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Doña Toribia Cristales, tenía fama y de la buena en el Cantón Barrios. Todos le temían por los maleficios que había hecho a varias personas que tenía enfrascadas. Otros que les había fumado el puro y tirado las cartas. Era tan acertada que le rodeaba una aureola de prestigio y su fama había traspasado los linderos del barrio donde habitaba y de lejanos sitios, como por ejemplo las Majadas y El Guarda del Golfo, le visitaban para «encarguitos» especiales, solteronas empedernidas la buscaban afanosamente, al igual que mujeres engañadas y hombres mal correspondidos. Todos desesperadamente requerían los servicios de la nía Toribia, que desde su casona de lepa, machiembre y papeles, manejaba aquel pequeño despacho o «Consultorio».

Pero la verdad era muy otra, a pesar de los viajes constantes que hacía al Cementerio para recoger tierra y floras amarillas de muerto, la tal doña Toribia, no era más que una viva, porque engañaba a todos con sus malabares y hechizos. Aquel había sido su modo de vivir desde hacía muchos años y ya no se podía dedicar a otra cosa; en dicha señora se operaba aquel dicho sabio, que dice: “vivir de los tontos”.

—Dejen lo que seya su voluntá, decía respecto a diezmos, porque el pago era al contado y la cuota por persona no bajaba de un Quetzal en puro billete. Los vecinos le contaban las costillas a la pobre bruja y como consecuencia de aquella contabilidad, no eran menos de 30 personas, las que llegaban diariamente a su casa.

Unos decían que «la vieja de doña Toribia», tenía más que el gobierno, que poseía algunas casas en La Palmita y otras en La Parroquia; a veces se inventaba más de la cuenta, pero algo había de cierto en aquellas bolas, que en la tienda del se echaban a rodar.

Un día lluvioso, llego al consultorio un hombre envejecido solicitando los servicios de doña Toribia para que le dijera lo que tenía, ya que había visto médicos y nadie le adivinaba el mal que cada día minaba más y más su salud.

 

  • Usté está enfrascado, o mejor dicho lo tienen enfrascado —dijo categóricamente doña Toribia.

Aquella respuesta puso en que pensar al pobre hombre que había llegado a consultarle sus males y de sus propios labios había escuchado su veredicto final.

  • Pero dígame doña Toribia, ¿dónde me tienen enfrascado? ¿En qué lugar?

Los ojos de la bruja se pusieron grandes y colorados, y con un ademán, más peliculesco que real, sentenciosamente, le dijo:

  • Eso es lo difícil, ya averiguaré, por de pronto deje un Quetzal para comprar las flores, y regrese dentro de cuatro días —prosiguió—, no vaya a faltar el jueves, porque quiero hacer un trabajo profundo; su caso me interesa mucho.

Los días volaron y el pobre anciano presa de la ignorancia más completa, llegaba el jueves a la hora indicada y con la espe­ranza de curarse del mal que le aquejaba. Cuando entró al pequeño «Consultorio» habían otras personas esperando su turno, con la esperanza puesta en la bruja, de aliviar sus males. Tomo asiento y colocó su sombrero en la mesita del centro, donde había algunas revistas y periódicos viejos.

Después de esperar largos cuarenticinco minutos le llamaron para que pasara adelante. El ambiente apestaba a tabaco barato y a flores amarillas silvestres.

  • Tome asiento, le tengo buenas noticias —dijo la mujer viendo con ojos de víbora al ignorante anciano, que nerviosamente estrujaba su sombrero negro con las dos manos.

—Bien fregado lo tienen… Pero creo que el próximo sábado ya me tienen la dirección exacta de su entierro, yo misma llegare a sacarlo.

  • ¿Pero todavía esperaré otros días mas?, dijo el anciano, como suplicando a la bruja que se valía de la ocasión para sacarle más dinero.

La puerta se cerró. El pobre hombre con su caminar lento y pausado, salió del pequeño recinto despidiéndose de todos con un «buenas tardes», que sonó a despedida fúnebre. La bruja so cercioró de que ya fuera lejos para reírse y comentar con su ayu­dante, la conversación sostenida con el paciente y con una mueca  picara e indecente le mostraba el Quetzal que le había sacado; las dos celebraron la trampa con una sonrisa burlona.

