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Estoy seguro de que la vieja señora Sally creía en todo lo que contaba. Claro que nosotros lo tomábamos como cuentos que habían ido formándose con el paso del tiempo; pero siempre, bajo aquellas historias, había un algo de verdad inquietante.

La señorita Rebeca Chattesworth proporciona una relación curiosa sobre los hechos que sucedieron en 1753 en Tilded House.

Yo tenía la intención de hacer imprimir aquella carta íntegra, pero debo contentarme con los extractos más representativos de ella.

En aquel año, en el mes de octubre, había una guerra por el alquiler de Tilded House, entre el señor regidor Harper y Lord Castlemallard, que era el heredero por parentesco.

El señor Harper había acordado un contrato por renta de aquella mansión, para su hija y su esposo, de nombre Prosser. Había hecho gastos considerables en la remodelación general. La hija del regidor había llegado en junio y se había retirado a principios de octubre de la casa, por lo que el señor Harper fue a hablar con Castlemallard y le dijo que renunciaba a la renta por razones imposibles de explicar, que lo único que podía decir es que esa casa estaba encantada, y que por lo tanto debía ser demolida cuanto antes.

Lord Castlemallard presentó una queja en la cual pedía que el regidor cumpliera con el contrato anual de la renta. Pero el señor Harper mostro siete declaraciones juradas y el juez consintió en liberarlo de seguir alquilando aquella casa hechizada.

Los sucesos descritos ante el juez afirmaban que las molestias en la casa de Tilded House habían empezado a finales de agosto. Un atardecer en que la señora Prosser se encontraba sola, vio una mano firmemente apoyada en la parte exterior de la ventana de la cocina, como si alguien la hubiera alzado y escondido el resto del cuerpo. La mano era gorda, blanca y de edad avanzada. La señora Prosser creyó que era la de algún bandido dispuesto a entrar en la casa por la ventana. Lanzando un agudo grito de espanto, logró que la mano se fuera con rapidez.

Se registró el jardín, pero no había ningún indicio de que alguien hubiese estado parado ahí; además, una larga fila de macetas debería haber impedido que un hombre tomara la postura necesaria para alzar la mano como lo había hecho.

Esa misma noche se escuchó un intenso toqueteo en la ventana de la cocina. Un criado bajo mientras las mujeres esperaban asustadas. No vio nada ni a nadie, pero al cerrar la puerta observo como el picaporte se quería abrir solo. Los ruidos no cesaron en toda la noche.

A las seis de la tarde de un sábado, la cocinera estaba sola en la cocina y al alzar la mirada vio la palma de una mano apretada contra el cristal, moviéndose lentamente de arriba hacia abajo, buscando alguna irregularidad en su superficie. La mujer gritó y la mano se quedó todavía unos minutos más apoyada en la ventana.

Después de estas apariciones, comenzó a sonar en la puerta de la entrada, todas las noches, el toque de unos nudillos; primero tranquilo, luego colérico. El criado no abría la puerta y preguntaba insistentemente quien estaba ahí. Nadie le respondía, solo se escuchaban los golpes o un chirriar de uñas contra la puerta.

Siempre que el señor y la señora Prosser descansaban en la sala de estar, un golpeteo en la ventana los turbaba, a veces suave, otras veces con violencia, como queriendo romper el cristal.

Las cosas sobrenaturales siempre habían sucedido en la parte de atrás de la casa. Sin embargo, un martes por la noche sonó la misma llamada en la puerta del recibidor: golpes lentos, firmes y repetitivos. Con gran irritación y miedo escucharon durante dos horas seguidas, pues no se atrevían a asomarse.

Repentinamente las molestias cesaron y los habitantes de la casa creyeron que la mano se había cansado de molestarlos. ¡Que equivocados estaban!

La noche del trece de septiembre, una criada fue a la despensa y casualmente volteo hacia la ventana más pequeña de la cocina. Noto que en el orificio donde iba el cerrojo, un dedo blanco y arrugado metia la punta, luego entraban dos dedos moviéndose desesperados, ¡querían abrir la ventana! La sirvienta se desmayó.

El señor Prosser, que era muy necio, quiso acechar al fantasma, creía que todo era una mala broma y estaba dispuesto a atrapar en plena acción al bandido que había hecho nacer el pánico en la casa de Tilded House. Estaba seguro de que algún criado traidor quería volverlos locos.

Ya no solo eran los sirvientes, sino la misma señora Prosser, los que vivían aterrados, encerrándose rápidamente cuando comenzaba a anochecer.

Los golpes por la ventana habían parado nuevamente desde hacía ya una semana. Pero una noche, la señora Prosser se encontraba arriba escondida, mientras su marido reposaba en el salón de estar en la parte baja de la casa. Sus ojos se posaron en la puerta del vestíbulo, pues había sentido el llamado de la mano, pero esta vez de forma diferente los golpes habían sido muy quedos. Era la primera vez que se escuchaban en la parte superior de la casa.

El señor Prosser, que también había percibido los toquidos, dejó abierta la puerta del recibidor y se encaminó sin hacer ruido hacia aquél sonido infernal hecho con la palma de una mano por detrás de la puerta. Iba a abrirla con brusquedad, pero decidió ir por una pistola para dar una buena lección al fantoche que los estaba asustando.

Llamó a su criado y se presentó con él, los dos armados, caminando silenciosamente hacia el eco maldito que ya era insoportable para los nervios. El asediador de la casa no se asustó y continuó golpeando, cada vez con mayor intensidad, convirtiendo su lento toquido en golpes redoblados y estridentes.

