Un chispazo de alegría, arco iris tras la lluvia, iluminó los sudorosos y cansados rostros de los “unionistas” –entre los defendían la barricada situada en la esquina del Callejón de Jesús, aquella tarde de la semana comprendida entre el 8 y el 15 de abril de 1920, cuando divisaron a un soldado que, montado en un caballo alazán, se dirigía hacia ellos llevando en la diestra una flamante bandera a la par que gritaba:
-¡En nombre de mi jefe el Coronel Milpas Altas, Jefe del Castillo de Matamoros, vengo a rendirme a las fuerzas unionistas, trayendo en prueba de nuestra rendición esta bandera blanca de paz y la propia espada del Coronel que, por intermedio mío, les envía!
¡Había razón para que la alegría los invadiera! Los esforzados muchachos tenían ya varios días, con sus noches, de estar defendiendo la barricada; y durante ellos habían comido poco y dormido menos, alentados sólo por el general anhelo de ver terminada aquella lucha fratricida que ensangrentaba el suelo patrio.
Además, la calidad del jefe que se rendía, era otro justo motivo de júbilo, así como la del fuerte que mandaba, pues éste era el principal arsenal de pertrechos de guerra con que contaban las gubernamentales, sumando a este valor el de su posición estratégica.
El jefe rendido era uno de los jefes más temidos. ¡Era un raro personaje el Coronel Milpas Altas! ¡Era un raro personaje el Coronel Milpas Altas! Debía su pintoresco mote a la circunstancia de haber nacido en el pueblo cercano al de Pinula que lleva este nombre, con el cual era él más conocido que con su nombre de pila. Pertenecía a la categoría de esos raros engendros que se producen con alguna frecuencia en nuestra América bárbara, incipiente y embrionaria raza no se ha podido encontrar hasta ahora: era el fruto de la mezcla de tres sangres: de español, de mestizo y de indio; sangres éstas que no le habían legado nada de lo bueno de cada una, sino sus taras; lo que hacía el coronel hubiera servido más bien para carne de laboratorio psicopático o de manicomio, que para tener en sus manos la suma de poder, como la tenía siendo Jefe de un Castillo de tanta importancia como era el que mandaba. Su psiquis-paranoica estaba de acuerdo con su físico: era bajo de cuerpo; rechoncho; de tez trigueña, tirando más bien a negra, la cual hacía contraste con sus ojos azules –si lo hubiera descrito un hombre del pueblo habría dicho que era de “cara remendada”-, y con un bigote hirsuto que le cubría todo el labio superior y cuyas puntas caían sobre las comisuras de los labios. El Coronel era un bebedor y un fumador empredernido. Cuando se le pasaba la mano bebiendo aguardiente se volvía más sanguinario que de costumbre y a cada instante se le escuchaba proferir frases y palabras groseras.
Antes de que el enviado de Milpas Altas descendiera del caballo, uno de los soldados de la barricada gritó:
-¿Quién vive?
-Patria Libre –respondió el emisario del Coronel.
Cumplimos estos requisitos que ordena la disciplina militar, y después de haberse percatado de la verdad de lo que decía el emisario, el Jefe de la barricada ordenó que diez de los treinta muchachos que había en ella, al mando de uno que ostentaba los galones de sargento, fueran al Fuerte, en calidad de parlamentarios, que el resto se quedara en ella de guardia, y él dispuso ir a dar cuenta de lo sucedido a la Comandancia General del Cuartel revolucionario.
A los diez muchachos enviados se les reunieron en el camino algunos curiosos que supieron la grata noticia del rendimiento, y juntos todos, penetraron, llenos de júbilo, al Castillo. Pero, cuál no sería su sorpresa al darse cuenta de que al entrar el último de ellos, se subían los puentes del Castillo. “Será alguna precaución” –pensaron, e iluminados por el ideal de ver terminada la lucha, siguieron con paso firme hacia adelante.
