Guatavita era la ciudad más populosa y la plaza de armas mejor fortificada del reino chibcha. Allí tenía su corte el cacique del mismo nombre, señor rico y poderoso.
Los habitantes de Guatavita eran inteligentes e industriosos; se les consideraba los orfebres más hábiles del reino.
Ellos eran quienes tallaban las imágenes de los dioses y los que fundían y labraban las mitras de los jefes. Para el atavío de los reyes engarzaban en sus diademas de oro las piedras verdes traídas de Muzo y Somondoco.
El príncipe de estas tierras tenía una esposa a la que prefería sobre sus demás mujeres, hermosa como un sol. Para ella eran las galas más ricas y las joyas más apreciadas, pues la amaba con locura.
Y aconteció que su maravillosa hermosura despertó un fuego ardoroso en el corazón de uno de los más valientes guerreros. Tan fascinado quedó por la belleza de la princesa, que apenas podía separar la mirada de su rostro.
La princesa se dio cuenta inmediatamente de la admiración que había despertado en su vasallo. También vio que era esforzado y arrogante, y que las plumas de papagayo que adornaban su frente estaban enriquecidas con piedras maravillosas que lanzaban verdes destellos. Y supo que era noble, porque de las orejas y de la nariz le pendían magníficos aros de oro.
El enamorado guerrero era fuerte y hermoso como Sua, y de sus ojos se desprendían rayos que calentaban el corazón.
Una noche, mientras reinaba la animación y el bullicio en palacio, la princesa le dio a su marido una totuma rebosante de turbadora bebida, y luego otra, y aún otra, hasta que la embriaguez lo venció.
El vasallo, en cambio, no estaba bebido. Estaba contemplándola. Y cuando ella se acercó silenciosamente a su lado, la tomó en sus brazos vigorosos y la llevó a su bohío. Tras ellos cayó la cortinilla de juncos que tapaba la entrada.
Lo mismo sucedió durante tres noches. A la cuarta… De nuevo le dio a su marido la totuma llena de bebida para embriagarlo, y una vez más la cortina de juncos cayó tras los amantes.
Sin embargo, la más antigua de las mujeres del rey, celosa de la hermosura de la princesa y del favor que le dispensaba el soberano, supo lo que ocurría y decidió vengarse. Despertó al monarca y lo condujo al bohío donde se ocultaban los dos amantes, diciendo:
—Ven y verás cómo to engaña tu mujer.
Durante unos instantes, el rey quedo agobiado bajo el peso del dolor. Pero luego se irguió furibundo, y su diestra se crispó sobre la empuñadura del cuchillo. Lleno de cólera, lanzó un grito que resonó como un rugido en el silencio de la noche. Acudió la guardia, y allí mismo dictó órdenes tan severas que hasta sus fieros guerreros quedaron petrificados de horror.
Al día siguiente, a la salida del sol, la ciudad de Guatavita fue testigo de un terrorífico espectáculo. Atado a un poste pintado de rojo estaba el joven guerrero rodeado de cien soldados armados. Y a dos pasos de la víctima, dos esclavos sujetaban a la favorita adúltera, a la que el rey había obligado a presenciar el castigo.
Entonces, con los ojos desorbitados, transfigurada por el terror, la princesa vio como le cortaban a su amante las orejas, la nariz, los labios… Le sacaron los ojos, le rompieron uno a uno los miembros, le vaciaron las entrañas… La sangre le tiro la frente y las vestiduras.
Por último, del cuerpo palpitante arrancaron el corazón, lo asaron allí mismo y la obligaron a comérselo.
Para mayor castigo de la culpable y con el fin de que sirviera de lección a las demás mujeres, el jefe dispuso que en las fiestas públicas se relatase el delito de la adúltera, y que trovadores asalariados fuesen todas las noches al pie de la ventana a cantar la historia del suplicio.
¡Cuántas lagrimas brotaron de los hermosos ojos de la princesa! Noche tras noche oía los cantos de los trovadores. Y noche tras noche recordaba el suplicio de aquel que no podría olvidar jamás.
No pudo resistirlo. Y mientras su esposo estaba profundamente dormido, se deslizó hasta la cuna de su hijita, una niña de corta edad, hija suya y del rey, y tomándola en sus brazos huyó hacia las montañas.
Mientras Chía, la dulce Chía, iluminaba con su blanca luz el camino, la princesa corría afanosa hacia el páramo. Ya en la cumbre de un cerro que se alzaba sobre el lago, se detuvo. Soplaba un viento frio y la niebla se arremolinaba en las alturas.
Un árbol cuyo tronco estaba engarzado con lianas de flores rojas se asomaba al abismo. A él se agarró la princesa, inclinándose, miró las tranquilas aguas que parecían bruñidas como un espejo.
De pronto, se rasgaron las nieblas y la luna se reflejó en las aguas. La princesa, por tres veces, se encomendó a Bachúe. Después apretó a su hijita contra su corazón y se arrojó al vacío. Y las ondas cristalinas se abrieron amorosas para dar refugio a tan hermosa mujer y tan linda niña.
Entretanto, el cacique se había despertado, dándose cuenta de que su esposa no estaba junto a él. Buscaron a la princesa por todas partes sin poderla encontrar.
Al fin corrieron hacia el lago. Pero ya no alcanzaron a ver más que unos círculos concéntricos, formados al caer los cuerpos, que se iban ensanchando más y más, hasta llegar a los juncales de la orilla.
Por orden del rey, que aun amaba a su adúltera mujer con locura, uno de los jeques se zambulló en el lago. Y al reaparecer de nuevo a la superficie al cabo de poco rato, contó:
—La princesa y su hija viven felices en la morada del dios Guahaloque, un espléndido palacio rodeado de hermosos jardines.
— ¿Y no volverá a salir nunca? —pregunto el rey.
—No —respondió el jeque—. Por mandato del dios vivirá siempre en el fondo del lago, desde donde se ocupara de remediar las necesidades de Guatavita.
Desde esos tiempos remotos, de todos los confines del reino chibcha venían los peregrinos a traer sus dádivas al genio del lago.
Y cortaban los sacerdotes que en noches estrelladas y luminosas solía mostrarse la hermosa princesa sobre el cristal de las aguas.
Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.