«…en las riberas de los ríos y teniendo por espejo a las aguas mansas, el viajero que, no teniendo la conciencia muy limpia, se aventura a salir por esos caminos de Dios, suele encontrarse con La Llorona, que es una mujer esbelta, Hermosa, vestida de blanco, y que se entretiene en peinar su larga cabellera, que no se desenreda jamás, en tanto que llora y lanza al aire ayes lastimeros. iAy de aquel que seducido por su belleza y compadecido de su llanto se acerque a ella a consolarla! Porque ella se lo llevará, marchando siempre de espaldas, como induciéndole al camino Hacia las ignotas regiones en que el Malo tiene sus dominios, en los que ella purga su pecado de Haber dado muerte a su Hijo, arrojándolo al rio».
Don Silvestre de Barreneche y Alcántara, como él se hacía llamar, pues su verdadero nombre era Silvestre Barreneche, a secas, era un castellano de ascendencia vasca que llegó a Guatemala hace muchos, pero muchísimos años. No llevaba, cuando lo hizo, más capital que su audacia y una sed de ganar dinero, fuera como fuera, sin límites; cosa que para un hombre de estas condiciones era muy fácil hacerlo en esos tiempos.
Lo primero que hizo don Silvestre, al llegar a nuestras tierras, fue irse a Amatitlán. Eran los tiempos en que en ese lugar, con el cultivo de la grana, se ganaba el dinero a montones. Allí trabajó como simple peón en las plantaciones de nopales donde se creaba la cochinilla; pero como no eran éstas sus aspiraciones, después de haber juntado un poco de plata, abandonó el lugar y desapareció por espacio de algún tiempo.
No se vinieron a tener noticias de él, sino hasta que se le vio convertido en dueño de una preciosa finca en el departamento de Santa Rosa. El hecho de ver convertido en terrateniente al que hasta hacía poco tiempo no era más que un simple peón advenedizo, dio lugar a que las gentes bordaran las más extrañas conjeturas. Entre todas las que se bordaron, la que más caracteres de realidad para las buenas gentes de esa época, era la de que Don Silvestre había hecho “pacto con el diablo”, vendiéndole su alma a cambio de gozar en la vida de todo el bienestar y las comodidades terrenales. Esta versión circuló por todo el país hasta que llego a adquirir título de «pura y santa verdad».
Don Silvestre era un hombre alto, fornido, blanco, de lengua barba y de negros ojos. Toda su belleza física encontraba con su alma satánica. Era el verdadero terror de sus pobres esclavos, a quienes no solo maltrataba físicamente, sino que lo hacía en lo moral, abusando de sus indefensas mujeres e hijas.
¡Don Silvestre era la estampa viva de la lujuria!
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En la misma época en que sucedió el hecho de que don Silvestre se convirtiera de la noche a la mañana en rico terrateniente, tuvo lugar, en Guatemala, un escándalo social del que todavía puede tomar conocimiento detallado quien se tome el delicioso trabajo de leer las crónicas de la época. Sucedió que un rico español, por razones
de negocios, tuvo que ir a una de las provincias vecinas, viéndose precisado a dejar en el país a su esposa para evitarle las molestias de la fatigosa travesía. La señora, que no era de las muy virtuosas que digamos, aprovechó la ausencia del confiado caballero para entrar en relaciones poco licitas con un joven mancebo de trigos no muy limpios. Las relaciones pasaron más allá de un simple devaneo amoroso; y, si hemos de dar crédito a las crónicas, debemos contar que la señora iba a ser madre de un hijo que no era de su esposo. Hasta entonces las cosas marchaban muy bien, pero, un día de tantos, el infante vino al mundo y no hubo más remedio que recibirlo. Ya después vería ella cómo se las entendería para «engatuzar» al marido. Bordó la nada santa dama mil planes para lograr su fin; pero no encontró ninguno que fuera bueno, optando por el más fácil, cual fue el de eliminar, por sus propias manos, a la infeliz criatura, para lo cual decidió ir a bañarse a un rio y arrojarlo en sus aguas.
Este crimen tuvo su castigo de Dios —pues Dios en ese tiempo parece que se preocupaba más de las cosas terrenas—, quien la mandó al infierno con ropa y todo, dándole por castigo Satanás, el de que la ayudara a llevarle almas al infierno. Para lo cual le ordenó que, vestida de blanco, y valiéndose de su bello físico, debía salir a los caminos a inspirar misericordia de los viajeros, derramando lágrimas y ayes lastimeros. Y que cuando éstos se le acercaran, los atrajera hacia ella y que se los llevara a las regiones en las que el Malo tiene su reino. Y ese mismo día salió la mujer, a quien él bautizó con el nombre de La Llorona, a recorrer esos caminos de Dios, en busca de los infelices pecadores.
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Venia una tarde don Silvestre de Barreneche y Alcántara, caballero en su mula peruana, con rumbo a su finca y seguido de su mozo de confianza, cuando al llegar al lugar del camino desde el que se contemplan las aguas del Rio Marialinda, vio que en las riberas del mismo estaba sentada una mujer, alta y esbelta, que peinaba a cada instante su cabellera larga, ondulada y negra, a Ia par que echaba at viento ayes lastimeros.
Al principio, don Silvestre creyó que se trataba de una visión. Se restregó los ojos; y, después de haber hecho esto, volvió a dirigir su mirada al lugar en que había visto a la mujer, dándose cuenta de que era tan cierto que la había visto como que él estaba en ese lugar. No se crea que por compasión se bajó a ver si le podía servir en algo. Al contrario, lo hizo guiado del deseo de dar satisfacción, con aquella infeliz que allí se encontraba desamparada, a sus desenfrenados instintos de lujuria. Ordenó a su mozo que no se moviera del lugar en donde estaba, a diez pasos de él, y se dirigió al sitio en donde se encontraba la mujer.
—Bella dama —le dijo, procurando aparecer galante—, ¿qué es lo que hacéis aquí, solitaria, en este lugar en que bien os puede pasar algo? Decidme: ¿en qué puedo serviros para mitigar, aunque sea en parte, la pena que os afligue?
La dama de blanco traje y negra, ondulada y larga cabellera, no le dio más respuesta que hacerle una seña indicándole que no hablara más y que le siguiera. Y, como para darle confianza, inició ella la marcha caminando de espaldas.
Don Silvestre, al encontrarse en una aventura que pertenecía a la categoría de las que a él le encantaban, siguió presto la orden, caminando tras la encantadora y enigmática mujer.
Como ella iba de espaldas, no se daba cuenta del peligro que podía correr al equivocarse de ruta e ir a dar al rio; por lo cual, don Silvestre, cuando el camino daba vuelta y el rio se convertía en catarata, dió un grito advirtiéndole la inminencia del peligro en que se hallaba y acercándose más a ella para tomarla en sus brazos y salvarla. Este instante fue aprovechado por la mujer, que no era de esta vida, sino que de la otra, pues era nada menos que La Llorona, que ese día había salido a cumplir su penitencia, quien lo envolvió en su larga y negra cabellera llevándoselo, por sobre las aguas del rio, hacia las regiones del Malo.
Bibliografía
Gálvez, F. B. (2006). Cuentos y Leyendas de Guatemala. Guatemala: Piedra Santa.