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La ciudad de Uruk o Erech estaba regida por Dumuzi, de origen divino, cuya esposa era la casquivana dio­sa Istar.

El amado Dumuzi pereció trágicamente, y su esposa, que recogió el cetro de la Caldea, no pudo contener la invasión de los enemigos elamitas.

La ciudad sufría bajo los tiranos invasores, pero en ella vivía el héroe Gish-Dubarra o Izdubar, más cono­cido por Gilgamesh, al que los hebreos llamaron Nem­rod, «masa de fuego…, fuerte y valeroso cazador», des­cendiente directo del último rey antediluviano, Hasisa­dra, Xisuthros o también Utnapishtim, «que fue como el Noé del diluvio mosaico».

Gilgamesh o Izdubar, que recorría la tierra, tenía sus monteros, a las órdenes de su fiel servidor Zaidu o Said, al que encargo que matase al monstruo marino que obligaba a los habitantes del país a entregarle her­mosas jóvenes que devoraba.

Cierto día, Gilgamesh tuvo el extraño sueño de que le caían encima las estrellas y un monstruo con garras de león, que lo arrojó al suelo y lo llenó de miedo. El valeroso cazador, preocupado, llamó a los más famosos adivinos y les ofreció grandes recompensas si descifra­ban su sueño. Ninguno lo consiguió.

Entonces supo Gilgamesh que existía un sabio ex­traordinario, llamado Ea-bani, «a la criatura de Ea», que vivía alejado de los hombres en una cueva, como una fiera, que tenía el cuerpo inferior de toro y dos cuernos en la cabeza, y que, ajeno a toda ambición, no quería abandonar su retiro, aunque conocía hasta las cosas más ocultas.

Gilgamesh envió a su servidor Zaidu para que lo trajera; pero Zaidu sintió un miedo terrible al acercar­se a la cueva del sabio hombre-toro, y regresó sin él. Gilgamesh envió entonces a Shamatu, «la gracia», y a Harintu, «la persuasión», dos servidoras de Isthar, es­coltadas por Zaidu, La segunda consiguió convencer a Ea-bani.

—Iré —dijo este— con la condición de llevar un Ieón del desierto para que Gilgamesh pruebe su valor matándolo.

Cuando el sabio hombre-toro llego a la ciudad fue recibido con grandes honores. Poco después, el valien­te Gilgamesh luchó con el león y lo mató, con lo que consiguió la estimación de Ea-bani o Enkidú, haciéndose amigos inseparables.

Los nuevos amigos marcharon inmediatamente con­tra el tirano elamita Kumbaba o Combabus, al que ma­taron, dejando su cuerpo abandonado a las aves de rapiña, y saquearon su palacio, que se alzaba en un mon­te oscurecido por cedros y cipreses.

Al regresar Gilgamesh a la libertada Erech fue pro­clamado rey, según predijera Ea-bani. Tras su victoria y para purificarse, Gilgamesh se desnudó totalmente para cambiar la ropa que había llevado durante el com­bate por otra distinta. Entonces Isthar, que le contem­plaba admirada, al ver la hermosura del héroe le pro­puso qua fuese su amante. Y además de ofrecerle su amor le prometió grandes honores y riquezas.

Pero el amor de la inconstante diosa era mortal; sus amantes habían muerto en sus brazos, por lo que el orgulloso Gilgamesh, aunque lamentándolo profunda­mente, pues era muy apasionado con las mujeres her­mosas, rechazó el amor de Isthar y le reprochó su exis­tencia prostituida por haber querido a otros antes que a él, especialmente al divino Dumuzi, a quien aún se lloraba.

La diosa, ofendida y encolerizada, subió al Cielo y pidió a su padre Anú que enviase contra el impruden­te un animal terrible. Entonces Anú creó un monstruo­so toro alado y lo lanzó contra el héroe. Pero Ea-bani o Enkidú acudió en socorro de su amigo y sujetó al toro celeste, mientras Gilgamesh le asestaba un golpe mortal en la nuca.

Isthar, desde la muralla de Erech, rodeada de las cortesanas sagradas, maldijo a Gilgamesh y se lamentó por la muerte del animal divino. Al verle, Enkidú des­pellejo el lado derecho del monstruo que hablan ma­tado y lo arrojó a la cara de la diosa.

