Nada más poético que la figura de la hermosa y legendaria Semìramis, la reina de Asiria que reconstruyó Babilonia y ordenó construir sus célebres jardines colgantes.
Cuéntese que era hija de la diosa o sacerdotisa Derceto, la cual concibió una fuerte pasión amorosa por un joven sacerdote, y dio a luz una niña.
Avergonzada de su debilidad, dejo abandonada a la recién nacida en un lugar solitario, mató a su amante y se arrojó a un lago, donde se convirtió en pez.
Pero el destino velo por la hermosa niña, preservándola de que las fieras la devorasen y procurando que no muriera de hambre y de frio. De esto último se encargaron las palomas que vivían en los huecos de las rocas, que cada día se cuidaban de darle calor y alimentarla con la leche, pan y queso que le traían en sus picos de los vecinos apriscos.
Intrigados los pastores por los continuos robos de las palomas, investigaron su causa y no tardaron en encontrar a la niña, que recibió el nombre de Semìramis, que significaba paloma.
El pastor Simmas, encargado de la ganadería real, adoptó a la bella muchacha y la crio. Semìramis tenía algo de los inmortales. Y era tan hermosa que no se la podía mirar sin enamorarse de ella. Yendo un día de caza, el intendente real la descubrió casualmente y, admirado de su sorprendente belleza, la llevo a palacio. Poco después, Semìramis se casaba con Oanes, gobernadora de Babilonia.
Un día, el esposo de Semìramis fue a la guerra que el rey Nino o Minos, rey de Asiria, había declarado a un pueblo enemigo. Ella se empeño en seguirle, ansiosa por conocer la emoción del combate. Y una vez en el campo de batalla, vestida de guerrero y en un momento en que parecía que la resistencia enemiga no se podía vencer, se puso al frente de las tropas asirías y las enardeció de tal modo que obtuvieron una resonante victoria.
A raíz de este hecho, el rey Nino, fundador del Imperio asirio y de su capital Nìnive, se enamoro de Semìramis, y no pudiendo resistir su atracción y haciendo uso de la pregorrativa regia se la arrebató a Oanes, el cual se suicidó bajo el peso de la pena, o fue cegado y encarcelado por el soberano.
Semìramis brilló en Nìnive como reina, y pronto mandó degollar a su segundo esposo. Nino, según unos, aunque otros dicen que el rey huyó asustado a Creta, viendo las costumbres licenciosas de su libidinosa y hermosísima mujer.
Muerto Nino, fue elevada al trono, donde imperó poderosa, esclavizando a los hombres con su fascinante mirada y logrando con su energía, valor en la guerra y buenas dotes de gobernante fundar un vasto imperio.
Las victorias y conquistas de Semìramis le proporcionaron inmensas riquezas, que la bella reina empleó en construir ciudades, embellecer Babilonia y erigir los célebres jardines colgantes, monumento cuya magnificencia y belleza legó su nombre a la posteridad y que figuraba como una de las siete maravillas del mundo antiguo.
Pero debido a que Semìramis se entregó también a los más refinados placeres, fue reprendida por sus hijos, a los que persiguió, pereciendo todos menos Ninyas, que llevo a cabo una guerra en contra suya.
Dice una versión que Semìramis fue derrotada por su propio hijo, pereciendo con sus huestes. Según otra, después de reinar cuarenta y dos años, atormentada interiormente por sus remordimientos, que le hacían ver en todas partes la sombra de Nino, se transformó en paloma, encaminándose a una bandada de estas aves hacia el cielo de la leyenda…
Semiramìs dejo así el floreciente imperio asirio al joven y voluptuoso Ninyas, que carecía de las cualidades de príncipe guerrero que había tenido su padre.
Bibliografía
Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A
Hace miles de años reinaba en Persia un joven emperador, fuerte y valeroso, que se llamaba Tamuras.
Cierto día se presentó en el palacio real un anciano, un célebre mago llegado de lejanos países. En su rostro arrugado, sus ojos brillaban como carbones encendidos y tenía una larga barba blanca que le llegaba hasta las rodillas.
Cuando el mago estuvo en presencia del rey de reyes, que ese es el título del emperador de Persia, le dijo:
—Poderosísimo señor: a to perfección falta todavía una sola ciencia, la magia. Yo vengo de muy lejos y he andado noche y día para instruirte en esa misteriosa ciencia que muy pocos conocen. Si quieres saber por qué hago esto es debido a que he pensado que no es justo que un soberano tan sabio, valeroso y recto, ignore las ciencias ocultas en las que yo soy un maestro.
