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— ¡Arre muuuula…! …¡Arre muuuula…!

El patacho de bestias procedentes de Palencia iba llegando lentamente con su carga de leña hasta las inmediaciones del viejo amate…

El sol sofocante con sus rayos directos ponía más bronceada la piel de los arrieros que sudorosos, sucios y mal humorados ca­minaban a la par de los animales, prestos a descargarla en cualquie­ra de las tiendas de mala muerte que por el rumbo había.

— ¡Hoooo!, dijo el principal de los arrieros frenando con su ronca voz el tren de mulitas; unas blancas, otras cenizas y una ne­gra, de la antigua panadería de don Simón cae, una señora mu­lata que servía en la casa desde hacía muchos

—Buenos días don Cirilo.

—Mejor las tenga Ud., contestó el arriero, colocándose un puro de tabaco ordinario en la boca y encendiéndolo rápidamente. La leña la principiaron a colocar en promontorios pequeños; que conforme bajaban, iban creciendo.

El trabajo era agotador, siempre lo mismo; cada ocho días se preparaba la leña en el monte y después cargarla para venderla en la ciudad al mejor postor, en alguna panadería o tienda grande.

Uno de los sitios preferidos por los arrieros de Palencia era la fonda «La Trampa», que estaba ubicada a inmediaciones del Cerrito del Carmen. El olor a fermento salía hasta la calle y se confundía con el olor a tierra mojada que se elevaba en transpa­rente vapor. Eran los doce meridianos y de las puertas salían señoras con sus guacales de agua a regar el preciado líquido, y con la oración a flor de labio recorrían el frente de sus domicilios.

El «Talán, Talán» de la mulita que venía adelante delató at patacho que comandaba don Ceferino Escobar, palenciano de origen y de oficio arriero. La leña se había quedado en «El Guarda del Golfo» y después de la tarea cansada y tediosa, bien caía un trago de aguardiente.

Ceferino llegaba acompañado de otros mozos que él tenía bajo su dirección, ataron a las bestias en el poste que allí había y posteriormente entraron uno tras de otro colocándose en el mos­trador.

Piérdanme el respeto indios babosos, dijo don Ceferino a sus mozos al momento de tomarse el trago y hacer una cara más fea de la que tenía. Los otros lo imitaron y el más bajito de todos en un descuido lanzó por el suelo el líquido, nadie se dió cuenta y después hizo el ademán como que se lo había tornado.

¡Sólo otro y a escupir a la calle! Todos lo imitaron nueva­mente, pero el mozo que solo hacia el ademán de tomar, fue des­cubierto cuando intentaba repetir la operación. Ceferino lo vio con ojos de criminal y le reclamó su actitud, ya que le despreciaba un trago.

No es eso don Ceferino —dijo el campesino recalcando—. Lo que pasa es que yo cuando me tomo mis tragos miro al cadejo y no quiero sufrir esa visión que me dejó hasta con calenturas.

Todos los presentes soltaron una sonora carcajada cuando Tiburcio terminó de hablar, don Ceferino lo vio con un poco de desprecio diciéndole que le extrañaba que un palenciano fuera tan miedoso.

Tiburcio se sonrojó cuando escuchó lo que el patrón le decía y lanzándole un reto muy campesino le dijo:

¡Veya don Ceferino, yo siempre lo he respetado, pero hoy nos vamos a hartar de guaro hasta quedarnos botados y a ver quién es más hombre de los dos, pero le aseguro patrón que Ud. a la primera de cambio se raja!

La libación entre el grupo fue grande y cuando en la cente­naria iglesia del Cerrito del Carmen llamaban a la oración, los campesinos fueron saliendo de la cantina «La Trampa» de la Ave­nida Juan Chapín.

Bartolo, Esteban, Hermelindo y los otros mozos dejaron que don Ceferino y el atarantado del Tiburcio tomaran distinto camino, rumbo al Potrero de Corona, donde dormirían una pequeña siesta, pero no llegaron muy lejos; iban tan borrachos que únicamente les dio tiempo llegar hasta la medianía del Cerrito y al famoso potrero. El tañer de la vieja campana sonaba Iúgubre y solitaria en la pequeña ciudad, nuestros dos amigos se habían que­dado tendidos cuan largos eran bajo una Palma, la noche fue pro­gresando en oscuridad, avanzaba lentamente y las calles adya­centes iban quedando desiertas, tan desiertas que los pasos lejanos de personas presurosas se escuchaban claramente, después todo se fue quedando en silencio…, silencio.

Don Ceferino roncaba como en su cama y Tiburcio le hacía segunda, aquello era un concierto poco recomendable para oídos finos.

Un insecto pequeño y molesto fue el que interrumpió aquel sueño profundo de Tiburcio, era tanta la molestia que lo despertó, y por más que intentó, no logró conciliar el sueño. Tiburcio aún sufría los efectos de la gran borrachera y rápidamente recordó la apuesta con don Ceferino (su patrón) quien lucía tendido roncan­do como un bendito en el fresco y verde césped del Cerrito del Carmen.

