La lluvia se descargaba implacable sobre la ciudad capital de Guatemala, en una noche tan oscura y fría como el calvario que sufrían los presos políticos. Los goterones corrían rápido formando una pequeña cascada en el final del portón de hierro, las otras gotitas salpicaban un asqueroso colchón que servía de cama a uno de los encargados del presidio, que echaba pestes y maldiciones por el tiempo imperante.
Todo el día había llovido, y el olor a humedad y suciedad, impregnaba el ambiente, el tiempo no había permitido que las autoridades del penal, dieran el permiso para que los reos salieran a tomar el sol que brillaba por su ausencia, nadie protestaba, era mejor callar que sufrir un castigo más severo.
En la bartolina número 10, desde hacía dos días, se escuchaban quejidos, y nadie se daba por entendido, mucho menos los esbirros con uniforme que, con pistola al cinto y garrote en mano, vigilaban desde puntos estratégicos. La lluvia seguía cayendo, ahora con más fuerza, como queriendo callar con su ruido característico, los gritos de dolor que de la bartolina salían…
Un joven estudiante, preso por cuestiones de «Seguridad», llamó a uno de los celadores del orden y le suplicó que llamaran al enfermero o al médico, porque el pobre hombre no podía quedarse allí por más tiempo.
Una sonrisa siniestra, cínica y estúpida, se dibujó en la cara de aquel hombre con mentalidad de bestia. Solo escuchó lo que dijo el joven estudiante, y girando sobre sus talones, se alejó del lugar, dejándole con la palabra en la boca, desde el torreón de vigilancia, había alguien que contemplaba la escena, también tenía uniforme, con pistola al cinto, pero pensaba diferente porque tenía hijos, una madre y principios morales cimentados.
Sosteniendo el fusil con las dos manos, bajó el pequeño caracol y entró al fatídico callejón, llegó hasta la bartolina de donde salían los quejidos y preguntó que pasaba, vio por las rejas superiores, y cuando sus ojos se acostumbraron a la obscuridad, reconoció la silueta de un hombre tirado en el suelo, agonizante y desangrándose.
—Por lo que más quiera, llame un médico —pidió el hombre con voz grave—, tengo tres días de estarme muriendo, finalizó.
El vigilante corrió, pero al momento recordó que muchos de aquellos personajes permanecían como apestados, y no eran dignos de la consideración de las autoridades, que se ensañaban más con su dolor y sufrimiento, a pesar de todo, habló con el enfermero, pero la negativa fue rotunda…
—Es mejor que no te metes en babosadas, porque podés salir crucificado, le dijo el hombre vestido de blanco. A pesar de todo aquello, el vigilante se las ingenió para socorrer al hombre, de cualquier manera, y en un descuido le lanzo unas aspirinas que había hurtado de la enfermería. La voz grave resonó nuevamente en el pequeño cuarto:
— ¡Gracias hermano, algún día Dios lo premiara!
Aquellas palabras, casi no las escucho el joven vigilante, porque uno de sus compañeros pasaba por el lugar; el esbirro como que algo intuyó, pero al final de cuentas, siguió su marcha, rumbo al extremo del callejón.
A los tres días justos, al noble vigilante, le tocó turno en el torreón, iniciándolo a las nueve de la noche. Desde el sitio podía apreciar un poco de las luces de la ciudad, por lo menos, el paso del ferrocarril, que con su bufar de bestia metálica, va dejando su estela negra de humo. La lluvia empezó a caer nuevamente, los torrenciales aguaceros llegaron a suprimir la quietud de la noche, al estrellarse en las láminas viejas del presidio, los minutos y las horas fueron pasando, los gritos y voces de mando de aquel infierno de vivos, se dejaban escuchar esporádicamente.
En medio de aquellos aguaceros, se escuchó una vez más el grito desesperado del joven que en la bartolina numero 10 agonizaba lentamente, sin que nadie le ayudara siquiera a levantarse, cuando el vigilante se disponía a ver que podía hacer por él, un grupo de esbirros caminaban rumbo a la bartolina; con ojos de espanto vio, cómo Io sacaban casi arrastrando de la celda. Cuando pasaron como cuarenticinco minutos, le trajeron nuevamente y lo lanzaron como un fardo de carga a una bodega, sin ninguna misericordia, sin la más mínima muestra de humanidad que debe prevalecer en cada ser.
Bajó corriendo y al lanzarle otra aspirina y un cigarrillo, la voz nuevamente sonó fúnebre, piadosa y agradecida:
La delación estaba a la orden del día, y los «orejas», a sueldo, no perdían oportunidad para congraciarse con las «autoridades» del presidio, el noble vigilante fue dado de baja y conducido a la ladrillera de San Pedrito para sufrir una corta condena, que cumplió, sin chistar palabra, el solo hecho de tratar de ayudar a un enfermo, a cualquier moribundo, víctima de las torturas sufridas, era considerado como un delito grave, para aquellas mentes estrechas y criminales.
Cuando terminó su «condena» y caminando por la 18 Calle, encontró a un viejo amigo que le ayudo a colocarse en un puesto de los talleres de los ferrocarriles. Allí principio a laborar, y posteriormente, gracias a su amigo, pasó al puesto de brequero, con el que mejoró su sueldo, por las horas extras. Estando allí, conoció a muchos amigos que, por su trato amable y don de gentes, se multiplicaron. Una noche, en una estación de bandera, cercana a la población de Escuintla, vio al personaje que el había ayudado en el fatídico callejón de los políticos, el encuentro fue agradable, se reconocieron, y dispusieron dar una vuelta por la población. Cuando el ex-vigilante, ahora brequero, se dio cuenta, ya el tren lo había dejado. Entre platica y platica, había perdido la noción del tiempo, y aquello le perjudicaba enormemente porque su empleo estaba de por medio.
Tuvo que esperar el otro tren, procedente del puerto de San José, para presentarse con su jefe inmediato, y darle una aclaración por su falta. Muchas conjeturas se hacía en su viaje de regreso, pero volvió a la realidad cuando a la altura de Morán, vio que el tren donde el laboraba, se había descarrilado, y algunos de sus compañeros habían fallecido en el accidente. La explicación que proporcionó a su jefe, fue razonable, y solo una amonestación recibió, siguió laborando en el ferrocarril por mucho tiempo más, un día de tantos, encontró a unos ex-compañeros de la Penitenciaría Central; estos le narraron muchos aspectos del penal entre ellos, el fallecimiento, a los pocos días, del culpable de castigo y baja.
Cuando se despidió de sus ex-compañeros, medito por un momento, y pensó en la conversación que tuvo aquella noche, Escuintla, con una persona a la que el creía viva, pero que no más que un espectro que le auxiliaba, y le hacía perder el tiempo para que el tren le dejara. De no haber sido así, hubiera muerto en el descarrilamiento de Morán.
Gaitán, H. (1981). La Calle donde tú vives. Guatemala: Editorial Artemis y Edinter, S.A.
Compartida por: Anónimo
País: Guatemala