Doña Josefa Barrientos, era una de las tantas lavanderas de antaño que dejaban los cuellos, puños y camisas tan blancos que no se podía pedir más.
Aquella humilde sirvienta era como de la familia, había visto crecer al señor de la casa, y ahora, le tocaba apreciar las travesuras de los retoños.
Don Francisco Salazar, se la había llevado a trabajar a la casona de la 8a. Avenida, desde que Josefa había cumplido 14 años, y tan acostumbrada estaba a los ruidos que los ratones hacían, que ya no les hacía caso. Siempre recordaba con cariño a don Francisco, padre de don Paquito, quien había quedado al mando de la casona desde el día de su fallecimiento; los niños se iban al colegio y llegaban hasta las cuatro de la tarde. La casa era grande y aunque ella sabía que allí espantaban, no daba crédito a las habladurías.
—Tenga cuidado porque en esa casa espantan —le decían las otras sirvientas en voz baja, cuando se miraban en la carnicería, ella no sabía si lo hacían por envidia o por aconsejarla, y alertarla de cualquier espíritu maligno.
Cuando Josefa cumplió 45 años, los señores le dieron una pequeña recepción y le regalaron un corte barato, fue un día sábado. Por la tarde le dieron permiso para salir a dar una vuelta por la plaza de armas. Al otro día muy temprano, con el canto de los canarios se levantó, preparó la comida de los señores en unas canastas, ya que ellos salían de viaje.
Casi nunca se había quedado solitaria en la casona de la 8a. Avenida, y ahora llegaban a su mente los comentarios que había escuchado en labios de sus compañeras de trabajo.
El enorme reloj marco las 9 de la mañana, que asusto a la pobre Josefa que en el corredor remendaba unos delantales…
—Condenado reloj, dijo maldiciendo el aparato entre dientes por el susto que le había dado. A los pocos momentos at aldabón colonial de la puerta de calle, sonó tres veces en forma insistente…
—Gracias a Dios, por lo menos hay quien me haga compañía porque ya me estaba dando miedo —dijo la Josefa casi en voz alta.
Cuando llegó a la puerta, esta para colmo de males no se abría ni con la fuerza de un hombre. Daba la impresión que se había atorado el gancho de la enorme llave antigua. Entró nuevamente al cuarto contiguo y al espiar por la ventana no había nadie; la calle estaba desierta a pesar de ser domingo por la mañana. Llegó una vez más al portón con el intento de abrirlo, pero fracazó en su intento. La Josefa solicitó auxilio hacia la vecindad pero nadie escuchó su voz. Posteriormente guardó pacientemente en la ventana y a lo lejos diviso la figura de un caballero circunspecto que daba la impresión de dar un paseo matinal por la legendaria 8a. avenida. El hombre impecablemente vestido caminaba por el lado opuesto de la acera.
—Ahora sí, en cuanto pase le hablo para que me ayude con el portón, —dijo Josefa. El hombre se fue acercando con paso firme y seguro. Cuando llegó frente a la puerta de la casona, el caballero clavó sus ojos firmes y profundos. Allí quedó parado como apreciando la vieja casona de aquel barrio que sin duda le traería algún recuerdo. Josefa aprovechó el momento y le llamó casi en forma desesperada: —Señor. . Señor! El caballero atravezó la calle colocándose frente al viejo y romántico balcón.
Para que voy a mentirte ya conocía la casa y es poco lo que ha cambiado, me trae tantos recuerdos y hoy que miro as pilares del corredor y la vieja cochera, me remonto a otra época.
Fue una época, la más florida para quien te habla, pero lamentablemente todo tiene un fin y todo terminó…
La Josefa se le quedaba viendo con la boca abierta, y con el batidor de limonada en la mano.
—Entonces, ¿Ud. vivió aquí?
—Sí, yo viví aquí por mucho tiempo, con mi hijo y mi esposa. Ella falleció en esta casa, pero como te repito, todo tiene un final y el nuestro llegó inevitablemente.
Josefa suplicó al señor que tomara asiento en una mecedera que estaba en el corredor, el hombre miro fijamente el piso del corredor y le dijo:
—Gozaba mucho cuando regaban con agua fresca estos ladrillos, y su aroma penetraba en mis pulmones, ¡qué olor más agradable!
