José Lino Manríquez Martínez nació en el pueblo de San Antonio el 3 de septiembre de 1855. Es esos agitados tiempos, Don José Miguel, papá de José Lino, participó activamente en la lucha contra el filibustero Juan Napoleón Zerman que ese año de 1855 tenía sitiada a la ciudad de La Paz. En apoyo al general Manuel Márquez de León y al frente de un pelotón de la guarda montada hizo prisioneros a los tripulantes de los buques piratas “Archibald Grace” y Rebeca Adams”, a quienes condujo al puerto de Mazatlán para su posterior envió a la ciudad de México.
La participación del sargento Manríquez Martínez en otras acciones lo hizo merecedor de ser nombrado Jefe de la Policía Montada del Real de San Antonio.
Corría el año de 1861 cuando el señor Manríquez fue enviado por la superidad a vigilar el transcurso ordenado de un evento social de relevancia: El matrimonio civil y eclesiástico del comerciante Miguel González Rodríguez, y la señorita Soledad Rufo Santacruz, acto apadrinado por el recién nombrado gobernador juarista Don Teodoro Riveroll.
El evento tuvo lugar en “El Novillo”, rancho cuyo propietario era Don Tomás Balarezo. Don Miguel, el novio, a quien Don José Miguel había proporcionado valiosos servicios, invitó a la familia Manríquez Martínez para que asistieran a la boda. Y fue ahí donde el pequeño José Lino atrajo la atención del profesor Víctor Piñeda de la Cruz, y de su novia, la maestra Refugio Contreras. Hablaron con el padre, de tal suerte que meses después el niño fue admitido como alumno regular Liceo Parroquial, quedando a cargo de Don Pedro Contreras y Doña Perseverancia Espinoza, padres de la señorita Contreras, maestra de música del nuevo alumno.
Fue entonces cuando la familia decidió venirse definitivamente a vivir a La Paz para estar junto a Don José Miguel, quien separado del servicio militar trabajaba como jefe de Vigilantes en un centro de diversiones. Mientras el padre se ocupaba en sus labores, el pequeño José Lino de Jesús y sus hermanos asistían regularmente a clases que en los anexos parroquiales impartían los maestros Gabriel Santiesteban , Julián Galindo, Adolfo Belloc, Teófilo Encinas y el mentor sinaloense Nicolás Sánchez carrillo.
Cuando todo parecía en calma volvieron las revueltas. A mediados de 1866 el gobernador Antonio Pedrín fue derrocado por el Gral. Pedro María Navarrete quien, lejos de congraciarse con la población, cometió diversos atropellos, pasando a la historia regional como el más sanguinario de cuantos gobernantes conoció la entidad. Contra su gobierno se revelaron varios grupos de Todos Santos y El Triunfo, pero fue Antonio Pedrín nombrado jefe político y comandante militar de la Baja California quien lo obligó a abandonar la entidad.
Meses antes, Navarrete había hecho prisioneros a varios patriotas liberales — Él era representante del gobierno francés — y confinados a las mazmorras del cuartel militar. Los detenidos que fueron condenados a muerte fueron Martín Erqueaga, Roberto Fisher, Ignacio Armenta y Laureano Rosas, capitanes; Loreto Talamantes, Gregorio Osuna y José Miguel Manríquez, sargentos, así como los soldados Muriel Lozano, Calixto Martínez y Úrsulo Fuentes, todos de las tropas del general Manuel Márquez de León.
El 11 de noviembre de 1866, Don José Miguel fue confinado a la estrecha e insalubre celda de castigo, puesto al cuidado del Cabo Crispín Sández, jefe del resguardo del penal y uno de los más abyectos seguidores del imperialista Navarrete. El pequeño José Lino, enviado por su madre a llevarle alimentos a su padre fue testigo de cómo , con crueldad inaudita, Sández ordenó sacar de la celda al prisionero, para disponer que en presencia del niño fuese azotado hasta sangrar y quedar desmayado de dolor.
Al ver aquello, el niño se encaró al Cabo Sández para implorar piedad para su padre. En respuesta y como uno más de sus alardes sanguinarios el tosco soldado le contestó con voz cargada de crueldad: –“¿Para qué quieres piedad para tu padre?, es un bandido malechor y esta tarde, a las 4:00 en punto será pasado por las armas en el paredón de las Ciénagas.
Abatido por el dolor, José Lino de Jesús vio como el malherido cuerpo de su padre era llevado de nuevo a la celda insalubre de castigo. Regresó a la casa para avisarle a su madre y se dispuso a lo que señalaría su ingreso a las páginas de la historia.
Partió hacia el lugar señalado para la ejecución y una vez de nuevo ante el cabo Sández propuso un insólito trato:
-¿Me da su palabra de hombre y de soldado respetar la vida de su padre si yo me ofrezco para que me fusilen a mí?
