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Poseidón, dios del agua, especialmente del mar, pero también de ríos, arroyos, lagos, manantiales y fuentes, era uno de los de los grandes dioses del Olimpo.

Al igual que Zeus y Hades había nacido de la pareja Cronos y Rea, siendo según la tradición, el mayor de los tres hermanos, aunque luego, en virtud siempre del antropomorfismo, se consideraba a Zeus como el primogénito.

Como ya es sabido, después de ser vencidos los Titanes y Gigantes y al hacer el reparto del mundo, botín obtenido por la victoria, a Poseidón le correspondió la soberanía de todo el elemento líquido, fuese cual fuese su origen.

En la Ilíada se lee: “Tres pasos dio, haciendo retemblar las altas colinas y las espesas selvas bajo sus inmortales pies; al cuarto llegó al termino de su viaje, a Aigai. Allí, en las profundidades del mar tenía magníficos palacios de oro, resplandecientes a indestructibles”.

Sí, Poseidón habitaba en el fondo del mar, en su hermoso palacio de Aigai. Iba siempre armado de un tridente, que era su arma favorita y la utilizaba para todo: para levantar las olas del mar, para hacer brotar fuentes y manantiales, aparecer pozos y lagos y para provocar terremotos.

Sus vastos dominios los recorría en un carro arrastrado por impetuosos corceles, imagen de las olas espumantes que se empujan obligadas por el viento.

Por esto, el animal que se consagró preferentemente a Poseidón fue el caballo. Recuérdese, por ejemplo, que la unión de Poseidón y Medusa nació Pegaso, el caballo alado.

Sobre los amores de Poseidón hay varias versiones. Una de ellas se refiere que enamorado locamente de Amfitrite, una de las Nereidas, la raptó un día que esta jugaba con sus hermanas cerca de la isla de Naxos.

Otra cuenta que la hermosa joven, que se sabía amada por el dios de las aguas, le rehuía siempre por simple pudor. De tal modo que, en cierta ocasión, fue a esconderse más allá de las Columnas de Hércules, es decir, al otro lado del mar.

No conforme con esto, el enamorado Poseidón mando a los delfines en su busca y uno de ellos, que la encontró, la persuadió y la trajo consigo para ser esposa del dios del tridente.

Las Nereidas, divinidades marinas, personificación de las olas del mar, eran hijas de Nereus y de Doris, una de las hijas de Okèanos. Poseidón, por tanto, era a la vez que esposo el abuelo de Amfitrite.

Generalmente las Nereidas eran cincuenta, aunque a veces se las hacia llegar hasta cien. Vivian en el fondo del mar, en el palacio de su padre, sentadas en tronos de oro. Empleaban el tiempo hilando, tejiendo y bailando. Las más conocidas son Tetis, la madre de Aquiles, al que tuvo con Peleus; Amfitrite, la esposa de Poseidón; Galatea, amada por Polifemo, el ciclope siciliano de cuerpo monstruoso.

El papel de Amitifrie junto a Poseidón era el mismo que el de Hera con Zeus: el de esposa legitima y engañada. En efecto, porque si Zeus cometió muchas infidelidades, puede decirse que comparado con su hermano casi fue un modelo marido.

Desde luego pocos dioses tuvieron tantas amantes como Poseidón, y una progenie tan cumplida. Se dice que una de ellas fue Halia, la hermana de los Telchines, especie de demonios de Rodas, que, al parecer, le había criado. Enamorado de ella, la hizo madre de seis hijos varones y de una hembra que se llamó Rodos. Luego se llamó Rodas a la tierra o cuna de tan fecundos amores.

Amìmone era una de las cincuenta hijas del rey Dànaos y de Europe. Dànaos dejó Libia y fue a instalarse en Argos. Pero el país carecía de agua, porque Poseidón, furioso a causa de que le hubiese sido atribuido a Hera, le había desprovisto de su elemento.

Entonces Dànaos envió a sus hijas en busca del precioso líquido. Amìmone partió, como sus hermanas, cada una en una dirección. Cansada de andar, terminó por dormirse, rendida, en pleno campo, ocasión que aprovecho un sátiro para intentar violarla. La joven, defendiéndose, tiró el tridente al sátiro que pudo evitarlo y huyó, y el arma, chocando con una roca, hizo brotar un magnifico chorro de agua.

