Y, en efecto, el fuego ardía, pero no quemaba el rabo del mono.
Finalmente, Hanumat, reconcentrado todas sus fuerzas, rompió todas sus ataduras, se libró al instante de sus guardianes, y con el rabo encendido prendió fuego a la ciudad. Incendiada Lanka, Hanumat fue a despedirse de Sita. Luego, cumplido totalmente su objeto, se lanzó otra vez por el aire, como hizo a su llegada, y emprendió el camino de regreso al monte Mahendra, de donde había partido y en donde todos le recibieron jubilosos aunque impacientes.
Rama, Laksmana y Hanumat prepararon a continuación la invasión de Lanka. Lo difícil era llegar hasta esta isla. Entonces el Océano aconsejo a Rama que hiciera construir en el mar un camino sólido, por el que pudiera pasar todo el ejército, y le prometió sostener su peso y no derribarlo con sus olas. El mono Nala, hijo del arquitecto divino, fue el encargado de construir el gran puente en aquel brazo de mar que separa la isla de Lanka (Callan) de la tierra firme.
Durante un mes estuvo pasando por aquella calzada gigantesca el enorme ejército de monos, que capitaneaba el intrépido Rama. Hubo terribles combates en los que los monos, armados de gruesos troncos de árboles, de peñascos, de pedazos de montañas, se arrojaban al asalto de Lanka, amenazando simultáneamente todas las puertas de la ciudad. Al propio tiempo las huestes de raksasas, armadas de flechas, mazas y lanzas, resistían heroicamente la acometida de los monos, continuando la pelea a pesar de la llegada de la noche.
Por último se entablo un formidable duelo directo entre Rama y Ravana que duró tres meses, y al que asistieron maravillados los dioses y los demonios. Durante este singular combate perdieron la vida el hijo de Ravana, Indragit, a manos de Laksmana, y este fue herido en el corazón por el fiero Ravana. Pero Sugriva hizo venir a Susena, conocedor de la virtud oculta de las hierbas, quien logró que el valeroso Laksmana curara y recobrase las fuerzas.
Al reanudar la batalla, Ravana se adelantó montado en un espléndido carro; pero como Rama iba a pie y el combate era desigual, el dios Indra envió al príncipe su carro divino con su auriga Matali. Rama subió a él y peleó con Ravana.
Entonces tuvo lugar un combate maravilloso, inaudito, más allá de toda proporción humana: ambos contendientes peleaban con armas divinas, con flechas misteriosas; temblaba la tierra, se agitaba el mar, se conturbaba el cielo. Tanto los Devas como los Asuras eran espectadores de aquel combate titánico, y animaban los unos a Rama y los otros a Ravana. Luego Devas y Asuras pelearon entre sí, puesto que eran enemigos eternos como el bien y el mal.
Por fin, Ravana cayó fulminado por un certero golpe de Rama, lo que otorgó al príncipe la victoria total.
Terminada así la gran guerra, los monos entraron victoriosos en Lanka, recorriendo asombrados sus calles y admirando la magnificencia de la noble ciudad.
Después de festejar la gran victoria, de celebrar con solemnes ritos los funerales de Ravana, el rey de los raksasas, y de consagrar como nuevo soberano del reino raksasa a Vibisana, Rama ordeno a Hanumat que anunciara a Sita el fin de su largo cautiverio. El corazón de la princesa se abrió a un gozo inefable; pero aquel gozo se convertiría muy pronto en una pena y un dolor inmensos.
En efecto, al llegar rebosando de amor a presencia de Rama, Sita fue acogida por su esposo con semblante severo y con el ceño fruncido. Acto seguido, ante el asombro de la infeliz mujer, le hizo saber que su larga permanencia en Lanka, en manos de su raptor, había manchado su nombre y hecho dudoso a los hombres su pudor.
—Así es que ahora —añadió— no puedo recibirte como esposa. Dispón, pues, de ti misma, y toma el partido que más te agrade.
Sita prorrumpió en llanto al escuchar aquellas duras palabras. Después, reanimándose, respondió a Rama con frases nobles y generosas, y mandó que se preparase una hoguera, último asilo de una mujer inocente, abandonada del ser amado. Una vez preparada la pira, Sita invocó como protector y testigo de su fidelidad al omnipotente dios del Fuego y se precipitó resueltamente entre las ardientes llamas.
En este preciso instante se hicieron visibles el dios Brahma, Indra, Yama y Varuna, y entre estos aparecía radiante de luz inmortal el difunto Dazaratha, padre de Rama.
Mientras Brahma pronunciaba un largo discurso, dedicado a recordar a Rama que era Vishnú, y a celebrarlo con los varios nombres de éste, Deva, el dios Fuego, apareciendo también de modo visible en medio de la hoguera y sacando a Sita de la misma, la proclamó inocente de toda culpa y la entregó a Rama.
Al ver el príncipe manifiesta ante la presencia de toda la inocencia de Sita, la acogió con regocijo y amor y diole el dulce nombre de esposa. Seguidamente Rama y Laksmana se acercaron a Dazaratha, que estaba sentado en un espléndido carro celeste, y tras abrazar con reverencia sus pies escucharon atentamente sus palabras.
—Volviéndote a ver, ¡oh, Rama! —Dijo Dazaratha—, se calma al fin mi antiguo dolor. Vuelve a Ayodhya, ¡oh, Rama!, devuelve la alegría a Kausalia, tu madre y reina. Ama a Sita, tu casta y fiel compañera; protege a las gentes y se feliz.
Una vez pronunciadas estas palabras, Dazaratha se dispuso a regresar al cielo; pero Rama, levantando las manos le dijo:
— ¡Oh padre!, he de pedirte una gracia suprema; ¡perdona a Kailey!
Momentos antes de separarse de Rama, Indra le preguntó si deseaba algún favor.
—Si —respondió Rama—. Os ruego que devolváis la vida a los guerreros muertos en esta guerra.
Y acogiendo la súplica, Indra esparció una profunda lluvia de ambrosia sobre el campo de batalla, y al contacto de aquella esencia resucitaron vivificados los guerreros muertos.
Rama se dispuso a regresar a Ayodhya. Para el gran viaje se dispuso el célebre carro Puspako. Rama subió a él junto con Sita y Laksmana, con Sugriva, Vibisana y otros caudillos, y se encaminó rápidamente a la ciudad sede de su imperio.
Mientras recorría victorioso y feliz aquel camino que había recorrido errante y desterrado algunos años antes, Rama iba indicando a Sita los lugares que le recordaban los hechos pasados. Al llegar al eremitorio de Bharadvadja, expidió Rama a Hanumat para que anunciara a su hermano Bharata su próximo regreso.
Al conocer tan grata noticia, Bharata ordenó que se prepararan solemnes y aparatosos festejos. El bando que publicó decía: “Cúbranse de flores las calles, adórnanse las casas, enarbólense al aire estandartes y banderas, resplandezca por todas partes la alegría y el regocijo, porque Rama ha vuelto”.
Después, seguido de la reina Kausalia, de Sumitra, de gran número de ciudadanos y del ejército, Bharata se dirigió al encuentro de su querido hermano.
El largo luto de la casa de Dazaratha había terminado, y renacía el gozo en todos los corazones. Rama con todo el cortejo se dirigió primero a Nandigrama, donde le cortaron su cabellera de penitente.
Finalmente se encamino a Ayodhya, y allí fue consagrado solemnemente rey de la tierra de sus mayores.
De esta forma recuperó la felicidad y el trono. Y a partir de entonces todo fue paz y alegría en el reino de Kosala.
Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.