—Dame otro trago y dejate de babosadas.
Como a la media hora, Justino salió trastabillando rumbo al Cerrito del Carmen, para luego hacer un rodeo y salir a la avenida Juan Chapín, y llegar a su casa.
Pero como cuando uno anda bolo, no falta algún malcabresto que lo invite a otro trago. Ala media cuadra encontro a José María Gutierrez un amigo de infancia de muy buena posición económica que desde la mañana había roto «la fuerza». Haciendo «ochos» en la acera, siguieron caminando rumbo a la casa de la novia de Justino, situada allá por la extinta «Calle de Las Tunchez… Aunque ya Ia había pedido en matrimonio los tatas de la patoja no estaban muy de acuerdo en las relaciones del muchacho. Es más, ya el padre de ella había suspendido las relaciones, porque éste sólo bolo vivía y no se le miraba ninguna seriedad.
—Mejor quedate para vestir santos, pero nunca para desvestir bolos —decía en voz Baja la niña Trini—, madre de la patoja. Recalcaba nuevamente: —míraten en el espejo de tu hermana, desde que se casó con el borracho del Armando jamás ha sabido que es ponerse un trapo nuevo, ya, con el que viene, son cuatro patojos.
La muchacha se quedaba callada pero en el fondo seguía queriendo a Justino, a pesar de sus defectos y problemas que le acarreaba y se resignaba pensando que quizá al «juntarse con él», por la pena, cambiaría de vida y todo sería distinto.
Los gritos de Justino, inquiriendo por la novia, despertaron al pacífico vecindario de «La Calle de las Tunchez».
—Aquí está Justino Cabrera, el más guapo de la Parroquia —gritaba a todo pulmón—. Salí Güicha, que aquí te estoy esperando y hoy de una vez por todas te tenés que decidir, o tus tatas o yo.
Don Joaquín, con todas las fuerzas de su alma, hubiera querido salir a romperle el alma al que en forma tan burda pretendía a su hija y de paso les insultaba a grito abierto.
—Mejor déjalo que se vaya, decía la abnegada esposa y calmándolo le quitaba la fisga de la mano para guardarla en el cofre nuevamente. La Güicha lloraba desconsolada y no se resignaba a aquella escena que se repetía cada ocho días, cuando el novio tomaba más de la cuenta.
El tiempo fue pasando con su cuenta de días, minutos, horas y segundos. A la patoja se le vio más cambiada y alegre, no faltó quienes dijeran que ya tenía otra su ilusión, porque el pobre de Justino ya no se le volvió a ver el cacho por el barrio.
Y efectivamente había alguien más que ahora se interponía entre aquellas dos personas que se amaban entrañablemente, lo habían visto llegar subrepticiamente hasta el balcón de la vieja casona y lo que es mejor, lo habían visto tocar lindas melodías con su guitarra, que dejaban con la boca abierta a la Güicha. El cuerpo del nuevo pretendiente más parecía de un enano que de un hombre normal, su enorme sombrero con lentejuelas le brillaba con la luz de la noche chapina.
Cuando don Joaquín se enteró del nuevo pretendiente no tuvo más que reprender a la muchacha y hacerle ver las cosas, pero ella se mantenía como retraída, como flotando en el espacio, haciendo caso omiso de lo que su padre con sabia razón le manifestaba, y cuando vieron la cosa seria, solicitaron los servicios de la comadre que con las mismas cosas se había visto en cierta ocasión en trapos de cucaracha.
Cuando llegó la comadre, lo primero que les dijo fue lo siguiente:
—Dejémonos de cuentos, es el mentado Sombrerón el que está queriéndose ganar a la patoja; de hoy en adelante esto queda en mis manos y ya veremos quien es quien, porque lo que es a mí; ningún enviado del demonio me asusta con el petate del muerto. La incertidumbre quedó flotando en la casona solariega y colonial.
—Lo primero que hay que hacer es ir a buscar al bolo del Agustín, para una treta que le vamos a preparar al Sombrerón y después asunto concluido.