Amìmone, agradecida, concedió entonces al dios lo que había negado al sátiro. De su unión nació un hijo llamado Nauplios, que fundó posteriormente la ciudad de su nombre.

Famosas son también las relaciones amorosas-violentas de Poseidón con su hermana Demeter, y las mantenidas con Medusa, una de las Gorgo o Gorgonas. Estas eran hijas de Forcis y Esto, su propia hermana. Además de las Gorgo, tuvieron a las Forquides y a un dragón.

Las Forquides, llamadas también Graiai, nunca fueron jóvenes: habían nacido viejas. Eran tres y no poseían más que un ojo y un diente, que se prestaban sucesivamente. Vivían en el país de la noche, donde jamás brillaba el sol. Su misión consistía en guardar el camino que conducía a las Gorgo, para que nadie llegase hasta ellas.

Las Gorgo eran tres igualmente: Steno, Eurìale y Medusa. Las dos primeras eran inmortales; la última, mortal. Pero èsta es la Gorgona por excelencia. Las cabezas de estos tres monstruos estaban coronadas de serpientes, sus dientes eran como colmillos de jabalí, sus manos, de bronce y sus alas, de oro. La mirada de sus ojos era tan espantosa que transformaban en piedra a quienes osaban desafiarla. Hasta los dioses inmortales huían de ellas aterrados.

Tan solo Poseidón no tuvo miedo de unirse a Medusa, a la que dejó encinta. Al matarla luego Perse, de su sangre salieron Pegaso, el caballo alado, Chrisaor, “el hombre de la espada de oro”, hijos de Poseidón, dios especializado en la creación de monstruos.

Efectivamente, Poseidón no engendró, en general, sino monstruos y bandidos. De todos sus hijos, el héroe más digno de tal nombre fue Tese. En cuanto a los demás, son famosos Kèrkopes, los Aloadal, Polifermo, el celebre Cíclope, el gigante Antaìos, Lamos, el gigante antropófago, el bandido Kerkion, el asesino Skiron, Orión, el cazador maldito…

De la unión de Poseidón con Amfitrite nacieron varios hijos de los cuales el más conocido es Tritón. Más tarde, al enamorarse Poseidón de Skille, Amfitrite consiguió convertirla, mediante un filtro mágico que le dio Kirke, en un monstruo de seis cabezas y doce pies, cuya parte inferior estaba rodeada de seis perros rabiosos que devoraban todo lo que estaba a su alcance.

Tritón, por su parte, estaba dotado, como todos los genios marinos, del don de la profecía. Los episodios principales de su vida, aparte sus aventuras amorosas con las Nereidas fueron sus luchas con Herakles y con Dionisios. Estos dos consiguieron dominar al monstruo Tritón. Se dice que para vencerle bastaba darle una crátera de vino, pues la bebía y caía dormido.

Cuenta Platón en el Timaios y sobre todo en el Kritias que cuando los dioses se distribuyeron la tierra, Atlantis (la Atlántida) le correspondió a Poseidón. En esta isla, situada delante de las Columnas de Hércules, según se salía del Mediterráneo para entrar en el Atlántico, vivía una joven huérfana, llamada Klito, de la que se enamoró Poseidón. Con ella, que habitaba huérfana en la montaña central de la isla, vivió mucho tiempo, haciéndola cinco veces madre de dos gemelos. Poseidón dio al mayor, llamado Atlas, la superioridad.

Neptuno es el dios latino equivalente a Poseidon.

Bibliografía

Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A

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Quizá de las más antiguas, al propio tiempo que más populares leyendas del Japón, sea la llamada Urasima, que un tan docto historiador como el inglés W.G. Astom cree que procede nada menos que del siglo VIII o antes de él. Dice así, puesta en prosa, pues está escrita en verso:

