—Trastos que componer, tapamos goteras. .. Trastos que componer…
Aquel grito se perdía por las polvorientas calles que desembocan en La Castellana, era un grito que más parecía de angustia que de servicio al vecindario y efectivamente era de angustia, porque ya eran las 3 de la tarde y no había desayunado, mucho menos un traguito de aguardiente había pasado por su qarganta.
—Trastos que componer. .. Era más la desesperación porque las gentes sencillas del barrio ni caso le hacían; por un momento pensó en pedir unos centavos a un señor bien plantado que estaba recostado en la pared de una casa, pero se arrepintió.
Cuando pasó por el rastro de ganado menor, solo de ver a los cerdos se le fueron los ojos, y para sus adentros los imaginó doraditos con su preparación adecuada y un buen trago como complemento, pero todo era eso, imaginación; su intuición le llevo por la Calle «Marconi» pregonando siempre sus servicios al vecindario, que con la hora tan pesada más parecían dormir la siesta.
— ¡Trastos que componer!, seguía el grito desesperado por el hambre. Una señora regaba con una manguera el preciado líquido para evitar el polvo, y don Tachito le suplicó que le obsequiara un poco, ella le ofreció la manguera y él se prendió como un desesperado. Iba llegando a la esquina cuando de una casa antigua de dos pisos alguien le llamó. Efectivamente, era una anciana de aspecto aristocrático y finos modales que hacia su aparición en un balcón con enredaderas y colas de Quetzal verdes, como los ojos de la anciana señora.
Don Tacho se fue directamente a la puerta grande la que al momento se abrió; aquello en su interior era de novedad y lujo, las escaleras y cortinajes eran de un tocado fino y gusto exigente, el busto de Napoleón asustó a don Tachito, ya que ignoraba quien era el personaje.
—Mande Usté, señora, dijo el soldador medio avergonzado por poner sus zapatos sucios en aquel piso que parecía un espejo.
—Quiero —dijo la señora—, la soldadura de un canal que en tiempo de lluvias me molesta enormemente.
Don Tachito no hallaba donde poner su viejo bote con sus soldadores porque todo aquello irradiaba limpieza; no tuvo más que salir al patio que en lujo no se quedaba atrás, pero allí en un clarito de la grama sacó su barrita de estaño y principió a hacer los arreglos para el trabajo que le dejaría unos centavitos. Colocó una escalera y subió hasta donde efectivamente estaba el canal averiado y con el agujero que producía la gotera de invierno. El trabajo fue fácil y rápido pero que el prolongó más de la cuenta para justificar los cincuenta centavos por el servicio prestado. La señora se miraba con proporciones y había que aprovechar, ya que de haber sido allá por el callejón de San Gaspar, lo más que le hubieran dado habrían sido unos quince centavos.
Cobró el pequeño emolumento y salió radiante de la vieja casona rumbo al mercadito del Calvario, donde comería de lo bueno complementando la sobremesa con un delicioso cigarrillo «Payaso». Anastasio Rodríguez, el viejo soldador de la Avenida de la Castellana parecía que iba a reventar de la gran comida que se recetó en el comedor «El DuIce Nombre» de fama nacional por sus platos regionales, los pasos le llevaron a tomarse un traguito con unos amigos a una pequeña cantina del Callejón del Castillo y posteriormente a un lugarcito para dormir en las gradas del extinto Calvario.
En esas gradas legendarias y ya desaparecidas por la acción de la piocha y moderna urbanización, meditaba don Tacho fumando su cigarrillo, allí con el techo de las estrellas y el cantar lejano de los gallos pensaba en un mañana mejor que quizá nunca llegaría. Siempre registraba sus instrumentos de trabajo para hacer el recuento y prepararse para el trabajo; pero noto que la barrita de estaño no le aparecía por ningún lado y haciendo cerebro recordó rápidamente que la había dejado en el canal de la casona vieja de la Calle Marconi.
Apenas pegó los ojos don Tacho y ya había amanecido, quizá por la vejez padecía de insomnio y había noches que se las pasaba en vela …
El batón del policía lo sintió en las costillas y era señal inequívoca que había que abandonar el lugar; los carruajes con movimiento acostumbrado iban de un lado a otro y unos cocheros enganchaban las bestias muy cerca de allí en el callejón de «Los fotógrafos».
Matías, el barbero, sacudía su manta blanca abriendo muy temprano su salón para los clientes madrugadores. Cada sacudida que daba soltaba olor a brillantina y talcos perfumados.
Don Tacho bajaba pausadamente las gradas del viejo Calvario con la vista fija rumbo a la 6a. Avenida, cada paso que daba le pesaba como su existencia, se sentía viejo y cansado y los trabajitos poco o nada daban para vivir. ¡Cómo envidiaba a don Luis Del Río, que ya regresaba en su pequeño «Lando», de dar el paseo matinal.
Sacando fuerzas de flaqueza, don Tachito empujo la hoja que el aire cerraba débilmente y el gran portón se abrió de par en par al momento que crujía por la resequedad de sus bisagras, aquellas escaleras que un día antes, el vio lustrosas, hoy aparecían a su vista como si nunca las hubieran limpiado y en el suelo lleno de telarañas, el busto que le asustó pocas horas antes, parecía nuevo. Se fue internando en la casona y cuando llegó al jardín, todo era pasto crecido, polvo y vidrios rotos, allí estaba la escalera que un día antes había usado. Con miedo miró hacia arriba, allí estaba el canal reparado, colocó la escalera y subió pausadamente, su sorpresa fue grande cuando vió la barrita de estaño y el agujero tapado.
Don Tachito perdió la vergüenza y del puro miedo le pidió para el trago al hombre que cuidaba la casa, salió disparado y no parando, hasta quedar exhausto en un asiento del viejo parque Navidad. Allí lo levantaron muerto.
Unos se hacían la conjetura que había muerto de goma Yo sé que murió del susto.
Gaitán, H. (1981). La Calle donde tú vives. Guatemala: Editorial Artemis y Edinter, S.A.
Compartida por: Anónimo
País: Guatemala