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Nunca se supo si Modesto Martínez estaba de goma o andaba bolo; pero lo que si era cierto es que tenía 57 años, y llegó al sitio que otros albañiles le envidiaban por su inteligencia, siempre se culpaba de no haber aprendido más en la escuela y algunas veces hechaba la culpa a sus padres de no haberle dado la oportunidad.

Pero a pesar de los pesares, fue escalando poco a poco dentro del oficio y de simple «chunero», llegó a maestro de obra, y algunas veces con un par de tragos entre pecho y espalda, discutía elementales principios de construcción con honorables ingenieros; siempre se ponía ante los aprendices como ejemplo y con proféticas palabras les decía: «la cuchara se agarra así, hay que saber hacer las cosas, llevense de mis consejos y algún día cuando estén gozando de un buen sueldo, me van bendecir» proseguía—, «Hoy Uds. están en la gloria, antiguamente, en tiempos de Cabrera; entonces había que ver, recomendado, con todo y nalgas sin ganar nada». Y así entre plática, discusión y trago, la pasaba Modesto Martínez, originario de la capital guatemalteca, de oficio albañil y uno de los más entusiastas or­ganizadores del día de la Cruz. Fue precisamente ese día cuando algo le sucedió…

Aquel 3 de mayo de 1947, amaneció radiante de sol y con una invitación para disfrutarlo. Modesto laboraba en la construcción de un mausoleo de conocida familia capitalina, en el interior del Cementerio General. Antes de entrar a la necrópolis, complementó la compra con dos botellas de Ron Negrito que pasó comprando al «Ultimo Adiós»; con un día de anticipación había reunido el resto para celebrar dignamente «El día de la Cruz», que los del gremio de albañiles celebran con devoción.

En las bolsas llevaba chuchitos, tortillas y otras comidas que destaparía a la hora de descorchar las botellas, después de la quema de cohetes a los doce meridianos, con los muchachos de la obra. Modesto desde que llego a la obra preguntó por su compadre Manuel, pero nadie le dio respuesta, el compadre tenía que ayudarle a la colocación del altar y el adorno de la Santa Cruz.

Finalmente y cuando ya habían dado as siete y media, se fue asomando el compadre con otros dos paquetes y una bote­lla de guaro en la bolsa del pantalón. Con un fuerte silbido se identificaron y saludaron desde lejos. Modesto esbosó una son­risa de satisfacción, como diciendo: «Mi compadre nunca fa­lla»…

Cuando dieron las 12, justamente a la hora de las bombas voladoras, cohetes y campanas, ya los compadres habían tomado más de la cuenta.

Tomaron un rato más, y posteriormente, cada quien salió por su lado, pero Modesto y su compadre Manuel con media botella en la mano se internaron hacia la parte norte del Cemen­terio como buscando el osario general.

El sol de mayo era quemante, pero las nubes grises amena­zaban con descargarse. Uno de los compadres le señaló al otro, que por la Verbena estaba lloviendo a cántaros.

—Compadre Manuel, creo que mejor nos metemos en un buen mausoleo porque ya viene el agua y nos vamos a empapar.

Modesto como queriendo ver hacia el sitio que su amigo le señalaba, a duras penas alzó la cabeza. Era demasiado tarde. Los primeros goterones caían sobre la humanidad de los compa­dres.

Como Dios les ayudó, se introdujeron en una hilera de ni­chos nuevos, pero como la lluvia era inclemente y azotaba con aire, finalmente resolvieron colocarse cada quien en su agujero horizontal, «Son nuevos compadre» —le decía uno al otro como queriendo darse valor—.

La lluvia se regaba inclemente sobre los barrancos cerca­nos y tumbas del Cementerio, los rayos formaban figuras lumi­nosas en el espacio, y los goterones al estrellarse en el blanquesi­no mármol de las lápidas, producían un ruido raro salpicando los secos floreros viejos que con sus plantas marchitas, agradecían aquel regalo de Dios. Los compadres a todo esto, ya dormían la mona. Después de la borrachera, no parecían dos borrachos; daban la impresión de dos cadáveres sepultados en nicho y sin ataúd mostrando las plantas de los zapatos blanquesinos por mezcla y la cal.

El pobre Modesto, no se dormía por más que hacia la lucha, la lluvia le mojaba los pies y entre el estirar y enco­ger los pies, mejor optó por salirse y guarecerse en una capilla en construcción que daba frente a unos nichos con cadáveres recién sepultados. El otro compadre ya no sintió cuando Modesto se salió de su nicho, dormía profundamente; el cielo se obscureció y parecían las 6 y media de la tarde, la lluvia azotaba con fuer­za y nuestro hombre se defendía como podía en una pequeña puerta de un mausoleo viejo.