El trato fue contestado por el iracundo navarrista con un leve movimiento en su rostro inmutable. Y sin que se dijera una palabra más, el pequeño José Lino de Jesús, de escasos 11 años de edad, fue lazado con una reata y arrastrado por entre los matorrales de la Ciénega y los choyales del área. Y para dar muestra del mayor sadismo, Sández hizo conducir a presenciar el holocausto del niño, a todos los prisioneros, incluyendo al padre de la inocente víctima.
Para corolario del despreciable asesinato, Don José Miguel fue obligado a cavar la improvisada fosa donde fue depositado el frágil cuerpecito del niño héroe, para ser cubierto después de piedras y tierra. Atardecía el 11 de noviembre de 1866. El lugar exacto del sepulcro se encuentra señalado a escasos metros donde el fervor popular, andando el tiempo, elevaría una modesta capilla para perpetuar ese acto sublime de amor filial.
Desde entonces, muchos peregrinos acudieron domingo a domingo a depositar ofrendas florales, encender cirios y depositar figuras de oro y plata en pago de fervorosas promesas de los fieles que hubieron de adjudicarle infinidad de milagros. La tradición popular le llama desde entonces “La animita del Camino Real”.
Bibliografía:
Reyes Silva, Leonardo. (2011). Mitos y Leyendas.
La Paz, Baja California Sur, México.
Enviada por: Sergio Avila
Los años anteriores a que tuviera lugar el terremoto que en el año de 1917 destruyó casi por completo la ciudad de Guatemala de la Asunción, no se dibujaba en ella ni el más ligero esbozo de vida nocturna.
Tras el toque de ánimas que lanzaban al viento las lenguas de bronce de sus cien historiadas iglesias, y del toque de queda que rasgaba los aires de los clarines de los Castillos de Matamoros y de San José —que fueron construidos durante la época colonial—, sus tranquilos y pacíficos moradores, que seguían al pie de la letra el refrán de «mejor machete estate en tu vaina», se encerraban en sus casonas coloniales, que nos hacían recordar las españolas de grandes patios y de balcones enrejados. Ellos sabían, muchos por experiencia y otros de oídas, que el salir a la calle podría costarles más de un dolor de cabeza que les haría pasar las «rondas» de don Meme, que la recorrían de un confín a otro.
Las personas mayores, entre sorbo y sorbo de delicioso chocolate, servido en india jícara, hacían vida social en los salones, pelando al prójimo o hablando del chisme del día; y a la gente menuda, tras el habitual rezo del Rosario y el recitar de las preces del «bendito» y el «ángel mío de mi guarda», nos enviaban a la cama.
Yo siempre fui un niño flaco, enfermizo, tímido y miedoso —una síntesis del niño consentido—, que me asustaba ante la contemplación de un rincón obscuro o al escuchar el crujir de una puerta mal cerrada. Sin embargo, era muy dado a que me contaran «casos» de ánimas en pena y aparecidos, que solían relatarnos las criadas indias traídas a la capital de la finca de mi abuelo. Jamás me enviaban a acostar solo; siempre me acompañaba la Andrea, mi china, una india imaginativa, buena y leal, que sabía miles de historietas, a cuales más interesantes, y que vivía al lado de mi familia desde el casamiento de mi madre. Ella había recibido la orden de no separarse de mi lado, sino hasta que estuviese profundamente dormido.
Todas las noches, a la hora precisa en que me acostaba, escuchaba pasar frente a mi cuarto, que estaba situado al lado del de mi madre, y en el ala de la casa que daba a la calle, el ruido del arrastrarse raudo de un carruaje cuyos caballos, percherones negros me lo imaginaba yo, golpeaban con sus cascos herrados los embaldosados de las calles que vieron pasar por encima de ellas a muchos capitanes generales ya esbozados caballeros españoles de la época pre independencia.
La primera vez que lo sentí pasar, apenas si le di importancia. Pero como seguí sintiendo que lo hacia todas las noches, a la misma hora, principie a inquietarme y a bordar en mi infantil y enfermiza imaginación las más extrañas conjeturas. Una noche, por fin, decidí salir de dudas y; preguntarle a la Andrea lo que hacia ese carruaje a esas horas. ¡Cómo no lo va a saber ella —pensé que sabe tantas cosas?
—Todo esto —dijo— sucedió después de la Revolución de 1871, que derrocó al gobierno de los «cachurecos», llamado de los 30 años, y cuando hacía poco que había subido a «la guayaba» el general don Justo Rufino Barrios, don Rufo, como lo llamaban todos, y quien quería mucho a los humildes y odiaba a los aristócratas. Este señor, al no más subir al poder, dispuso que salieran de Guatemala, para bien de ella, los frailes, monjas y padres que había en los conventos. Como el mismo no podía ejecutar sus órdenes, comisionó para que las llevara a cabo a Sixto Perez, a quien, por su color, llamaban Sixto Negro, personaje en quien había depositado mucha confianza. Este no solo las cumplió, sino que dicen que se excedió en ellas; pero esto no viene al caso, y sigamos con la historia.
