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Esta narración egipcia, que se remonta a más de tres mil años antes de Jesucristo, refiere las aventuras de un príncipe que regresaba de un viaje a Nubia.

Dicho príncipe iba poco satisfecho de sí mismo, de­bido a que, navegando por el Nilo, había pasado más allá de la isla en que pensaba desembarcar. Y ya se proponía terminar el viaje a pie, de cualquier modo, a través del desierto, sin gloria alguna, hasta llegar a su querido Egipto y dar cuenta del fracaso de su mi­sión al rey, cuando uno de los que formaban parte de su séquito, al verle tan alicaído, se aventuró a narrar­le, para levantar su ánimo, lo que a él le ocurrió en un viaje semejante, que se inició con un naufragio, pero que acabó muy felizmente, proporcionándole honra y provecho.

Empezó por citarle las jubilosas palabras de un ex­perto capitán:

— ¡Alégrese tu corazón, señor mío, porque, ved, ya hemos llegado a casa!

Y lo que sigue revela el entusiasmo de un hombre tan buen marino como buen patriota. Pero que era ante todo glorificador de la vida marinera y del orgullo del piloto que llega a puerto sano y salvo, sin haber Per­dido ni uno solo de los tripulantes.

El relato cuenta que, habiendo partido el viajero para trabajar en unas minas que el rey poseía en la península del Sinaí, naufrago la nave en que iba, y de los ciento cincuenta expertos navegantes que constituían la expedición, solo uno quedo vivo, el narrador, a quien una ola del mar Rojo arrojó a una playa desierta.

Allí pasó tres días,  “sin más compañía —dice— que la de su propio corazón”, y durmiendo, al llegar la noche, en un sitio que halló cubierto de césped, “donde no podía abrazar más que a su propia sombra”.

Empezó a divagar por aquellas tierras en busca de alimento, y descubrió higos, uvas, nueces, pájaros, pe­ces, y en holocausto a los dioses encendió un fuego. En­tonces oyó una voz horrenda que hizo temblar hasta los árboles y la tierra, y se encontró ante un enorme dragón recubierto de oro. A pesar de su tremendo as­pecto, el dragón era un dios bondadoso, que le pre­gunto con insistencia:

–¿Cómo tú, tan pequeño, has podido llegar a esta isla desierta?

Y el narrador le contó lo que le había ocurrido con la nave y que una ola le había arrojado allí.

Compadecido de su desgracia, y para darle ánimos, el dragón le refirió que a él también le afligió una vez la desgracia, pues una estrella que cayó del cielo había dado muerte a los setenta y cuatro hijos que tenía. Y, sin embargo, resistió con ánimo firme el dolor de aquella desdicha.

—Esto ha de servirte de ejemplo —añadió el dragón— para que hagas lo mismo, hasta que puedas re­gresar a tu tierra, abrazar a tu esposa y a tus hijos y ver de nuevo tu casa, la mejor del mundo.

Además le predijo que no estaría en aquella isla más de cuatro meses, transcurridos los cuales volvería a par­tir en una nave egipcia y sería feliz, yendo al palacio del rey para informarle de su viaje.

El náufrago, agradecidísimo, le prometió toda clase de presentes cuando llegase a su país e implantar en él su culto; pero el dragón se rió y le dijo que él tenia de todo en abundancia, y que cuando él se marchara, la isla desaparecería tragada por el mar.

Transcurridos los cuatro meses, apareció la nave egip­cia anunciada por el maravilloso dragón. Embarcóse el náufrago, considerándose ya feliz y, al partir, quien le colmó de presentes fue el dragón, que llenó el barco de mirra, aceites, nardos, perfumes, ungüentos, resinas, y, además, jirafas, elefantes, lebreles, monos, etc.

Todo esto fue ofrecido por el náufrago al faraón, dos meses después, que es lo que duro la travesía. Y en pago de ello el rey le otorgo el nombramiento de capitán y le regalo esclavos que estuvieron a su servicio.

Y aquí añade el narrador dirigiéndose al príncipe a quien quiere animar:

—Sírvante de ejemplo todos los trabajos que yo pasé y atiende a mi buen consejo, porque éstos deben ser siempre atendidos por los hombres. Pero no quie­ro cansarte con ellos.

La respuesta del príncipe fue tan pesimista como pintoresca.

—No to preocupes, querido amigo —dijo–, porque ¿quién se entretiene en dar de beber al ganso que ha de ser sacrificado en el acto?

 

Bibliografía

Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.

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