“Salió el pescador y estuvo remando siete días, mas allá siempre, hacia el lejano horizonte, hasta que quiso la suerte que se encontrara con una hija del dios del mar. Verse y enamorarse los dos fue cosa de un momento, así que muy pronto se fueron al país de los inmortales. Cogidos de la mano entraron en una soberbia mansión situado dentro del recinto ocupado por el Dios del Mar. Allí hubiera podido quedarse el pescador, disfrutando de completa felicidad, sin envejecer jamás, sin morir nunca; pero el insensato, hombre de este mundo al fin, dijole un día a su esposa: “Quisiera volver a mi casa por corto tiempo y hablar con mis padres: regresaré mañana.” Así le hablo, respondiéndole ella: “Si quieres volver al país inmortal y seguir viviendo conmigo como hasta ahora, toma esta cajita, llévala contigo con mucho cuidado y fíjate bien en que no has de abrirla. Sobre todo, no olvides lo que te digo.” Pero cuando el hombre se hubo marchado hacia su tierra, por más que, al llegar a ella, buscó su casa por todas partes, no acertó a hallarla, y no sólo su casa, sino ni el pueblo en que estaba situada. En extremo sorprendido y disgustado se le ocurrió pensar: “¿Cómo puede ser en el espacio de tres años que he estado ausente haya desaparecido mi casa sin que ni rastro quede de ella? Tal vez si abriera esta cajita mágica que llevo hallaría dentro algún sortilegio que me iluminara un poco y me orientara.” Tal como lo pensó lo hizo, más en cuanto levantó la tapa salió del fondo en seguida una nubecilla blanca que se elevó hacia la región inmortal. Corrió el infeliz intentando detenerla con sus gritos, pateó de furor, arrojóse al suelo revolcándose en él desesperado, y de repente notó que el corazón parecía fundírsele en el pecho; cubrióse de arrugas su rostro, antes de aspecto juvenil; su cabello, tan negro siempre, convirtiéndose en cano, y no tardo en ocurrirle lo irreparable: que dejara de respirar, quedándose sin vida, como un simple mortal más. Y he aquí que en aquel mismo sitio, precisamente, habíase alzado en otro tiempo la casa de aquel pobre hombre, llamado Urasima de Midzunoyé.”

A esta leyenda siguen otros breves versos de comentario o moraleja (una tanka, como se llama en la poética japonesa), que dicen: “En el país inmortal hubiera podido seguir viviendo siempre, feliz y sin envejecer; pero, ¡que estúpido fue el pobre diablo no quedándose en él, y destapando después la cajita que tanto le recomendó que no abriera la hija del dios del mar!”.

 

Bibliografía

Perés, Ramón. (1973). La Leyenda y el Cuento Populares. Barcelona: Editorial Ramon Sopena, S.A

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Cuenta el poeta Costa y Llobera que en las montañas mallorquinas de Lluch, pervive, no sin horror, el recuerdo de una escena que parece revivir ante la contemplación del fondo de un hondísimo barranco maldito que en lejanos tiempos fue un alegre y alto ejido, no un abismo como ahora.

Allí había una era donde se trillaban las rubias ga­villas de trigo entre canciones y alegres francachelas, en las que el vino hacia perder el seso a gañanes y mozas de aquellas montañas.

Cierto domingo, sin respetar la fiesta, el bullicio y el trabajo andaban allí en su apogeo, cuando, de pron­to, oyóse sonar varias veces a lo lejos, una campanilla.

Era el santo Viático que se iba acercando, hasta pasar junto a la era.

Pero ni una rodilla de aquellos montañeses mallor­quines se dobló reverente, ni unos labios, abiertos a la estúpida risa, o a la brutal blasfemia, murmuraron una oración.

Y el Viático detuvo su bendito curso ante aquellos desalmados, enloquecidos trilladores, que redoblaron su algazara.

Sin embargo, no duró mucho esta, sino que se trocó en espanto, en horror, al ver que la tierra se abría bajo sus pies y se tragaba hombres, mujeres, animales, montones de trigo y gavillas.

Nunca más se supo de ellos. Y la alegre era quedó convertida en insondable abismo que evita, como em­brujado lugar, el caminante perdido entre los montes, porque dícese que allá, en las entrañas de la tierra, se oyen rarísimos rumores de canciones infernales, el acompasado trotar de animales de tiro y el sonido de sus cencerros.

Y es que Dios quiso que la trilla maldita continuase. Y así seguirá por los siglos de los siglos como castigo.

 

Bibliografía

Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.

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En Novgorod la Grande, ciudad de la Santa Rusia, había un hombre llamado Sadko que era muy hábil en el manejo de la guzla. Todo el mundo apreciaba a Sad­ko porque decían que les alegraba el corazón con su música o conseguía, por lo menos, que sus lágrimas fue­ran como un bálsamo.