Salió a recibirlos la asquerosa figura del Coronel, que, en esa ocasión, vestía la más pintoresca de las vestimentas: pantalones de jerga de mostenango aplomados, guerrera militar de parada, con numerosos entorchados, y en la cabeza un sombrero de petate en el que lucía una cucarda con los colores nacionales desteñidos. Por todo recibimiento lanzó una sarcástica carcajada y las siguientes palabras:
-¿No andaban contando por allí que los unionistas eran tan águilas? Ahora lo vamos a ver, chanclecitos aguacateros que les ha dado por jugar a la revolución. ¡A ver, sargento Cojulún!
-¡A sus órdenes, mi Jefe!
-Registre a estos chancles; métalos para mientras al cepo, y después me los hace bañar, porque esta noche van a ser mis invitados de honor en la comida con que voy a celebrar mi santo.
***
Cuando los clarines del Castillo lanzaron al espacio las tristes notas del toque de queda, salió el Coronel, tambaleándose, del cuarto de Banderas, gritando con voz aguardientosa:
¡Sargento Cojulún!
-¡A sus órdenes, mi Jefe!
-¿Están listos los chancles?
-Están listos, mi Jefe.
-Entonces, tráigamelos y siéntelos a cada uno en el puesto que tienen destinado en la mesa. No se olvide de apagar las luces y ponga bastante “guaro”, porque me gusta que mis invitados estén alegres.
La orden fue cumplida con militar precisión. Los otros invitados –los amigos del Coronel- fueron ocupando, a tientas, su puesto, debido a la obscuridad reinante. El Coronel se sentó en el sitio de honor y así, sin verse unos a otros las caras, principiaron a comer y a libar copiosas copas que iban haciendo poco a poco su malévolo efecto. Nadie se atrevía a protestar ni a inquirir por este capricho del Coronel de comer a obscuras, temerosos de despertar sus hasta entonces dormidas iras.
Llegada la hora de los brindis –refinamiento que el Coronel había aprendido en sus visitas a Palacio-, el Coronel, tambaleante por el abuso del alcohol y con los ojos inyectados que relumbraban con la obscuridad, se paró sobre su asiento, llenó una copa hasta rebalsarse de aguardiente, y dijo:
-Voy a beber este trago a la salud de ustedes, mis buenos amigos, por mis nuevos galones de General de Brigada que me llegarán mañana, y porque a estos chanclecitos rejijos de la chin… les vaya bien en el viajecito que van a emprender al otro potrero… A ver, asistente, llénele su copa a ese chanclecito que parece gallina comprada y préndeme las luches, porque quiero ver qué cara ponen estos chancles cando toman olla legítima de San Chomo…
De un tirón arrancaron los asbirros de sus asientos a cuatro de los pobres cuchachos; los amarraron de un poste a cada uno, y sus cuerpos, regados previamente con gasolina, fueron encendidos con un fósforo, siendo las luces que iluminaron la báquica orgía con que el Coronel Milpas Altas celebró sus santo en aquella semana de abril de 1920..
Bibliografía
Gálvez, F. B. (2006). Cuentos y Leyendas de Guatemala. Guatemala: Piedra Santa
Hoy la zona 5 y especialmente el Barrio de San Pedrito, se yergue majestuoso con calles asfaltadas, modernos edificios y colonias residenciales, ¡qué lejos están los días cuando los abuelos celebrando las festividades de San Pedro hacían el viaje hasta la aldea lejana bajando por la Barranquilla, sitio donde hoy está instalado el Estadio Mateo Flores, pasando a un lado de la «Palma», sitio que ocupaba la residencia presidencial del licenciado don Manuel Estrada Cabrera, hace más de 60 años!
San Pedrito era una aldea con su iglesia y su tradicional ceiba centenaria. La que aún observamos en el parque, frente al Templo, inmenso árbol que escondió a más de un perseguido por la policía en aquellos tiempos románticos, uno de los fugitivos fue
FROILAN JUAREZ, que ante el acoso de la policía cabrerista, durmió muchas noches en dicho árbol legendario.