La comadre regresó como a las 8 de la noche con una bolsa y un pequeño canasto conteniendo unas yerbas y una botella de agua bendita que consiguió con el padre de La Merced. Mientras tanto a Justino no lo encontraban por ningún lado en la «Torre de Oro», dijeron que había llegado un rato por la tarde, pero que se había marchado con unos amigos bastante temprano.
Don Joaquín, con un amigo, siguieron buscando a Justino y no fue hasta que pasaron frente al Teatro Colon, cuando oyeron sus risas y gritos escandalosos que al unísono coreaba con sus amigotes.
Don Joaquín meditaba a cada instante, como iba ser para entablar conversación con el novio de su hija cuando el había sido el de la idea de correrlo de la casa. Se quedó meditando y haciendo como que pasaba por el lugar de reunión, pasaron al fin con el amigo, a corta distancia.
De la rueda de hombres que allí había salió una voz ronca y varonil que a don Joaquín le sonó a gloria:
Don Joaquín haciéndose el disimulado, volvió la mirada al grupo y dirigiéndose a Justino le dijo:
—Pero muchacho ¿por qué no te he visto la cara por la casa?, la pobre Güicha te ha extrañado mucho.
Justino se quedó de una pieza ante semejantes aseveraciones, se volteo se convirtió en cordero manso y sosegado.
Volvió don Joaquín. —Olvídalo muchacho, olvídalo, y que mejor para cicatrizar ofensas, que tomarnos un trago donde Mamá Choma.
Todos aplaudieron la idea y caminaron rumbo a la famosa fonda de antaño: «La Torre de Oro», mientras en el cerebro de don Joaquín se tendían mil proyectos para llevar antes de las 12 de la noche a Justino, siguiendo las instrucciones de la comadre que le tenía tendida una trampa al Sombrerón.
Cuando sonaron las 11 en el reloj de la Catedral todos estaban más allá que acá y fue cuando don Joaquín, que se mantenía lúcido y a la expectativa, pagó la cuenta y aprovechó el plan para sacar a Justino. Ahora con rumbo a la casa para iniciar contra el espíritu de nuestra historia. Justino aceptó de buena gana y ahora prendido del brazo de su futuro suegro, salió de la fonda cruzando calles empedradas y rebotando en antañones balcones mudos testigos quizás de miles de cuitas de amor.
Tuvieron que entrar por la puerta de atrás, para que la Güicha no se diera cuenta y espera a que llegara el Sombrerón para darle la caída. En el contragolpe tenia destacada actuación Justino. El novio saldría con una cruz en el pecho, misma que al ver el espanto le haría desistir en sus intentos de enamorar a la Güicha. Lo anterior se complementaría con la quema de chile verde y las cruces de ceniza en el patio.
Después de haberle prometido don Joaquín a Justino, que le permitiría la entrada nuevamente a la casa si salvaba a su hija del requerimiento del Sombrerón, este aceptó y tomando la cruz en sus manos espero la llegada del personaje junto con la comadre. Finalmente dieron las 12 de la noche y la guitarra principio a dejar escuchar dulces melodías, aquella era señal inequívoca que dentro de la casa ya estaba el mentado Sombrerón.
— ¡Condenado, infeliz! —grito la comadre—, mientras que Justino salía con la cruz en el pecho y poniéndosela enfrente al maligno espíritu, El Sombrerón cayó al resbalarse en un ladrillo, y salió en carrera rumbo al norte. La Güicha cayó en desmayo y no fue sino después de quince minutos cuando volvió, todo fue cambiando poco a poco, daba la impresión que había estado como hipnotizada y abrazando fuertemente a Justino todo se solucionó. El novio volvió a llegar regularmente a la casa, ya con el consentimiento de don Joaquín y doña Trinis, que jamás olvidaron aquella rara aventura.
Gaitán, H. (1981). La Calle donde tú vives. Guatemala: Editorial Artemis y Edinter, S.A.
Compartida por: Anónimo
País: Guatemala