Cuanta la leyenda de Dido y Eneas, que Mutto, rey de Tiro, tenía dos hijos: Pigmalión y Elissa (nombre tirio de la reina Dido). Un buen día murió Mutto y entonces el pueblo reconoció como sucesor al trono a Pigmalión, niño aún, mientras que Dido se casaba con su tío Sicharbas, sacerdote de Hércules y el hombre más importante de Fenecia, después del rey.
Pasó el tiempo y cuando el ambicioso Pigmalión fue mayor hizo asesinar a su tío y cuñado Sicharlas para apoderarse de sus tesoros. Entonces su hermana Dido decidió huir, temerosa de correr la misma suerte que su esposo. Y habiendo hecho cargar las inmensas riquezas de su marido en varios barcos, escapó de Tiro seguida de cuantos descontentos quisieron acompañarla.
Al llegar la pequeña flota a Chipre se unió a ellos un sacerdote de Júpiter, impulsado por un aviso divino; además, los compañeros de Dido se habían llevado casi un centenar de jóvenes consagradas a Venus, para hacer de ellas sus mujeres.
Después de un feliz viaje desembarcaron en las costas del norte de África, donde fueron bien recibidos por los indígenas, súbditos del rey Yarbas. – Os ruego me concedáis tierra para establecerme – dijo la reina Dido al monarca africano. – Podéis tomar cuanta tierra pueda contener una piel de buey – respondió Yarbas sonriendo burlonamente.
Entonces Dido, actuando de acuerdo con uno de sus astutos consejeros, hizo matar el mayor de los bueyes que tenía, y cortando después su piel en tiras finísimas, rodeo con estas, empalmadas una con otra, gran cantidad de tierra que Yarbas, atado por su promesa, no tuvo más remedio que respetar.
Más como quiera que al empezar a cavar, con el fin de echar cimientos de la futura ciudad, encontrasen una calavera de buey, cambiaron de sitio, considerando el hallazgo de mal augurio.
En el nuevo lugar elegido hallaron, por el contrario, un cráneo de caballo y, muy satisfechos, fundaron allí Cartago, la ciudad que durante mucho tiempo sería el terror de Roma.
En varias ocasiones, el rey Yarbas, de Getulia, pretendió casarse con la hermosa reina Dido, amenazándola con la guerra si se negaba. Pero Dido, a quien repugnaba unirse al monarca unirse al monarca indígena, le iba dando largas al asunto, con mil excusas y pretextos.
Y un día, cuando ya Cartago era una gran urbe, gracias a nuevos colonos llegados de metrópoli fenicia, aparecieron frente a la recién fundada ciudad unas naves en las que iba Eneas, el héroe troyano, y muchos de sus amigos que pudieron escapar de la destrucción de Troya.
No todos los troyanos fueron muertos o quedaron cautivos de los griegos. El héroe Eneas logro huir llevando consigo los penates de la ciudad. Y salió de ella, mientras el enemigo consumaba el incendio y feroz saqueo, llevando a cuestas a su anciano padre Anquises y de la mano de su hijo Ascanio.
A eneas se unieron varios grupos de troyanos que también pudieron huir. Y todos juntos aunaron sus esfuerzos para construir unas naves y se hicieron a la mar. – El Lacio será el fin de vuestro viaje – le predijo Heleno, hermano de Paris.
El viaje estuvo lleno de dificultades y penas; pero bajo la protección de Venus Afrodita, madre de Eneas, lograron llegar a Cartago, donde fueron muy bien recibidos.
La reina Dido hizo de Eneas un huésped digno y le trato cariñosamente desde el primer momento. Tanto que lo que comenzó por ser una deferencia natural, se convirtió bien pronto en un apasionado amor. También Eneas quedo cautivado por la belleza de la reina Dido, hasta que acabó correspondiendo a la ternura de ella y sello los arrebatos de su deseo con un imprudente juramento. – Te juro – dijo a su amada – que me casaré contigo para que se funda nuestros pueblos – el troyano y el fenicio – en uno solo.
Sin embargo, Júpiter había resuelto otra cosa. Tenía dicho a los troyanos que su fin era Italia. Y es que el dios de los dioses deseaba convertirle en el tronco de la más gloriosa raza del orbe: la de los romanos.
Eneas recibió en sueños el mensaje de la voluntad divina. Inmediatamente debía abandonar las costas africanas y reemprender viaje con sus naves rumbo a Italia. El héroe troyano comprendió que de nada le valdrían con Dido ninguna clase de explicaciones para justificar su marcha. Por consiguiente decidió salir de Cartago sin que ella se apercibiera.
Cuando la reina Dido tuvo noticias de la partida de su amado, la desesperación lleno todas las medidas de lo concebible. Estaba como enloquecida, sin que nada ni nadie pudiera consolarla. Hubo un momento en que quiso ir en persecución del que creía engañoso amante, pero no se dio cuenta de que no podría nada contra la voluntad de los dioses, deseó la muerte desesperadamente.
Entonces ordenó preparar una enorme pira hecha de leña resinosa y roble, deposito en la cima una espada, el ropaje y una imagen de Eneas e hizo que le prendieran fuego. Y cuentan que sin cesar en sus lamentaciones y lágrimas, subió las gradas de la inmensa hoguera y se arrojó a las voraces llamas.
Y mientras la reina Dido moría abrasada en la hoguera, Eneas bogaba con viento favorable hacia la tierra prometida.
Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.