Nuestro blog

0

Allá en el principio de los tiempos, cuando la tierra todavía no existía y las aguas del océano ocupaban, como Dueñas absolutas, todo el globo, en la infinita bóveda azul del cielo habitaban los dioses inmortales.

Estos seres sobrenaturales eran, al parecer, semejantes en su aspecto a los hombres de hoy, pero más majestuosos, más fuertes, más hermosos y, sobre todo, más poderosos, pero mortales y reproductivos.

Y aunque un día pensaron en crear al mundo, para distraer su aburrimiento, la verdad es que el creador del Mundo no fue ningún dios. Los dioses vinieron luego, cuando la Naturaleza ya había evolucionado bastante.

La diferencia entre el Cielo y la Tierra se operó al desprenderse de aquella masa primitiva los elementos más puros y transparentes, que por su ligereza se elevaron formando los Cielos; las sustancias más pesadas constituyeron la Tierra.

Entre el Cielo y la Tierra se formó una especie de cereal que se metamorfoseo en un dios, emergiendo de este modo el primer espíritu celeste, llamado Kami. Por aquel entonces, en medio de las aguas terrestres apareció una isla nadando como un pez sobre la superficie liquida. Era Japón.

La bóveda celeste era en aquellos momentos una vasta región surcada por un ancho río (Vía Láctea), en cuyas riberas celebraban consejo con las deidades o Kami (seres simplemente, superiores a los mortales). La tierra se unía al Cielo mediante una escalera por la que bajaba con frecuencia los celestes moradores. Pero un buen día esa escalera se derrumbó en el mar, originándose un istmo.

El llamado “País de las Tinieblas” o Infierno era subterráneo. Y por una de sus entradas afluía el agua de los mares con la que los hombres se lavaban los pecados del día de la Gran Purificación.

Tanto el primer dios como sus seis deidades que le sucedieron fueron hermafroditas y se reproducían por sí mismos. El séptimo genio, llamado Izanagi, se desdobló en un ser macho y en un ser hembra al que se denominó Izanami, calificativos que significan, respectivamente, “el honorable que concede abundantemente” y “la honorable que excita en gran manera”.

Después de quedar constituida esta primera pareja creadora, los dioses se preguntaron: ¿Existen continentes e islas abajo, en las profundidades?

Y asomándose al caos barrizoso armados con una lanza roja de piedra preciosa, llamada Nukobo, la pareja removió el fondo, y la gota de agua turbia que se deslizo al retirar la lanza formo la isla Onogoro.

Allí fue donde Izanagi e Izanami establecieron su residencia y en ella se instituyó posteriormente el Imperio nipón.

Al llegar a la isla Onogoro, el dios macho descendió por el lado izquierdo y la hembra por el derecho. Al encontrarse sobre la “columna del imperio”, el genio femenino, habiéndole reconocido dijo: – Estoy extasiada de encontrar a un joven tan bello. Entonces Izanagi, en tono brusco e irritado, respondió: – Yo soy hombre y, por lo tanto, es justo que hable primero. ¿Cómo te has atrevido a empezar siendo tu mujer?

Luego se separaron y prosiguieron su camino. Pero volvieron a encontrarse de nuevo en el lugar de donde partieron. Esta vez el genio masculino dijo: – Soy feliz de haber encontrado una joven tan hermosa: tu hermosura me fascina; no puedo resistir tus encantos, y todo mi ser arde por ti. ¿Tienes algo a propósito para la procreación? – Tengo en mi cuerpo un órgano femenino – respondió ella.

A lo que el genio masculino agregó: – Y mi cuerpo posee asimismo un órgano de origen masculino y deseo juntar con el de tu cuerpo.

Pero este matrimonio de dioses no conocía el amor. Y fueron dos pájaros los que se lo enseñaron.

Asi dieron vida a su hijo, el dios Hirugo, que nació imbécil y cretino, y tan desmedrado que sus padres lo abandonaron en medio de las aguas de los océanos, dejando que las olas se lo llevaran sobre una lanchita de caña.

Después engendraron una isla que resulto ser de espuma. Y como tampoco les satisfizo preguntaron a los demás dioses la razón de estos dos desafortunados nacimientos. – Ello se debe – les contestaron – a que se ofreció primeramente la esposa.

Del nuevo enlace que efectuaron los dioses nacieron las ocho islas principales del Japón, engendrando acto seguido ella a los dioses que dirigen los vientos, la Tierra, los montes, los árboles, las montañas y, finalmente, al dios del Fuego.

Izanami murió a consecuencia del ígneo parto del dios de Fuego, y su cadáver fue enterrado en la cúspide del monte Hiba. Su esposo Izanagi se enfureció enormemente y no cejó hasta decapitar al recién nacido dios del Fuego. Pero de cada gota de sangre del decapitado, surgió un nuevo dios.

Sin pérdida de tiempo Izanagi se fue en busca de su mujer a los Infiernos, al reino de los muertos – como Orfeo fue en busca de su difunta Eurídice -, pero ésta no pudo regresar al mundo de los vivos ya que había probado manjares del mundo subterráneo.

A pesar de ello, Izanami solicitó de los dioses tenebrosos el favor de poder retornar a la Tierra, exigiendo antes de su esposo la solemne promesa de que la esperaría sin intentar verla.

A pesar de la promesa, el marido se cansó de esperar y penetró resueltamente en los infiernos. Llegado por fin junto a ella, la abrazó con tanto ardor y fuerza que rompió una de las púas de su peineta. Inmediatamente, la diosa se convirtió en un montón de carnes en estado de putrefacción, y a Izanagi le fue imposible reconstruirla y rescatarla.

A la vista de su esposo y entre las recriminaciones de la difunta, se abalanzaron contra Izanagi los ocho Truenos, ayúdanos por las Horrendas Hembras Infernales.

Izanagi, emprendió la huida, logrando escapar obstruyendo la entrada con una roca. Al salir de aquel lugar inmundo, con el objeto de purificarse, se encamino jadeante y fatigado hacia la isla Kyushu, por donde corría el rio de los Naranjos, y en cuyas límpidas y purificadoras aguas se bañó repetidamente.

Entonces en cada parte de su cuerpo que tocaba el agua surgió una divinidad. De una gota que le cayó del ojo derecho nació Tsukino-Kani, el dios de la Luna; de otra gota que se le desprendió del ojo izquierdo, nació Amaterasu, la diosa del Sol; y de una gota de agua que le resbaló de la nariz, nació Susanoo, el dios de la Tempestad, el Hércules de la mitología japonesa, más violento que éste en sus acometidas amorosas y en sus hazañas guerreras.

Y ésta fue la leyenda de la creación del mundo japonés.

Bibliografía

Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.

 

 

Comentarios ( 0 )

    Déjanos tu comentario

    Tu correo electrónico no será publicado. Los campos requeridos están marcados *