El emperador Tamuras agradeció al viejo mago sus palabras y luego se encerró con él en la habitación más solitaria de su palacio. Permanecieron allí siete días con sus siete noches, sin permitir que nadie cruzara el umbral de la estancia.
Jamás se supo lo que el mago dijo al joven monarca; para todos siguió siendo un misterio que palabras y que artes le enseño. Pero transcurridos los siete días, el viejo salió del palacio y de la ciudad, llevando al hombro un saco de piedras preciosas como recompensa del emperador Tamuras.
Y mientras el mago se alejaba, el monarca sentía una gran alegría en el corazón. Ahora ya sabía todo lo que era dado saber en in tierra a los hombres; sin duda era muy superior a todos los demás mortales y podría vencer a sus tradicionales enemigos, los terribles Divs, a los que sus antepasados no habían logrado aniquilar.
Se puso en acción inmediatamente. Tras ordenar a sus generales que prepararan un poderoso ejército, se encerró solo en una habitación y acto seguido pronunció unas palabras misteriosas. De repente se hizo invisible.
Entonces se trasladó en un segundo al interior del palacio de Ahrimán, el cruel rey de los Divs, entró en la sala del trono y, acercándose al monarca, pronunció otras palabras mágicas en su oído. En el acto también Ahriman se hizo invisible, desapareciendo a la vista de los presentes que, temerosos, no comprendían lo que ocurría.
Aunque los demás no lo veían, el joven rey Tamuras agarró al malvado Ahriman como si fuese un fardo y lo condujo a su reino, volando por los aires.
Una vez estuvo de nuevo en su palacio, se encerró con su prisionero en sus habitaciones, y sin pérdida de tiempo echó en un brasero encendido ramas de áloe y pétalos de rosa. En el acto se elevaron nubes de humo azulado, y el rey Tamuras volvió a pronunciar palabras extrañas.
Aún no había acabado de hablar cuando, de repente, Ahrimán se transformó en un hermoso caballo, negro como el azabache. Al ver el asombro de sus cortesanos, les dijo:
— ¿Os gusta este espléndido caballo? Me lo han regalado y quiero que se le cuide de manera especial en mis cuadras, porque desde ahora será mi caballo favorito.
Efectivamente, desde aquel día, se vio salir al rey Tamuras todas las mañanas de palacio, montado en el soberbio caballo negro, para cabalgar por la llanura a galope tendido.
Pasado el plazo dado a sus generales para preparar el ejército, el rey de reyes Tamuras tomó el mando de las tropas y las condujo al país de los Divs, donde en aquel momento reinaba la discordia y el desorden, debido a la ausencia de su jefe.
Los dos hijos de Ahrimán, demasiado jóvenes e inexpertos, intentaban en vano llamarles al orden. Por fin, desolados e impotentes, los dos príncipes pidieron consejo al jefe de los magos del reino. Y este, tras consultar sus libracos, y después de observar el firmamento y de haber quemado extrañas hierbas, les dijo:
—Queridos príncipes, no hay nada que hacer. Vuestro padre está en poder del rey Tamuras, que le tiene prisionero con sus artes mágicas. No se puede luchar contra el destino. El reino de los Divs debe terminar, al igual que todas las cosas de este mundo.
Sin embargo, los dos jóvenes príncipes no se resignaron con esta respuesta y se situaron al frente de su ejército para combatir al del soberano Tamuras. El enfrentamiento fue terrible, pero al final los dos príncipes fueron hechos prisioneros y sus tropas completamente deshechas.
Al verse ante su vencedor, reducidos a viles esclavos, se inclinaron llorando ante él y le rogaron que les concediera la libertad a ellos y a su padre.
— ¡Por favor, rey Tamuras! —le dijeron—. ¡Devuélvenos a nuestro padre! Es ya viejo, y nada tienes que temer de él. Deja que pase en libertad sus últimos días, con el cariño de sus hijos. A cambio de su libertad y de la nuestra te revelaremos un secreto que hará grande e ilustre a Persia a través de los siglos. Haz lo que te pedimos y no te pesará.
El rey Tamuras accedió a las súplicas de los príncipes. Hizo que trajeran el caballo negro, lo tocó con el cetro de oro y murmuró algunas palabras mágicas que nadie entendió. Ahrimán recobro entonces su forma humana. Y como a sus hijos ya les habían quitado sus cadenas, se abrazaron los tres, sin cesar de gemir y de llorar al ver su triste suerte.