Tiburcio, afinó el oído y escuchó a lo lejos el peculiar so­nido de los pasos de un perro, ese chocar de las unas en las Piedras de la calle que cada momento se acercaba más y más a lo lejos divisó, dos lucitas que poco a poco se fueron haciendo más grandes como el tamaño de dos bolitas de fuego.

—Parecen dos chencas de cigarro, dijo tembloroso Tiburcio, que ya conocía al mentado espanto, quizo mover con brusquedad a don Ceferino, pero este dormía profundamente y no hacía caso a los requerimientos del empleado.

Los pequeños casquitos seguían sonando, más y más cerca. Tiburcio seguía moviendo a su patrón con más insistencia, la luna era grande y cuando una nube pasó de largo, su luz se esparció por todo el cerrito iluminándolo totalmente.

Clac, Clac, Clac, sonaban finamente los casquitos en las Piedras. Finalmente, allí frente a Tiburcio, estaba aquel animal que parecía un perro con los ojos como brazas y en posición de ataque.
Tiburcio ya no supo más, todo le dio vueltas y cayó desmayado, junto donde dormía plácidamente don Ceferino, sentía el pobre campesino que iba caminando en el espacio después que todo fue quedando tranquilo, tranquilo; y un sueño profundo se
apodero de su cerebro. Cuando los dos hombres volvieron a sus cabales, estaban durmiendo al pie del amate del «Guarda del Golfo»; el primero que despertó fue don Ceferino que no sabía como había llegado hasta aquel sitio, inmediatamente despertó a Tiburcio y le suplico le dijera como diablos habían llegado hasta ese lugar donde todos los conocían, especialmente los pequeños comer­ciantes que de madrugada abren sus tiendas y panaderías.

Los patachos de mulas iban pasando nuevamente por el Guarda, y algunos arrieros saludaban a don Ceferino, este tomaba chicha junto con sus mozos para quitarse la goma.

— Vos Tiburcio, no me vayas a decir que fue el mentado Cadejo, el que nos trajo arrastrando anoche —preguntó el patrón.

— Pues, quien sabe don Ceferino, pero yo le juro por la Santa Cruz, que yo vide al Cadejo con mis propios ojos, pero después me quedé como bruto tirado, y Ud. sabe lo demás…

— Don Ceferino no entraba al aro y por lógica no alcanzaba a comprender la actitud del Cadejo; vio sus ropas hechas trizas, y lo que no le pasaba, era que una de sus mejores camisas, la que había estrenado con motivo de la fiesta de Palencia, la tenía hecha pedazos.

Dicen que el Cadejo defiende a los bolos y yo no comprendo porque a nosotros nos atacó, se preguntaba una y otra vez, recorda­ba la burla que le hicieron un día antes a Tiburcio y no dejó de sentirse mal cuando la voz de la conciencia le repetía: » ¡No hay que burlarse jamás de las creencias de los hombres y de los perseguidos por los espantos!

Cuando contaron las mulitas, hacía falta una; la negrita, que con su cencerro hacía un ruido especial, porque tenía dos péndulos.

— ¿Y la mula prieta qué diablos se hizo? ¡Tiburcio!, regre­semos al Cerrito del Carmen a buscar a esa condenada porque si no, sale más caro el caldo que los frijoles —manifestó don Ce­ferino tomando un lazo y emprendiendo la marcha. Cuando llegaron, al Cerrito no habían ni señas del animal, preguntando de casa en casa, le dijeron que tal vez por el potrero de Corona le daban razón.

Los muchachos tomaron por un lado y don Ceferino por otro para capturar al semoviente en forma rápida. El potrero estaba cercano y no tardo en llegar, divisando a lo lejos a la extraviada, suspiro profundo y esbozo una sonrisa de satisfacción al verla pastar en compañía de otros animales.

Ya la traía atada del lazo cuando alguien le dijo:

—Siquiera deme las gracias, porque yo fui el que la encontró cerca del Martinico, la pobre andaba asustada, anoche un loco escapó del manicomio y con machete en mano estuvo a punto de matar a varias personas, con decirle que unos arrieros que estaban durmiendo en las faldas del Cerrito, de no ser por su perro, los acaban a puro machetazo.

Inmediatamente don Ceferino recordó lo que Tiburcio le había contado relacionado con el Cadejo, a lo lejos aparecieron los mozos con el resto de las mulas y don Ceferino les hizo una señal, jamás volvió a dudar de lo que sus mozos y campesinos le contaban, recordando con cariño, al Cadejo se reunió con el grupo y regresaron a Palencia para contar la aventura.

 

Bibliografía

Gaitán, H. (1981). La Calle donde tú vives. Guatemala: Editorial Artemis y Edinter, S.A.

Compartida por: Anónimo

País: Guatemala

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