La aldea de San Pedrito se distinguió por sus ladrilleras y fábricas de adobe, de buen barro resistente, duro e impenetrable, nadie imaginaba en esos dorados tiempos que con el correr de los años, la pacifica aldea sería un barrio más de la gran ciudad. San Pedrito era una aldea, contó con su alcalde, alguaciles y ronderos, también con su cementerio propio que estaba instalado más o menos a la altura de la 31 Calle y 21 Avenida de la zona 5, extendiéndose hasta las inmediaciones de donde hoy está la colonia 20 de Octubre. Frescas en la memoria de algunos abuelos, están las fiestas del patrono de San Pedrito, cuando los platillos típicos de la época alternaban con el guaro de olla, jocote y nance, puestos a la vista del cliente, en limpios petates nuevos, para ser degustados al momento.
Cuentan por allí, que los sampedranos tenían fama de pendencieros, que había un decir popular, después de las festividades de la aldea, que más o menos era el siguiente: «Hoy la feria estuvo triste porque sólo hubo dos matados».
O sea que, como en el viejo Oeste norteamericano —valga la comparación—, el guapo de la Parroquia, ven la directamente con navaja en mano a buscar al guapo de San Pedrito, para tirarse unos puyones.
El menos diestro, salía con los pies por delante, y el otro, derecho a la cárcel, o se esfumaba para siempre. La Avenida de La Barranquilla fue única por su desfile de damas, que a pie, o en carruaje, asistían a las festividades de San Pedrito, con sus enaguas limpias y enyuquilladas, que contrastaban con el lodo que las lluvias formaban en sus estrechos callejones.
Pues, lo que hoy les cuento, sucedió precisamente para una feria de aquellas, y nuestra leyenda principia en un pequeño estanco de licores que abarrotado de personas daba servicio a los enfiestados vecinos.
Jacobo Suchité era un hombre medio indígena, medio ladino que bebía con un grupo de amigos en el Fondin de referencia. Cada media hora sacaba su reloj del bolsillo del chaleco, para ver la hora, pero no lo hacía tanto por la hora, sino más bien para que vieran que tenía reloj, que esa noche le estrenaba.
Jacobo era un hombre del pueblo campesino, y solo cuando había ocasión se ponía saco y pantalón, de jerga momosteca, azul chillante, camisa blanca y pañuelo colorado atado al cuello, descalzo y con los pies bien limpios. El sombrero también era fino, y se lo echaba por un lado para darse más personalidad. A pesar de que ya era casado, chuleaba a las mozas del estanco que presurosas servían cerveza de barril o guaro blanco.
La recordada música de carreta, que tanto gusto a los abuelos, lanzaba sus notas al aire, y los valses de Strauss iban dejando en el ambiente su complemento de alegría y sabor vienés.
Jacobo seguía viendo la hora y presumiendo con el reloj de bolsillo. Los amigos se dieron cuenta de la presunción de Jacobo, y no dejaron de darle alguna coba por su actitud.
—Bueno señores, me esperan en mi rancho, yo «creyo» que ya es hora de irme a recoger, dijo Jacobo, levantándose de la mesa. Un campesino, viejo, que estaba a su lado, con voz aguardentosa, únicamente alcanzó a decirle:
— ¡Cómo va a ser eso!, la mejor mula se me está echando.
—Lo siento Saturnino —le dijo—, pero me tengo que retirar, porque yo sé hasta dónde mi cuerpo aguanta. A todos les dio la mano y se retiró del estanco, no tan bolo que digamos.
Había caminado como dos metros, cuando Saturnino volvió a la carga y les gritó:
El bullicio de la fiesta se fue quedando atrás y por las veredas emprendió el regreso, rumbo a su ranchito. En aquellas veredas, únicamente el croar de las ranas y el canto de los grillos se escuchaba, una que otra zumbadora se le atravesaba, pero Jacobo listo con el corvo, las apartaba de un planazo.