Seguidamente, fieles a su promesa, los príncipes Divs revelaron al rey Tamuras el hasta entonces desconocido arte de la escritura. Y a partir de este momento, los persas llegaron a ser muy sabios y difundieron su ciencia por todo el mundo.
Ahrimán y los suyos, sin embargo, no se resignaron a la derrota sufrida. Y en silencio se preparaban para tomar cumplida venganza del noble Tamuras tan pronto como vieran la ocasión propicia.
—He de vengarme de quien tanto me ha humillado —decía el cruel Ahrimán.
Y con el corazón rebosando rencor y envidia, fue a vivir con sus hijos en una gruta de la montaña, lejos del mundo y de los hombres, para meditar mejor su terrible venganza.
Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.
El mundo, acabado de crear, apareció joven y esplendoroso. En lo más alto del cielo el sol iluminando brillantemente la tierra, mientras los campos se llenaban de verdor y las aguas se extendían, tranquilas y azules, formando los mares y océanos.
Se oyó un trueno inmenso, como si el cielo crujiera, y en aquel momento el héroe Kaiumur fue elevado al trono de Persia, para ser el primer emperador del mundo.
Kaiumur era hermoso y resplandeciente, y brillaba en su trono de oro y piedras preciosas como el sol brilla sobre las cumbres nevadas. Vivía en la montaña, en un castillo que se alzaba sobre los picos más altos, como queriendo tocar el cielo.
No solo los hombres, sino también las fieras y las aves del bosque, al verle, acudieron a él de todas partes y se inclinaron ante su trono para rendirle pleitesía.
El emperador Kaiumur tenía un hijo virtuoso y apuesto llamado Siamek, al que adoraba con toda su alma y por el que siempre estaba sufriendo ante el temor de perderlo.
Puede decirse que el reinado de Kaiumur era muy feliz para los pueblos a él sometidos. Sin embargo, el gran emperador tenía un temible enemigo, Ahriman, señor de los Divs, que conspiraba en la sombra para provocar su ruina porque envidiaba su poderío y su prestigio.
Ahriman tenía también un hijo, Div, que era la antítesis de Siamek, el hijo de Kaiumur, puesto que tenía la cara de lobo feroz, largos colmillos y garras rapaces. Div se presentó un día ante su padre y le dijo:
—Padre, no puedo vivir sabiendo que Siamek es más hermoso que yo y que a la muerte de su padre me superará en esplendor. Quiero que me facilites un ejército para hacerle la guerra y acabar con el reino de ese rival que me atormenta y al que envidio profundamente.
—Me alegra oírte hablar así, Div —respondió Ahriman.
E inmediatamente ordenó a sus generales que prepararan el ejército más poderoso que nunca se hubiera visto en el mundo.
Mientras tanto, Kaiumur, ignorante de cuanto se tramaba en su contra, vivía feliz con su amado hijo. Pero Dios no permitió que fuese sorprendido inerme por el malvado Div, y le envió un mensajero, el espíritu Seroshe.
Cierto día, al ponerse el sol, cuando el emperador se preparaba para ir a descansar, se le apareció un fantasma hermoso y deslumbrante como un dios.
—Kaiumur —dijo el espíritu—, no to entregues al ocio y prepara tu defensa. Dispón tu ejército para el combate porque tus enemigos no tardaran en atacarte.
Cuando el fantasma desapareció, el rey corrió a dar la alarma a su hijo y a sus generales. Siamek se irritó profundamente al conocer la noticia. Pero sin perder un instante reunió un poderoso ejército, cubrió su cuerpo con una piel de tigre y tomando la lanza y el escudo corrió al encuentro del malvado Div, sediento de entablar combate.
Mas cuando los dos ejércitos se hallaron frente a frente, el generoso Siamek, conteniendo a duras penas el ímpetu de sus soldados, que querían lanzarse inmediatamente contra sus enemigos, envió un emisario a su rival Div.
—Mi señor, el príncipe Siamek —dijo el heraldo— me ordena deciros que considera que no es justo que los soldados se maten entre sí, cuando el verdadero odio solo existe entre él y vos. Que combatan, pues, Siamek y Div, y del resultado de su duelo dependerá el del combate.
El malvado Div aceptó con cruel alegría la noble propuesta, y se presentó en el terreno de la lucha solo y sin arma ninguna. Pero cuando Siamek se adelantó hacia el blandiendo la lanza, Div lanzó un feroz aullido, saltó sobre él, le lanzó por tierra y le desgarro las entrañas con sus agudos colmillos y sus poderosas garras.
