En los páramos de la baja costa, donde la tierra se da plena de pujanza, donde todo es vida, reverbera el sol en lontananza y llena el ambiente el rico olor donde se conjugan los aromas del jaraguá, del calinguero y, en fin, de todas las plantas que saludan el paso del viajero con su regalo aromático en afanes de bienvenida.
Vaqueros sentados de medio lado en monturas rechinantes, realizan las faenas de la vaquería con singular destreza. En las labores de los arreos y las curas, caballo y jinete armonizan en un todo para dominar a los astados. El sol parece respetar la existencia de los hombres de estas tierras.
Los días en la costa, cuando no llueve, son bien largos. El alba es coronada con los trinos de los pájaros mañaneros que saludan al sol con himnos gloriosos. A las nueve de la mañana ya el sol esta fuerte. Al mediodía un pesado sopor envuelve a todos los seres, hasta que la brisa de la tarde, insinuándose tímidamente, anticipa el frescor de la noche, unas veces estrellada, otras, tenebrosa. Cuando el manto de estrellas tachonan el firmamento, los hombres del campo se dan a la tarea de reconocer figuras dibujadas en el pabellón infinito del cielo. Cuando la noche es oscura, todos se recogen temprano, parece que se dedicaran a oir el zumbido del silencio. Cuando hay luna llena florecen los amores, se preparan los cazadores y se largan a «lucear» venados; los pescadores se van a las riberas a camaronear o a pescar con fisgas, anzuelos o atarrayas.
Así trascurre la vida de los hombres del campo, raras veces acontecen hechos que conmueven las rutinas de sus vidas. Cuando algo sucede, por lo general es algo serio: o se accidenta alguien perdiendo la vida en trágica forma, o bien los filos de los corvos salen a relucir agitando la noche con chasquidos de muerte, bien por viejas pendencias o por cobrar recientes agravios.
Por la zona de la Gomera había una hacienda, de cuyo nombre prefiero no acordarme. Patrón y vaqueros vivían al ritmo del trabajo y en la comunidad que formaban jamás la discordia había arañado sus puertas, todo era cooperación y tranquilidad.
El dueño de la finca no sabía a ciencia cierta la extensión de las tierras que poseía, menos la cantidad de reses que, pastaban en sus vastas sabanas. Había regiones dentro de la misma finca que eran desconocidas, en ellas solo las reses cimarronas vivían; pasaban muchos meses sin ver seres humanos y cuando llegaban a ver a un hombre, la embestida rabiosa era la rápida respuesta.
Por lo menos una vez al año se hacían arriadas de cimarrones para ponerles el fierro. Cuentan los vaqueros que daba lástima ver a los animales cuyos cuernos habían crecido en forma viciosa y algunos llegaban con la cuenca de un ojo vacía y la punta del asta incrustada hasta el tondo de la órbita; el propio cuerno había dejado ciega a la bestia que no tenía el auxilio del hombre para detener su propia agresión. Las gusaneras en algunos novillos dejaban rastros enormes habiendo sido pasto de los gusanos, pagando en esa forma el tributo de su libertad cerril.
Daba gusto ver la forma bravía coma los cimarrones se comportaban cuando eran arriados, su recia figura y sus briosas contorsiones para devolverse al corazón del monte, hacían que los vaqueros pusieran todo su empeño y sus mejores artes para dominarlos.
Lo simpático era que en unos caulotales existentes en el medio del camino hacia la casa de la hacienda, vivía un mico que ayudaba a los vaqueros en sus afanes con los cimarrones. En cuanto el simio divisaba el tropel de vaqueros y reses, se aprestaba a subirse a un arbusto y al pasar debajo saltaba sobre los lomos de los cimarrones. Era de verse la respuesta de los cornúpetas salvajes al sentir sobre el espaldar las garras del cuadrumano; algunos se estremecían en muecas espantosas, pero el mico gozaba con aquellas cabriolas. Caminaba unos cuantos metros molestando a las reses y se regresaba al caulotal. Ya los vaqueros le conocían y se entretenían tirándole ramitas que a veces el mico devolvía con fuerza y certera puntería.
En una ocasión, unos vecinos regalaron al patrón de la finca un brioso y semisalvaje ejemplar equino de prieto y reluciente pelaje, que parecía tener al diablo metido. El día que lo llevaron fue puesto en un corral hecho con rieles; a pesar de su solidez temblaba toda la instalación con las embestidas de aquel animal.
Los mejores vaqueros fallaron en su intento de domarlo. Hubo quienes hilvanaron leyendas fantásticas sobre la procedencia del garañón. Lo cierto es que los más diestros no pudieron imponerse con las mañas infernales de aquel cerril. Por fin al patrón se le ocurrió una idea: llevar al potro, a como diera lugar, al caulotal y dejarlo amarrado una noche entre los dominios del mico.
No podría relatar los esfuerzos y peripecias de los vaqueros para trasladar al fiero animal; fueron muchas las cabriolas y patadas del potro en su denodada resistencia, por fin, se quedó fuertemente amarrado y con los belfos temblorosos y espumantes.
No sabemos que paso; quienes vivían cerca del caulotal percibieron un lejano retumbar de tierra y lastimeros relinchos. Pujidos y patadas formaron una mezcla de protesta y entrega. Al clarear el día y desdibujarse las sombras de la noche, todos corrieron a ver la obra del cuadrumano. Efectivamente encontraron al potro completamente desfigurado y en una traza que daba pena. De su fiero comportamiento no le quedaba ni el recuerdo, se notaba que su lomo había recibido las gracias de las garras del mico y casi no podía tenerse parado. Cuando lo desataron siguió mansamente a quien le jalaba de la saga. A duras penas pudimos descubrir una fina y simétrica trenza que manos diestras habían tejido con las crines de la frente del animal.
La fiera había sido domesticada, pero no sirvió jamás para nada; de aquel potro voluntarioso y rebelde, solo quedó un pobre jamelgo taciturno e inservible.
Goyo Morales era el mayordomo de aquella hacienda, buen vaquero y buen hombre; trascurría su vida entre el trabajo y la felicidad de su hogar. Hasta que un día, la Tina, su hija casadera, a duras penas le relato que debía casarse con uno de los vaqueros de la finca vecina. Al terminar su hija la última frase, la cara de Goyo se desfiguró en un rictus de ira. Sin decir palabra, descolgó una manea de la pared del rancho y agarró con furia a su hija, asiéndola por las trenzas con sus enormes manazas. Casi a rastras la llevó al caulotal del mico y allí la dejó fuertemente atada. La joven no articuló ni un gemido, a pesar del daño que aquellas enormes tenazas le inferían y del miedo que le infundía la oscuridad y el lugar.
La noche vino con su luto. Los que vivían cerca del caulotal se acercaron al lugar donde el padre había dejado a la Tina. Vieron horrorizados que alrededor de la muchacha, el mico bailo por varias horas en una lúgubre mezcla de rito y frenesí gimnástico. Al llegar la medianoche, la figura del mico se trasformó en la de un perro de ojos llameantes que daba humanos alaridos.
Cuando amaneció, desataron a la Tina, quien con una carcajada tenebrosa erizó los pelos de los presentes… ¡A la Tina se la había ganado el Cadejo…!
Bibliografía
Sieckavizza, A. L. (1966). Leyendas de Tierra Adentro. Guatemala: Editorial, José de Pineda Ibarra.
Compartida por: Anónimo
País: Guatemala