—Que pase el número 10, dijo la mujer gorda y mal vestida, que en la puerta del consultorio hacía de secretaria.

El día anterior al sábado, había llovido a cantaros, y los lodazales hacían intransitables las calles del barrio, al extremo que los desvencijados camiones modelo 1930, se quedaban atascados, y otros automóviles tenían que ser sacados con yuntas de bueyes. La bruja se enojó porque con el pésimo estado de las calles, ningún cliente llegaría a la «consulta».

Y efectivamente, no llegaba nadie ya eran más de las 10 de la mañana, y para colmo de males, nuevamente la lluvia principiaba a azotar con fuerza, sin señales de quitarse. Desde la pequeña ventana la bruja endemoniada miraba hacia la calle y su sonrisa se ilumino cuando vio la efigie del buen anciano que dándose valor evitaba los obstáculos, dando pequeños saltitos entre el fango húmedo de la media calle.

La llegada se la celebraron con unas sonrisitas hipócritas y burlonas. Le quitaron el sombrero y la vieja capa con la que se cubría, hasta le ofrecieron una toalla para que se secara las manos, la bruja y su empleada le dijeron mil cosas y a la vez inventaron qua el entierro ya lo habían sacado y lo que era mejor; lo tenían en su poder y consistía en un muñeco de cera atravesado con alfi­leres.

Posteriormente, la bruja principio a leerle muchas cosas que nadie entendía y que se perdían en el espacio de la pequeña habitación, le sobó el cuerpo con unas yerbas, finalmente le dijo que ya se podía marchar porque estaba completamente sano y salvo de cualquier hechicería.

El anciano, ya para despedirse, le dijo a la bruja, que lamentaba no haber traído dinero, pero que de todas maneras ese mismo día le pagaría el valor de sus servicios. Doña Toribia Cristales, disimulo su disgusto al aceptar el pago en fecha posterior.

— ¿No le es molesto que lleguemos hoy por la tarde por el pisto?, preguntó.

—De ninguna manera— repuso el anciano, manifestando enfáticamente—, allí descansando les estaré esperando.

La lluvia se había quitado por completo y cuando salió el anciano, solo unos patojos jugaban entre los pequeños charcos con sus barquitos de papel periódico, el humo de algunas tortillerías cercanas se hacía patente, con el clásico palmar de las torti­Ileras que preparaban el popular alimento para los del barrio, que ya hacían cola con su servilleta y canasto. Doña Toribia se quedó espiando desde la puerta de la calle, hasta que el anciano cruzó la esquina.

Cuando dieron la tres de la tarde en el viejo reloj despertador, doña Toribia apuraba a la empleada para que le acompañara a rea­lizar el cobro pendiente, la otra mujer se peinaba con parsimonia y ella aprovechó para ver el tarjetero, el nombre del cliente com­pleto y su dirección…

— ¡Aquí está!, dijo la vieja, como cuando se vence un obstáculo, — ¡Dolores, Dolores!—, gritó desde adentro apresurando una vez más a la empleada, revisó nuevamente la mugrosa tarjeta y allí estaba el nombre completo

JOSE BUENAVENTURA SALAZAR

Dirección: Callejón de Pavón No. 7

Edad: 68 años Sexo: Masculino

Jadeantes llegaron a la esquina del Callejón de Pavón y presurosas buscaron el número como desesperadas, no tocaron porque la puerta estaba abierta y numerosas personas entraban y salían con arreglos florales.

—Perdone, ¡aquí vive don José Buenaventura Salazar?, dijo la empleada a un señor que bajaba de un auto viejo, con unos candelabros.

Con el promontorio de velas y candelabros que poco a poco colocó en el suelo le contesto:

—Efectivamente, ¿qué deseaban? Si es por algún cobro del finado, yo soy el primero en suplicarles que vengan dentro de una semana porque hoy se terminaron los nueve días, y ya saben Uds., el problema de atender a los amigos…

Cuentan las malas lenguas, que doña Toribia Cristales fue internada en el manicomio de la capital de Guatemala, después de aquella impresión, y la pobre empleada quedo como idiotizada, y aún deambula por las calles de la ciudad.

 

Gaitán, H. (1981). La Calle donde tú vives. Guatemala: Editorial Artemis y Edinter, S.A.

Compartida por: Anónimo

País: Guatemala

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