Como a los diez minutos, pasaba la puerta principal del cementerio de la aldea, y no habiendo otro camino, por fuerza tenía que atravesarlo, pero él lo había hecho tantas veces que muy acostumbrado estaba, como buen campesino, no sentía miedo para caminar de noche, en medio de un camposanto.
Ya casi salía del cementerio, cuando diviso la silueta de una mujer del campo, con su manto, vestido largo, blanco y el canasto en la cabeza, con la luz de la luna se ayudó a ver la hora y por momentos pensó que el reloj se había parado y la campesina era una de las que madrugaban rumbo al mercado de Guatemala.
Se fue acercando más y más a la mujer del canasto y cuando ya estaba cerca, esta le ofreció algo de lo que en él llevaba.
Inmediatamente recordó que a su mujer no le llevaba nada y que era buena oportunidad para comprarle algo, y contentarla por llegar tarde.
—Deme cinco de los más grandes, dijo Jacobo a la mujer, que bajó el canasto, y despacho los chuchitos, únicamente se los entrego y se marchó presurosa por la vereda del cementerio, Jacobo le gritó dos veces, pero esta se desapareció en las sombras de la noche.
Lo caliente de los chuchitos quemaba las manos de Jacobo, que contento con la ganga, siguió el camino a su rancho.
Cuando llegó, como era lógico suponer, todos dormían y solo su esposa le esperaba impaciente con el jarro de café, entre las brasas del polio.
Por eso no to cambio Chinta, le dijo a su esposa abrazándola y entregándole el pequeño paquete con los chuchitos que aún se notaban calientes. Doña Jacinta, para contemporizar con Jacobo, fue a la cocina a traer una escudilla para colocarlos y comerlos junto a él, pero cuando regreso, vio que con una expresión de asco los sostenía en las manos. Aquellos chuchitos, minutos antes, calientes, hoy se tornaban fríos, y en lugar de masa y recado, contenían tierra del camposanto, flores de muerto y huesecillos humanos.
—Que Dios nos ampare, dijo Jacobo, lanzándoles lejos del rancho, y sosteniendo a su esposa que temblaba como una engomada.
El resto de la familia se levantó de sus camas y acudieron a prestarle auxilio a doña Jacinta, faltaba poco para que amaneciera y los gallos desde su escondite iban saliendo para informar con su canto mañanero, a los cuatro vientos, que otro día principiaba.
Un grito lejano se escuchó, más que grito, pareció una risa burlona de mujer loca. Esto basto para que Jacobo recordara las palabras de Saturnino, en la fonda de San Pedrito » ¡Cuidado con la chuchitera!»
Gaitán, H. (1981). La Calle donde tú vives. Guatemala: Editorial Artemis y Edinter, S.A.
Compartida por: Anónimo
País: Guatemala
Doña Josefa Barrientos, era una de las tantas lavanderas de antaño que dejaban los cuellos, puños y camisas tan blancos que no se podía pedir más.
Aquella humilde sirvienta era como de la familia, había visto crecer al señor de la casa, y ahora, le tocaba apreciar las travesuras de los retoños.
Don Francisco Salazar, se la había llevado a trabajar a la casona de la 8a. Avenida, desde que Josefa había cumplido 14 años, y tan acostumbrada estaba a los ruidos que los ratones hacían, que ya no les hacía caso. Siempre recordaba con cariño a don Francisco, padre de don Paquito, quien había quedado al mando de la casona desde el día de su fallecimiento; los niños se iban al colegio y llegaban hasta las cuatro de la tarde. La casa era grande y aunque ella sabía que allí espantaban, no daba crédito a las habladurías.
—Tenga cuidado porque en esa casa espantan —le decían las otras sirvientas en voz baja, cuando se miraban en la carnicería, ella no sabía si lo hacían por envidia o por aconsejarla, y alertarla de cualquier espíritu maligno.
Cuando Josefa cumplió 45 años, los señores le dieron una pequeña recepción y le regalaron un corte barato, fue un día sábado. Por la tarde le dieron permiso para salir a dar una vuelta por la plaza de armas. Al otro día muy temprano, con el canto de los canarios se levantó, preparó la comida de los señores en unas canastas, ya que ellos salían de viaje.