Esto le permitía al músico ganar buenas monedas de oro y plata, que le proporcionaban los mercaderes deseosos de procurarse el placer de escuchar sus canciones.

Pero como ya se sabe que los hombres somos tor­nadizos e ingratos, un buen día llegaron otros juglares, y aunque eran menos valiosos que Sadko, éste se que­dó sin nadie que quisiera oírle tañer su guzla, por lo que regresaba a su hogar un día y otro con la bolsa vacía.

Cada vez más triste y melancólico, Sadko acabó por no ir al lugar donde se reunían los mercaderes y con su instrumento bajo el brazo se iba hasta el lago Illmen. Y allí, sin más testigo que las tranquilas aguas, el Corazón se le desbordaba en sones que jamás había alcan­zado no sólo ningún jugar, sino ni él mismo.

—Tengo la impresión —se decía Sadko— de que mi música alcanza cimas nunca logradas.

Un día, cuando ya había ido cuatro o cinco veces al lago y el juglar estaba más entusiasmado tocando su instrumento, las aguas comenzaron a agitarse de mane­ra furiosa. En unos segundos, aquel lago tranquilo se convirtió en un mar embravecido con olas que remon­taban los más altos arboles de la ribera.

–¿Qué ocurre aquí? —dijo Sadko, huyendo despavo­rido.

Y aunque estuvo varios días sin aparecer por el lago, al fin lo hizo nuevamente llevado por una extraña atracción. Mira receloso las aguas y vio que estas se halla­ban en calma. Todo parecía normal. Entonces Sadko, ya tranquilo, sentóse en la roca de siempre y comenzó a tocar la guzla lo mejor que sabía.

Pero no bien sonaron los primeros acordes, cuando las aguas se agitaron nuevamente y unas olas gigantes se alzaron en la superficie del lago. Sadko salió corrien­do para internarse en el bosque cercano, pero una voz potente que procedía del lago le gritó:

— ¡Detente, Sadko, no temas! Mira, las aguas ya se han calmado.

El aterrado músico volvió la cabeza y vio estupefacto asomar sobre las aguas medio cuerpo de un enorme gigante. Era como un hombre extraordinariamente alto, tanto como la torre de una catedral.

—Ven, Sadko —le dijo—, acércate sin miedo. ¿No me conoces, verdad? Soy el dios de estas aguas y habito en el fondo de este lago. Desde allí he oído uno y otro día la música divina de tu guzla. Y como tañes tan bien, te has ganado mi afecto y, por tanto, quiero favore­certe.

— ¿Cómo me ayudaras? —se atrevió a preguntar Sadko.

—Mira, ya sé que ahora eres muy pobre —dijo el gigante—, pero yo te daré la solución para que remedies tu pobreza.

Y a continuación ordenó al asombrado músico que regresara a Novgorod y esperara pacientemente a que le llamaran de nuevo los mercaderes.

Entonces, una vez entre ellos, debía asegurar for­malmente que en el lago Illmen había peces con aletas de oro. Y apostar con los que se negaran a creerlo todo cuanto quisiera, pues el gigante le aseguraba que ga­narí a.

  • No tengas miedo y haz lo que te digo —término diciéndole.

A los pocos días se cumplieron las predicciones del dios del lago. Sadko fue llamado por unos mercaderes para que les distrajera con su música. Al final del ban­quete, Sadko comprendió que era el momento propicio y dijo:

  • Señores, ustedes, que han visitado tantos países, ¿han visto alguna vez peces con las aletas de oro?

Todos se echaron a reír, haciendo muecas de burla al músico al oírle pronunciar semejante cosa.

—No hay peces de esos —respondió uno—. ¿Los has visto tú, acaso?

—SI —contestó Sadko—. Muy cerca de aquí. En el lago Illmen.

Y como viera que todos tomaban a broma sus pala­bras, acalló con un gesto el vocerío general y agregó:

  • ¿No lo queréis creer? Entonces me apuesto tres cargamentos de pieles de Astrakán a que en ese lago hay peces con las aletas de oro.