El viento hizo cambiar la lluvia y ahora azotaba del lado contrario,
dando oportunidad al pobre de Modesto a no mojarse más, sacó un cigarrillo y lo encendió como pudo, en eso estaba cuando escuchó una voz rara que desde un principio le heló la sangre:

—Modesto, no te mojes, puedes abrir la puerta del mauso­leo…, y entrar sin pena…

Sin esperar respuesta, salió, corriendo del lugar, saltando entre los charcos y promontorios de lodo que la lluvia había formado; no paro hasta que llegó a la puerta principal de la necrópolis donde lo atajaron unos amigos que le preguntaron que había pasado.

— ¿Pero qué te está pasando?, le decían a coro los otros que pasaban la lluvia en la puerta principal del Cementerio.

Modesto con la vista fija en el cemento, poco a poco dijo lo que había escuchado, «fue una voz que me pareció familiar»- repetía-

Otro de los compañeros, en broma le reprochaba «por andar de cantineador, pues a lo mejor fue la «Siguanaba». Todos rie­ron a mandíbula batiente por la puntada del flacucho albañil, que la había lanzado al grupo.

La lluvia no se quitó por completo. Una llovizna pertináz
siguió mojando la banqueta de la Avenida del Cementerio, la vieja
campana sonaba anunciando que pronto iban a cerrar;
como espectros iban saliendo algunos empleados con capas negras de hule y lo más humildes con enormes escaleras al hombro hechándole rayos a la lluvia.

Al infleiz de Modesto le seguían zaeteando con bromas de mal gusto por lo que había contado. Un albañil barrigón y bajito que le decían «Tachuelita», les invite, a todos a tomarse un buen trago para el frio…

Modesto los vio alejarse, y él tomó, camino distinto, rumbo a su covacha del cantón «BariIlas», la voz profunda y grave que escuchó no se le apartaba un solo momento de sus oídos. «Modesto, no te mojes, puedes abrir la puerta del mausoleo y entra sin pena».

Por fin fue llegando a la humilde casita donde lo esperaba su mujer y cuatro patojos, que necesitaban un presupuesto especial para la comida, el humo de la cocina se metía por todos lados y con voz desganada se escuchó el «ya vine», que resonó en la oscura alcoba. Para que los patojos no escucharan la conver­sacion de los mayores, Modesto les dijo que salieran a jugar un poco at pequeño patio.

— ¡Casilda, Casilda!, gritó Modesto, llamando a su esposa, la que acudió rápidamente secándose las manos con el delantal, que un día fue blanco.

—Pero, ¿qué te está pasando?, ya te he dicho mil veces que no me gusta que te juntes con el viejo de don Manuel y no me haces caso. Volvía a la carga doña Casilda, «siempre que andás con ese infeliz, chupan como desesperados y que les impor­ta el gasto y los patojos, como sabes que yo hago mis cachas con las tortillas, que te importa».

Modesto la miró, como queriendo darle la razón de todo aquello que increpaba abiertamente; de pronto quizo decirle algo, pero su mujer siguió reprochándole su proceder en los últimos cuatro días, desde que habían «agarrado la fuerza».

—Ya no tenes vergüenza, he querido decirte que desde hace tres días murió la madrina de los patojos, pero como siempre venís bolo, no ha habido modo.

El pequeño cerebro de Modesto, al escuchar estas últimas palabras, principio a trabajar, pensando en lo que había escucha­do en el Cementerio.

—Eso es lo que yo te quería decir, que me espantaron en el Cementerio hoy por la tarde, pero a vos sólo en regañar se te va todo el tiempo.

—Que espantos ni qué diablos —contesto doña Casilda—, lo que pasa es ya te estas engazando como la vez pasada.

—No mujer, te estoy diciendo a verdad —decía Modesto con un flato horrible, que se le manifestaba en la cara—, fue la comadre… Fue la comadre la que me hablo en el Cementerio… reconocí su voz —decía llorando desesperadamente.

Aquella espantada que le dieron a Modesto en el interior del Cementerio, fue santo remedio para que ya no chupara y se dedicara a sus hijos y como cosa muy especial, para que no aceptara ni «chapuces» o construcciones en el mismo. La última vez que platique con él, allá por el botellón me dijo son­rientemente: «Al Cementerio regresaré, pero cuando me muera».

 

Bibliografía

Gaitán, H. (1981). La Calle donde tú vives. Guatemala: Editorial Artemis y Edinter, S.A.

Compartida por: Anónimo

País: Guatemala

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