Siamek murió, y su ejército, al quedar sin jefe, tuvo que retirarse derrotado sin combatir. El emperador Kaiumur tuvo conocimiento inmediatamente de la muerte de su idolatrado hijo. Y sumergido en su inmenso dolor, sin poder contener la pena y el llanto que le embargaban, creyó que el mundo entero se había vuelto negro y sombrío.
No sólo el abrumado ejército, sino todos los súbditos rodearon enlutados y llorosos el trono real. Y mientras todos proferían, con los ojos relampagueantes de cólera, gritos dolorosos, veían con asombro como incluso las fieras y los pájaros acudían de todas las partes del mundo al palacio real, aullando desolados. Mientras tanto una inmensa nube de polvo se levantó ante el palacio, llegando a oscurecer la luz del sol.
Un año entero estuvieron llorando y gimiendo de dolor, acompañando en su pena al viejo rey. Mas, al cumplirse el aniversario de la muerte del príncipe Siamek, una luz resplandeciente bajó del cielo, y en una nube luminosa apareció el espíritu Seroshe. Sonriente bendijo a todos y luego dijo al rey Kaiumur:
—El cielo quiere que no llores más. Y te ordena que prepares tu ejército y lo lleves al combate para aniquilar las huestes de Div. Así librarás a la tierra de este malvado y tu alma quedará satisfecha con esta venganza.
Al desaparecer el espíritu Seroske, el ilustre Kaiumur ordenó preparar un poderoso ejército. Y acto seguido llamó a su nieto Huscheng, hijo del glorioso Siamek, que vivía en el palacio, y le dijo:
—Huscheng, debes vengar a tu padre y hacerte un nombre lleno de gloria. Como yo soy muy viejo y pronto moriré, tú, dentro de poco, subirás al trono, si llevas a tu pueblo a la victoria.
—Venceré a nuestros enemigos —aseguró el joven.
Y deseoso de venganza y excitado por las palabras de su abuelo, Huscheng se dispuso al combate. A la cabeza de su ejército fue al encuentro de Div y los suyos. Iniciada la lucha, Huscheng se lanzó resueltamente contra Div, que huía acobardado, le cortó la cabeza de un tajo y despedazo su cuerpo para que fuera pasto de las fieras.
El enemigo quedo totalmente destruido, y Siamek fue vengado. El anciano Kaiumur pudo morir tranquilo y satisfecho. Poco después, la muerte envolvió al viejo emperador en su manto de sombras y se lo llevó al mundo luminoso de los cielos.
Al morir su abuelo, el justo y valeroso Huscheng subió al trono de Persia como emperador de todos los pueblos de la tierra. Todos sus súbditos lo alababan porque su corazón era recto, y su espíritu estaba lleno de sabiduría y prudencia.
Cierto día el soberano iba andando por las laderas de una escarpada montaña en compañía de un fiel criado. La noche no tardó en caer, y las tinieblas borraron el camino, velando los horribles precipicios.
Súbitamente, apareció ante ellos una espantosa serpiente, larga y negra como el infierno. Sus ojos, de un resplandor rojizo, semejante a dos fuentes de sangre, brillaban en su enorme cabeza, por cuya boca lanzaba entre repelentes babas un humo fosforescente que se elevaba en nubes espesas y amarillentas.
A la vista de aquel terrible monstruo, el criado empezó a temblar y a gritar, rogando a su señor que retrocediera para ponerse a salvo. Pero el rey Huscheng, impávido, siguió avanzando y diciendo:
— ¡No tengas miedo! ¡Ahora verás!
Y arrancando una gran piedra la lanzó contra la serpiente, en cuanto estuvo cerca, con toda la fuerza de su poderoso brazo. Presintiendo el peligro, el monstruo, con un rápido movimiento, se escondió detrás de una roca, al borde de un precipicio.
La piedra lanzada por el monarca fue a estrellarse contra la roca, y en el choque saltó una fuerte chispa que prendió fuego a unas matas cercanas. Este fue el origen del fuego.
Es cierto que la serpiente había escapado a la muerte, pero en cambio el fuego había bajado a la tierra como regalo divino para los hombres, brotando de la roca donde estaba oculto.
El emperador Huscheng, al ver aquel milagro, se postró en tierra, adorando a Dios y dándole gracias fervorosamente. Después encendió una gran hoguera en el monte, y ordenó que acudieran todos sus súbditos para admirarla y para honrar al cielo y a su soberano.
A partir de entonces, todos los años, ese mismo día, se celebró durante siglos, en Persia, una fiesta llamada “Sedek”, para conmemorar el nacimiento del fuego.
Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.
Ormuz, el principio del bien, y Ahriman, el principio del mal, son los personajes o divinidades más sobresalientes del zoroastrismo, la religión que también es conocida por los nombres del parsismo, mazdeísmo y magismo.
Según esta creencia, la creación del mundo persa debió empezar por medio de la emanación.
La primera emanación de lo Eterno fue la luz, de donde salió el Rey de la misma, Ormuz, ser sagrado y celestial, el conocimiento y la inteligencia personificados.
Ormuz creó el mundo, del cual es conservador y juez. Ormuz, el primogénito del tiempo sin límites, empezó creando a su imagen y semejanza seis genios o espíritus, que rodean su trono y son sus mensajeros para los espíritus inferiores y los hombres, siendo para los mismos los modelos y ejemplos de pureza y perfección.
La segunda serie de las creaciones de Ormuz fue la de los veintidós espíritus que veían la inocencia, la felicidad y conservación del mundo: son modelos de virtud y los intérpretes de las plegarias de los hombres.
La tercera hueste de espíritus puros es más numerosa y está formada por los “farohars”, los pensamientos de Ormuz, o las ideas concebidas por él antes de proceder con la creación de las cosas.
No solamente los “farohars” de los hombres santos y de los infantes inocentes están por encima de Ormuz, sino que éste tiene también su “farohar”, o sea la personificación de su sabiduría y de su idea bienhechora, su razón y su verbo.
La triple creación de los espíritus buenos fue la consecuencia necesaria del simultáneo desarrollo del principio del mal.
El hijo segundo del Eterno, Ahriman, emanó al igual que Ormuz a la luz primitiva y fue puro como él, pero su ambición y soberbia concibió la pasión de la envidia y, para castigarle, el Ser supremo le condeno a vivir durante doce mil años en la región de las tinieblas, el tiempo suficiente – dice el “Avesta”- para que se libre la batalla y se adjudique el triunfo entre el bien y el mal.
Pero Abrimán creó a su vez un sinnúmero de espíritus malos, los cuales llenan la tierra de miseria, malestar y pecado. Los malos espíritus son la impureza, la violencia, la codicia y la crueldad; los demonios del frio, del hambre, de la pobreza, de la esterilidad e ignorancia, y el más perezoso de todos, el demonio de la calumnia.
Ormuz, después de un reinado de tres mil años, creo el mundo material o físico en seis etapas o periodos de tiempo (en el mismo orden que en el Génesis), dando dando existencia primero a la luz terrena (que no debe confundirse con la celestial), al agua, la tierra, las plantas, los animales y el hombre.
Ahrimán asistió a la creación de la tierra y el agua, porque las tinieblas habían invadido estos elementos. Tomó también parte activa en la creación y subsiguiente corrupción y destrucción del hombre, al que Ormuz creo mediante un simple acto de su voluntad y por medio de su palabra.
Además de la semilla de este ser. Ormuz sacó también a la luz de la existencia la primera pareja humana, denominándose Meshia el varón y Meshiana la hembra.
Poco después Abrimán sedujo a la mujer y luego al varón, llevándolos al mal haciéndoles comer ciertos frutos. Con lo cual no sólo pervirtió la naturaleza del hombre, sino también la de los animales, tales como insectos, las serpientes, los lobos, etc. Los cuales de innocuos pasaron a ser nocivos propagando así la corrupción por toda la superficie de la tierra.
En castigo de su inquietud Abrimán y sus perversos espíritus fueron vencidos y arrojados en todas partes, quedando entablada la perpetua lucha entre el bien y el mal.
Dice Zoroastro que en este rudo combate los hombres juntos y prudentes no tienen nada que temer, porque el trabajo es el exterminador del mal, y el hombre bueno obedece siempre al justo juez, cultiva asiduamente la tierra, extrae de la misma buenas cosechas y planta árboles frutales en abundancia.
Transcurridos los doce mil años, cuando la tierra se vea libre de los malos espíritus, aparecen tres profetas que estarán al lado de los hombres ayudándoles con su poder y su ciencia, devolviendo a la tierra su primitiva belleza, juzgando el bien y el mal y dando a cada uno su merecido.
Y así, los espíritus buenos volarán a la región de los bienes eternos e inmutables, mientras que Ahrimán con todos sus demonios y los hombres que lo hayan seguido serán echados a un mar de metal fundido en estado de licuefacción.
Por último, le bien vencerá al mal, la luz a la tinieblas y con ello llegara el definitivo triunfo de Ormuz.
Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.