Algo alegres por las copiosas libaciones, algunos mercaderes aceptaron la apuesta, no sin que uno, más rece­loso, dijera a Sadko:

—Y si pierdes, ¿de dónde sacaras tú las pieles? —Eso es cosa mía —respondió el juglar.

A la mañana siguiente todos los de la víspera fueron a la orilla del lago dispuestos a ganar la partida. Se embarcaron junto con Sadko en una barca y este no tardó en echar las redes al agua… Y ante el asombro de los mercaderes las sacó cargadas de pececillos de oro.

Entre los peces y los cargamentos de pieles, Sadko ganó mucho dinero. Y como luego se metió de lleno en negocios, no tardó en amasar una considerable fortuna.

Justo es decir, sin embargo, que seguía cultivando su maravillosa habilidad musical, pues no había día en que no tañera su guzla.

Un día, cuando regresaba con una nave cargada de riquezas y diversas mercancías, cruzando el Illmen, al llegar la noche se acomodó en la proa y comenzó a tocar su instrumento.

Repentinamente, las aguas del lago comenzaron a agitarse de manera extraña. Las olas eran tan altas y peligrosas que amenazaban con hundir la embarcación. Los marineros corrían asustados por la cubierta dando gritos, sin comprender lo que estaba sucediendo.

Sadko fue el único que adivino de que se trataba. Y estimando que pudiera estar irritado el dios del lago, por no haberle hecho partícipe de sus inmensas ganan­cias, ordenó a sus hombres:

—Echad inmediatamente al agua un tonel lleno de oro.

Pero la tempestad no amainó por eso. Ni tampoco cuando le arrojaron otros varios toneles más llenos de riquezas. Todo fue en vano.

—Quizá el dios exija una víctima humana —sugirió un marinero.

Entonces eligieron a suerte el que debía ser sacrifi­cado y fue el propio Sadko el elegido. Pero como quiera que él era el jefe de la expedición y el dueño de la nave, sortearon de nuevo, pero volvió a salir el mismo resul­tado. Y así sucedió cuantas veces lo hicieron.

—Eso es que el dios desea que sea yo —dijo Sadko.

Y convencido de que con esta repetida elección se manifestaba la voluntad del gigante del lago, dispuso sus cosas y se arrojó al agua con la guzla bajo el brazo.

—Quería que bajaras tú —le dijo el dios al verle aparecer en el fondo del lago—. Necesito tu música.

Sadko vivió durante varios meses en el palacio del dios, un maravilloso edificio hecho de corales y algas, en el que oficiaban de servidores los peces de las más diversas especies.

—Tu quehacer solo consistirá en tocar la guzla —dijo el dios a Sadko.

Y tan pronto como este hacía sonar su dulce música, el gigante se ponía a danzar frenéticamente. Parecía co­mo si el sonido de la guzla hiciese entrar al dios del lago en un raro paroxismo, haciéndole danzar loca­mente de manera infatigable.

Cierto día al dios le dio uno de estos arrebatos. Durante horas y horas estuvo danzando con frenesí, con agilidad increíble. Ya llevaba tres días así, bailando sin cansancio, cuando se apareció a Sadko un venerable y bondadoso anciano, que le dijo:

—Hijo mío, si amas a tu prójimo, haz el favor de dejar de tocar tu guzla. ¿No sabes lo que está ocurrien­do desde hace tres días? Cientos de personas mueren por tu culpa. Y todo ello se debe a que la danza del gigante agita peligrosamente las aguas del lago y casi todas las naves se hunden, ya que no pueden resistir unas olas tan desusadas y violentas.

—Así que por mi culpa… —le interrumpió Sadko. —Si hijo —repuso el anciano—, por causa de tu música se suceden a diario las desgracias.

Sadko recordó entonces el repentino encrespamiento de las aguas cuando tocaba a la orilla del lago. Y, sin pensarlo más, rompió las cuerdas de su guzla.

—Se me han roto sin querer —alegó después ante el dios.

Y como sin cuerdas mal podía deleitarle con su música, prosiguió suplicante:

—Señor, permitidme regresar a mi tierra.

Y el gigante, aunque triste y desencantado, se avino a hacerlo tal como se le pedía y condujo a Sadko hasta la orilla del lago, donde solía ponerse a tocar su mara­villoso instrumento.

 

Bibliografía

Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.