Dícese que hace muchos años, en la región comprendida entre el Panamá y el Uruguay, entre los arroyos Yalubiú y Guñapirú, vivía un joven gaucho de extraordinaria apostura.
Su arrogancia era tal, y sus virtudes tantas, que todas las muchachas de los alrededores —por cierto muy lindas todas ellas– estaban locamente enamoradas de él. Sin embargo, ninguna había logrado conquistar su corazón.
Lo malo era que los demás jóvenes de aquellos parajes estaban enojadísimos por el proceder de sus vecinas, pues estas, como solo tenían ojos para el apuesto gaucho, no hacían el menor caso a sus pretendientes.
A tal extremo llego aquella situación, que los despechados cortejadores decidieron hundir el prestigio de su rival, inventando mil calumnias y tentándole de mil maneras.
Pero todo fue en vano. Ni las calumnias hicieron mella en la fama del joven ni su temple virtuoso se doblego ante las tentaciones que se le ofrecieron. Y así ocurrió que su prestigio crecío aún más, y las doncellas del lugar suspiraban más que nunca por su amor.
—No tenemos más remedio que matarlo, si queremos desembarazamos de él —dijo uno de los gauchos celosos.
Y una noche en que el afortunado joven volvía a su rancho, fue asaltado cobardemente por varios hombres, armados todos ellos con afilados puñales. De nada sirvió la resistencia que el agredido intentó ofrecer a aquel traidor ataque, pues pronto sintió el dolor de varios cuchillos clavados en su carne.
El gaucho cayó al suelo bañado en sangre. Once eran las heridas de su cuerpo muerto. La Luna se había ocultado para no presenciar aquel crimen.
Pero no había pasado siquiera un minuto desde que el desgraciado joven se desplomó, y no habían aún sus asesinos iniciado su cobarde retirada, cuando presenciaron, espantados, cómo el cuerpo de su víctima se transformaba en el de un insecto que despedía un extraño y rojo fulgor.
— ¡Vamos, vayámonos de aquí cuanto antes! —dijo uno de los asesinos.
Y horrorizados, los criminales huyeron atropelladamente de aquel lugar de muerte.
Aunque al día siguiente se notó la desaparición del joven gaucho, nadie supo a que atribuirla, calculando algunos que quizá habría ido de viaje.
Pero como quiera que uno de los asesinos volviese a pasar por el lugar del crimen, y se encontrase con una multitud de insectos luminosos, que le cerraban el paso y que casi le cegaban con sus resplandores, no pudiendo resistir ya el horror que sentía y el remordimiento que le atenazaba, confesó su crimen y el de sus compañeros a las autoridades, que prendieron así a todos los que habían participado en el asesinato del joven gaucho.
Desde entonces, el número de aquellos extraños gusanos de luz, los isondús, ha aumentado enormemente. Y es curioso observar que si se coge a alguno de estos insectos –que están considerados como los vigías de los caminos de aquella región— se ve que son once los puntos luminosos que presenta su pequeño cuerpo.
Exactamente, el número de heridas que recibió el apuesto gaucho, ídolo de las muchachas de la región comprendida entre el Panamá y el Uruguay.
Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A