El señor Posser abrió la puerta muy enojado. Nada. No obstante, su brazo fue sacudido de manera muy rara, como si lo hubiera agarrado una mano. El criado no vio ni sintió cosa alguna, y no comprendió por qué su amo miraba hacia atrás apresuradamente mientras la puerta se cerraba en sus narices.

A partir de ese momento la actitud del señor Prosser cambió, se volvió tan miedoso como el resto de los pobladores de la casa. Ni siquiera quería hablar del tema con nadie. Creía que había permitido la entrada de “eso” a la casa.

Prefirió no mencionarle a la señora Prosser lo que había ocurrido; subió más temprano que de costumbre para acostarse y estuvo leyendo la Biblia. No podía conciliar el sueño. Habian sonado las doce de la noche cuando sintió la palma de una mano dando pequeños golpes en la puerta del dormitorio y arañado para arriba y para abajo.

  • ¿Quién anda ahí?

No recibió más respuesta que los manotazos en la puerta.

Por la mañana, la criada estaba aterrorizada por la huella que había dejado una mano sobre el polvo de la mesa. Todos estaban nerviosos casi hasta la locura.

El señor Prosser hizo que entraran uno por uno al saloncito y comprobaran su medida de mano con la marca sobre el polvo. Pero esa huella era completamente distinta a la de todos los habitantes vivos de la casa y parecía corresponder con las descripciones que la señora Prosser había hecho de aquella mano sobre la ventana de la cocina. Sabían que el poseedor de esa mano y no estaba afuera, sino dentro de la casa.

Extraños y horribles sueños amargaban la vida de la señora Prosser, algunos de los cuales, detallados en la carta de la señorita Rebeca, eran pesadillas realmente aterradoras. Una noche, cuando el señor Prosser cerró la puerta del dormitorio, se extrañó de la rara quietud que lo invadía todo, no había sonido alguno, ni siquiera el de la respiración de la señora Prosser, lo cual era muy raro, pues él sabía que su esposa estaba acostada en la cama.

Una vela ardía al pie de la cama, sobre una mesita, y él llevaba otra en la mano. Apartó la cortina del lecho y pensó que la señora Prosser había fallecido, pues la palidez de su cara y la inmovilidad de su cuerpo cubierto por el sudor parecían indicar la muerte; a su lado, sobre la almohada, estaba la mano blanca y vieja extendiendo los dedos hacia la frente de la señora con movimiento lento y ondulante.

Prosser, lleno de pánico, arrojo un libro hacia la mano y esta se retiró inmediatamente; el señor dio una vuelta alrededor de la cama mientras la puerta de la alcoba se cerraba, según le pareció, por la misma mano blanca y estropeada.

Abrió la puerta con violencia y miro frenéticarnente a su alrededor, con los ojos desorbitados por el miedo; no había nada. Cerró bruscamente y puso varios cerrojos para protegerse. Por un instante se sintió «como si estuviera a punto de perder el juicio.» Luego, haciendo sonar la campana, llamó a la servidumbre y entre todos lograron que la señora Prosser saliera de aquel trance maldito en el que había caído. Parecía hacer pasado «por las angustias de la muerte.»

La señorita Rebeca añade en su carta «por lo que ella me ha podido contar de sus visiones; su marido habría agregado: y también del infierno».

Pero el acto que llevó la crisis a su culminación, fue la extraña enfermedad de la pequeña hija de seis meses. Sufría un insomnio que la hacía presa de la enajenación del terror; los médicos que la revisaron dijeron que su cerebro estaba llenándose lentamente de agua. La señora Prosser y la nodriza la cuidaban junto al fuego de la chimenea, preocupadas por su salud.

La cama de la niña estaba pegada a la pared y la cabecera de ésta chocaba contra la puerta del armario, que nunca estaba bien cerrada. Se daban cuenta de que la criatura se quedaba más tranquila cuando la sacaban de la cama y la cargaban. En una ocasión la habían dormido arrullándola, y cuando la colocaron en la cama, no pasó ni un minuto para que comenzara una de sus crisis de terror. Las dos mujeres descubrieron la causa del miedo de la niña.

Vieron claramente, saliendo de la abertura del armario y resguardada por la sombra, la espantosa mano blanca con la palma hacia abajo, justo encima de la cabeza de la niña. La madre y la nodriza salieron gritando del cuarto llevando a la niña en brazos y entraron a la habitación del señor Prosser; apenas llegaban cuando comenzaron a escuchar los enloquecedores golpecitos en la puerta.

Hay mucho más del horror, pero que baste con lo dicho. La singularidad de la narración parece describir una mano fantasma. Jamás apareció la persona a la cual pertenecía.

En una comida de alumnos en 1819, conocí a un anciano llamado Prosser, delgado, grave y parlanchín, que nos contó la historia de su primo Jacques Prosser, el cual, de niño, había dormido en una habitación que su madre decía que estaba hechizada, en una vieja casa cerca de Chapelizod; su primo, cada vez que estaba enfermo, sufría la visión de un caballero pálido, del que tenía fuertemente impresas en su mente la ropa y un rostro maligno y malsano, así como, la falta de la mano derecha.

El señor Prosser mencionó esto como un ejemplo de pesadilla monótona, individualizada y persistente, donde la angustia llegaba a extremos horribles…

 

Bibliografía

Balam, Alaric (2012). Cuentos Clásicos de Fantasmas. México: Editores Mexicanos Unidos.

Joseph Sheridan Le Fanu

Compartida por: Anónimo

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