-¡Y si pudiese haría lo mismo contigo! —le dijo burlonamente.

Después de llevar el toro muerto en holocausto al altar de Shamash o el Sol, ambos amigos se lavaron las manos en el Eufrates y entraron en la ciudad de Erech donde, entre las aclamaciones del pueblo, cele­braron grandes fiestas.

Sin embargo, Isthar ardía en deseos de venganza, por lo que su madre Anatú la satisfizo, haciendo mo­rir a Ea-bani, víctima de una terrible enfermedad con­tra la que luchó en vano durante doce días, muriendo al decimotercero, y angustiando a Gilgamesh con su horrorosa y repugnante lepra.

El héroe, sin su mejor amigo, sufriendo grandes dolores y careciendo de consuelo, empezó a temer la muerte. Y, acosado por este terror, se decidió a consultar con su inmortal antepasado Hasisadra o Utnapish­tim, el hombre afortunado, que por haber escapado del diluvio, había recibido de los dioses el privilegio de la inmortalidad.

Utnapishtim vivía muy lejos, en el paraíso, en la desembocadura de los ríos, y para llegar hasta allí había que recorrer un camino largo y peligroso.

Gilgamesh no se arredró y se puso en marcha. Salió solo y pronto llego a tierra extranjera, alcanzando el monte Mashú, donde el Sol se refugia todas las tardes para descansar tras su carrera diurna. Allí habitaban los terribles guardianes del Sol, gigantes con el medio cuerpo inferior de alacrán. Gilgamesh les dijo quién era y ellos, después de dejarle el paso expedito, le indicaron el camino del paraíso, largo y escabroso.

Durante once dobles horas, el héroe atravesó un de­sierto de arena en medio de la más completa oscuri­dad. A la doceava, la luz brilló, al fin, y Gilgamesh se encontró en un jardín maravilloso, a orillas del mar. Ante él se levantaba el «Árbol de los dioses» cuyos magníficos frutos eran sostenidos por ramas de lapislázuli y piedras preciosas formaban el suelo.

Aquel lugar de ensueño era la morada de la diosa Siduri Sabitú, que habitaba en las extremidades del mar. La diosa, al ver al viajero lleno de lepra y ves­tido simplemente con una piel de animal, tuvo miedo y se encerró en su palacio, ordenando a sus hermosas guardianas que cerraran la puerta.

Después de vencer innumerables peligros, Gilgamesh llegó a la orilla de las aguas de la Muerte, donde contó sus desdichas y manifestó sus deseos al barquero Uru­bel, Ur-Ea o Urshanabi, que estaba al servicio de Utna­pishtim y era el único que podría guiar al héroe duran­te la arriesgada navegación que tendría que empren­der.

Cuando Gilgamesh rogó, al barquero que le llevase a la otra orilla donde moraban los muertos, bienaven­turados e inmortales, Urubel se compadeció y le dijo:

—Te llevare, pero antes debes cortar en el bosque ciento veinte pértigas de sesenta codos cada una.

Una vez hechas y colocadas en la barca, Urubel hizo entrar también en ella al héroe y durante cuarenta y cinco días ambos hombres navegaron por el océano.

Al fin, alcanzaron la tierra de los muertos bienaven­turados en la desembocadura de los ríos. Estas aguas de la Muerte rodeaban el paraíso de Utnapishtim, e impedían que se llegase hasta él. Porque, ¡ay de quien tocaba aquellas aguas malditas!

Pero gracias a la previsión del barquero Umbel, Gil­gamesh pudo evitar el contacto mortal. Y para cruzar a través de las fatales aguas se sirvió de las pértigas, arrojando una tras otra, cuando se gastaban. Al tirar la última quedó franqueado el difícil paso y, poco después, el héroe estaba en presencia de su inmortal antepasa­do Hasisadra o Utnapishtim, a quien pidió su auxilio y manifestó su deseo de alcanzar la inmortalidad que el gozaba.

—No puedo darte el secreto que deseas —le contes­to Utnapishtim—. Si yo he conseguido la inmortalidad ha sido gracias a la benevolencia de los dioses.

Y para probarle que no se podía luchar contra el Destino, le propuso que durante seis días y seis noches no se acostase.

—Huye del sueño, imagen de la muerte —añadió. Pero Gilgamesh, apenas sentado, ¡se durmió!

 

Bibliografía

Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.

 

 

 

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