«Un Viernes Santo, llevada en hombros por los «cucuruchos» de la Hermandad de Jesús Sepultado de Santo Domingo, salió de ese templo la procesión del Santo Entierro. Esa misma procesión que sale ahora a las tres de la tarde y que recorre media Guatemala.
«Cuando la urna del Señor, adornada de flores y zahumada de incienso, venia por la esquina de esta misma calle (nuestra casa se hallaba situada en la 11 avenida norte y quinta calle), frente al atrio de la Merced, cuyas matracas imponían majestad a la procesión, se dejó venir sobre ella, como un huracán, un carruaje tirado por dos briosos caballos negros, adentro del cual iba gritando y cantando don Sixto Negro, a quien acompañaban varias «mujeres malas» que rompían el tradicional silencio de ese día con sus risotadas y cantos.
«Los «cucuruchos», ante el inesperado atropello, dejaron caer al suelo la anda, rodando por él la imagen, que si no se hizo trizas fue por un puro milagro… Sixto y sus acompañantes se perdieron entre la polvazón que se levantó y las maldiciones y candelazos que alcanzaron a tirarles algunos «cucuruchos».
«No habían pasado dos semanas de que esto sucediera, cuando se supo en Guatemala, que Sixto había desaparecido. Lo buscaron por todas partes; y nada: en su cuarto solo encontraron un fuerte y penetrante olor a azufre. Mi nanita, que Dios la tenga en su santa gloria, contaba que se lo llevó el «Cachudo», con ropa y todo, dejando pa’recuerdo, de que había estado por allí, la jediondez en el cuarto.
«Desde entonces, m’hijo, a esta hora, qu’es la hora en que salen las ánimas a cumplir sus penitencias por el mundo, la de él sale a pasearse por las mesmas calles en que cometió su desacato; y hace en el mesmo carruaje, que va tirado por dos caballotes negros, que van echando chispas por boca y haciendo sobre los empedrados pelenguén…pelenguén… Si no me crees lo que te cuento, abre la ventana mañana a esta mesma hora y lo vas a ver…
«Mi finada nanita, que según ella jamás dijo una mentira, me contó, como yo te lo cuento a ti, este «caso», y ella me aseguraba que una noche que la mandaron a comprar un manojo de cigarros de tuza a la tienda de la esquina, alcanzó a ver cuándo el carruajón, echando chispas por todos lados, doblaba la esquina de la quinta calle».
Raudos, como el carruaje de Sixto Perez, los años han pasado por mi vida. Me hallo lejos de mi Guatemala embrujada y llena de consejas, y siempre que por las noches oigo sobre los embaldosados el pelenguén…, pelenguén…, de algún coche, llega a mi imaginación el recuerdo del carruaje de don Sixto Perez, que, entre chispas y tirado por negros percherones, tal vez esté pasando por las calles de mi barrio de la Merced…
Bibliografía
Gálvez, F. B. (2006). Cuentos y Leyendas de Guatemala. Guatemala: Piedra Santa.
Este es uno de los más espeluznante espantos del que se tenga noticias, tiene como finalidad el hacer daño por efecto psíquico u otros medios de manipulación de terceros, el Anima Sola se presenta en forma de mujer de largos cabellos y atractivo rostro y tiene la finalidad de cobrar las velas de las Ánimas Benditas, pues en estos pueblos la gente acostumbra a pedir favores a las Ánimas y estas casi siempre le conceden los favores a cambio de que se tengan prendidas cierta cantidad de velas durante un tiempo antes prometido, de no cumplirse con esta contra prestación de los devotos, hace su entrada el Anima Sola; para recordar la deuda de una manera tenebrosa.
En Guatire, sector las Flores del Ingenio; se cuenta que una señora devota de las ánimas, en una ocasión olvidó prender la prometida vela a pago de favores de éstas, esa noche tocaron a su puerta y resultó ser una amiga de la cual tenía tiempo no veía, para su desdicha e ingenuidad la invitó a pasar, al momento y una vez dentro la visita se convirtió en un celaje que recorrió –cual inmensa sombra negra– toda la sala, tomando a su víctima por los cabellos en repetidas ocasiones causándole grandes moretones, la señora aterrada se arrastró como pudo hasta el altar y prendió temblorosa un cabito de vela a la vez que pedía perdón por el olvidó, al momento la gran sombra abandonó la casa; dejando privada a la olvidadiza señora, quien desde entonces prende a diario gran cantidad de velas, aunque no haya nuca más pedido un favor ni dejado pasar a su casa visita alguna.
Bibliografía
Franco, M (2007). Diccionario de Fantasmas, Misterios y Leyendas de Venezuela. Publicado por Los Libros de El Nacional.