Cuando más pegados a la falda de la madre estaban, nuevamente el grito se escuchó, en las inmediaciones del potrero de Corona, «Es ella», —decían las buenas ancianas, que santiguándose, escondían a los patojos y hacían cruces de ceniza, en el suelo de la pieza.
El grito ahora nuevamente, se escuchaba más cerca y más cerca, posteriormente más lejos, lejos como en dirección a la Pedrera, el grito terrorífico era complementado por el silbar del viento y el aullar de los perros de las vecindades.
—Menos mal que ya se fue la condenada. Ojalá no regrese jamás. Cuando dijo la última palabra, doña Chabela somató con el puño la mesa y por poco lanza al suelo la veladora que le tenían puesta a San Judas Tadeo.
—Lo muy menos, alguna desgracia va a pasar, porque la llorona ya está fregando nuevamente —ésto lo decía la otra anciana que temblando del miedo aun sostenía un cristo en la mano—. A la mañana siguiente en todo el Callejón del Judío, no se hablaba de otra cosa, el tema de La Llorona era la comidilla del día. Unos inventaban más de la cuenta, y hasta llegaban a manifestar que les había tocado la puerta y que en la pilona de su casa tan colonial, como el Cerrito del Carmen, había buscado con sus gritos destemplados, a su hijo Juan de la Cruz.
El grito se perdía todas las noches en el potrero de Corona, y se alejaba para volver en breves momentos. Los patojos, del puro miedo, dormían amontonados, y no soltaban el vestido amplio de la abuela, que los ponía a rezar el Rosario, mientras en el espacio, el grito clásico y tradicional, sonaba fúnebre y aterrador.
El único que no creía en tamañas tonteras, era el zapatero remendón del barrio, que atribuía la el grito a un pájaro nocturno.
Las noticias del aparecimiento de La Llorona por los linderos del Cerrito del Carmen, cundieron por toda la ciudad y algunos vecinos llegaron hasta desocupar sus cuartos para irse a vivir a otro lado.
Cuando la noche iba cayendo con su manto enlutado, los temerosos vecinos se disponían a descansar. En el solitario Callejón del Judío, sólo el pito destemplado del policía se escuchaba, en la otra cuadra, de vez en cuando se saludaban con los ronderos que también cumplían la misión de «velar por el orden».
Con los naipes en la mesa, en medio del cuartucho, oloroso a cueros viejos, el zapatero platicaba con uno de los guapos del barrio de la Recolección, que jugaba con él una partida.
El humo de los cigarrillos subía verticalmente y se estrellaba en el cielo de manta, pintado con cal, a cada movimiento que el viejo hacía, la cama rechinaba, como quejándose del peso que cargaba.
Al filo de la media noche terminaron de jugar a los naipes. Don Pancho invito al joven amigo, a tomar una taza de café calientito y aromático, don Pancho seguía gastándole bromas al amigo y, este, sentenciosamente le contestaba:
La carcajada del zapatero resonó como un latigazo burlón, que asusto a los patojos de la vecindad, que ya se habían dormido. Los gallos tristemente cantaban a lo lejos, y los gatos en brama, hacían lo suyo en los tejados, mientras que alguien les lanzaba agua hirviendo para que dejaran de estar haciendo burla.
Llegaron al climax las bromas del zapatero, que el amigo le apostó, a que él, solitario después de las 12 de la noche, no pasaba por el Cerrito del Carmen, mucho menos por las inmediaciones del Potrero de Corona.
El aceptó de buena gana y tomó por un lado, el otro bajó hacia el extremo para reunirse allá arriba donde juntos esperarían a la Llorona, uno creía en el ser inmaterial y el otro aseguraba que, solamente, era un pájaro nocturno que asustaba a los ignorantes.
Sólo el sonido de los pasos se escuchaba en el solitario Callejón del Judío, mientras don Pancho proyectaba su ruta hacia el Cerrito del Carmen.
Llegó finalmente a una esquina y allí encendió un cigarrillo haciendo tiempo; con la esperanza de encontrar a los ronderos y jugarle una buena broma al amigo que ya subía por el otro extremo del legendario Cerrito.
Don Pancho aunque un poco viejo era un cantineador empedernido y no dejaba nada cuando de faldas se trataba y la ocasión le daban, vio palpablemente que de la casa de doña Chabela, salía una linda mujer, y hasta se había despedido con un adiós romántico y picaresco.
Don Pancho, ni lerdo ni perezoso, abordo a la joven dama que a esas horas, y en semejantes condiciones, ofrecía un blanco perfecto para que el Don Juan del barrio entrara en acción.
La risita de la muchacha le dio más confianza a don Pancho, que se creció, brotándole de los labios mil palabras, que más o menos hilvanaba.
La risita de la mujer, seguía la corriente de que don Pancho hablaba como un perico. «Imagínese que esta noche apostamos con un muchacho; el cual puede ser mi hijo, a subir hasta la cima del Cerrito del Carmen y con mi valor, hacerle entender que no existe La Llorona; como quisiera que nos viera juntos para demostrarle que Ud. como mujer, anda a estas horas de la noche, solitaria y sin miedo, a ese ser que solo existe en la mentalidad de los miedosos».
Ahora la risa de la mujer, se tornó en frase de elogio para don Pancho, éste con presunción, ante la dama, solo se retoco el mostacho amarillento y oloroso a tabaco barato.
¿Le gustaría dar una vuelta conmigo?, dijo don Pancho a la mujer guapa, que acompañaba.
—Por supuesto que sí, Francisco, contéstole la muchacha que con sus facciones finas cautivo a primera vista al zapatero remendón.
Don Pancho no perdió oportunidad y le metió el brazo a la muchacha y principiaron a subir las gradas anchas del Cerrito del Carmen, por el final de la 12 Avenida.
El amigo con más miedo que valor, fumaba nerviosamente frente a la bóveda de la Iglesia del Cerrito del Carmen, y don Pancho no se asomaba por ningún lado, él había cumplido subiendo, y únicamente el escapulario que su santa madre le obsequiara, pendía de su cuello.
Como a la media hora escuchó abajo, el movimiento y los gritos de los ronderos que corrían de un lado a otro, y a cuatro que en una camilla, cargaban a un hombre inconsciente. Ya no esperó más, y bajo corriendo para ver que sucedía, una corazonada le decía que a don Pancho, algo le había pasado, y efectivamente, su intuición no le engañaba, era don Pancho al que llevaban medio muerto y con la cara desfigurada, en una tosca camilla, rumbo al Hospital de San Juan de Dios, un galeno anciano, dudaba de que el hombre llegara vivo al Hospital, y los que cargaban, corrían para ganar tiempo.
Cuando pasaron por la Iglesia de La Merced, el pobre hombre solicito la presencia de un sacerdote porque presentía que la muerte ya se lo llevaba a un viaje sin retorno. El cura lo confesó y reconforto en los últimos momentos de su existencia, entre el grupo de gente y ronderos que allí estaba, identificó al amigo, y con voz entrecortada le dijo:
Gaitán, H. (1981). La Calle donde tú vives. Guatemala: Editorial Artemis y Edinter, S.A.
Compartida por: Anónimo
País: Guatemala