La Josefa sonrió y le sirvió la limonada, el hombre apuró el vaso can sed notoria, y al final, la felicitó por lo delicioso del refresco. Aquella mujer sencilla le colmó de atenciones en agradecimiento a que le ayudó con el problema de la puerta, le llevó por todos los rincones de la casona, por la cochera y el segundo patio para que recordara con más lentitud lo que él había poseído un día.
Cuando llegaron al patio, el extraño personaje dijo a Josefa:
-Aquí murió mi esposa, víctima de una rara enfermedad; lamentablemente yo no pude hacer absolutamente nada por salvarla. Siguieron caminando y al pasar cerca de la antigua cochera donde guardaban enseres servibles, la vio fijamente a los ojos y con seriedad absoluta le dijo: » ¿Ves aquel rincón?, bien, cuando algún día tengas una necesidad o dispongas abandonar esta casa, un día que te quedes sola como hoy, a media vara de profundidad hay algo que solo tú lo podrás disfrutar».
Cuando aquel hombre terminó de pronunciar la última palabra, Josefa escuchó que tocaban la puerta y le suplico lo dispensara, pero que pronto volvería. Corrió velozmente por el corredor después de haber atravezado el enorme patio, llegando a puerta donde alguien tocaba insistentemente…
— ¡Ya voy, ya voy!, dijo la Josefa, al momento que abría con suma facilidad la puerta grande del zaguán. La que llegaba en aquellos momentos era nada menos que la tía de don Paquito, anciana muy querida en la casa y que siempre los domingos llegaba a almorzar con ellos.
La Josefa le narró en pocas palabras lo que había acontecido hacia unos momentos, cuando la puerta se le trabó y no la pudo abrir, y tuvo que acudir a la ayuda de un señor que anteriormente había sido propietario de la casa y que justamente estaba adentro…
—Pero Josefa, qué diablos estas diciendo, si el último dueño de esta casona murió hace más de 100 años, no hablés tonterías, vamos enséñame dónde esta ese señor.
La Josefa principio a sentir miedo y recordó lo del espanto, al llegar al segundo patio donde ella había dejado al desconocido, este no estaba, lo buscaron por todos lados, y nada …
—Vos estas soñando o estás bola, lo muy menos repitió la encopetada anciana, acusando de mentirosa a la sirvienta.
—Le juro por Dios doña Julia, que yo misma lo vi con estos ojos que algún día se comerán los gusanos. Además lo atendí.
Josefa, inmediatamente recordó la limonada, y como el hombre se la había tomado, regresaron a donde estaba el batidor, siendo la decepción más grande aún. Allí estaba el recipiente con todo y el líquido, nadie había tomado nada. La mujer sintió volverse loca por un momento, y recordando lo que le dijo en la cochera, invitó a doña Julia para que fueran a escarbar.
A los quince minutos, ya habían dado con algo duro, que poco a poco fueron sacando. Efectivamente, eran dos recipientes grandes de barro que pesaban mucho, el sol caía verticalmente sobre la casona de la 8a. Avenida y en ese momento comprobaba doña Julia, que la Josefa, no le mentía, ataron un lazo a uno de los recipientes y con la ayuda de un mozo que llamaron, lo fueron subiendo poco a poco, cuando lo quebraron, solo carbones habían adentro, y tierra con olor a humedad. Las dos mujeres y el hombre humilde se miraron como preguntándose ¿qué significa todo esto?
Doña Julia hizo memoria, y recordó que su abuela, le había contado que en esa casa había vivido por muchos años el legendario bandolero PIE DE LANA…
—Ve mija, le dijo a la Josefa, fuiste muy babosa, la suerte era para vos, y como nos contaste ésto, la suerte se to fue…
A pesar de tener más de veinte años de laborar en aquella casona, la Josefa, se fue de allí para nunca más volver…
Gaitán, H. (1981). La Calle donde tú vives. Guatemala: Editorial Artemis y Edinter, S.A.
Compartida por: Anónimo
País: Guatemala