Casi nunca se había quedado solitaria en la casona de la 8a. Avenida, y ahora llegaban a su mente los comentarios que había escuchado en labios de sus compañeras de trabajo.
El enorme reloj marco las 9 de la mañana, que asusto a la pobre Josefa que en el corredor remendaba unos delantales…
—Condenado reloj, dijo maldiciendo el aparato entre dientes por el susto que le había dado. A los pocos momentos at aldabón colonial de la puerta de calle, sonó tres veces en forma insistente…
—Gracias a Dios, por lo menos hay quien me haga compañía porque ya me estaba dando miedo —dijo la Josefa casi en voz alta.
Cuando llegó a la puerta, esta para colmo de males no se abría ni con la fuerza de un hombre. Daba la impresión que se había atorado el gancho de la enorme llave antigua. Entró nuevamente al cuarto contiguo y al espiar por la ventana no había nadie; la calle estaba desierta a pesar de ser domingo por la mañana. Llegó una vez más al portón con el intento de abrirlo, pero fracazó en su intento. La Josefa solicitó auxilio hacia la vecindad pero nadie escuchó su voz. Posteriormente guardó pacientemente en la ventana y a lo lejos diviso la figura de un caballero circunspecto que daba la impresión de dar un paseo matinal por la legendaria 8a. avenida. El hombre impecablemente vestido caminaba por el lado opuesto de la acera.
—Ahora sí, en cuanto pase le hablo para que me ayude con el portón, —dijo Josefa. El hombre se fue acercando con paso firme y seguro. Cuando llegó frente a la puerta de la casona, el caballero clavó sus ojos firmes y profundos. Allí quedó parado como apreciando la vieja casona de aquel barrio que sin duda le traería algún recuerdo. Josefa aprovechó el momento y le llamó casi en forma desesperada: —Señor. . Señor! El caballero atravezó la calle colocándose frente al viejo y romántico balcón.
Para que voy a mentirte ya conocía la casa y es poco lo que ha cambiado, me trae tantos recuerdos y hoy que miro as pilares del corredor y la vieja cochera, me remonto a otra época.
Fue una época, la más florida para quien te habla, pero lamentablemente todo tiene un fin y todo terminó…
La Josefa se le quedaba viendo con la boca abierta, y con el batidor de limonada en la mano.
—Entonces, ¿Ud. vivió aquí?
—Sí, yo viví aquí por mucho tiempo, con mi hijo y mi esposa. Ella falleció en esta casa, pero como te repito, todo tiene un final y el nuestro llegó inevitablemente.
Josefa suplicó al señor que tomara asiento en una mecedera que estaba en el corredor, el hombre miro fijamente el piso del corredor y le dijo:
—Gozaba mucho cuando regaban con agua fresca estos ladrillos, y su aroma penetraba en mis pulmones, ¡qué olor más agradable!
La Josefa sonrió y le sirvió la limonada, el hombre apuró el vaso can sed notoria, y al final, la felicitó por lo delicioso del refresco. Aquella mujer sencilla le colmó de atenciones en agradecimiento a que le ayudó con el problema de la puerta, le llevó por todos los rincones de la casona, por la cochera y el segundo patio para que recordara con más lentitud lo que él había poseído un día.
Cuando llegaron al patio, el extraño personaje dijo a Josefa:
-Aquí murió mi esposa, víctima de una rara enfermedad; lamentablemente yo no pude hacer absolutamente nada por salvarla. Siguieron caminando y al pasar cerca de la antigua cochera donde guardaban enseres servibles, la vio fijamente a los ojos y con seriedad absoluta le dijo: » ¿Ves aquel rincón?, bien, cuando algún día tengas una necesidad o dispongas abandonar esta casa, un día que te quedes sola como hoy, a media vara de profundidad hay algo que solo tú lo podrás disfrutar».
Cuando aquel hombre terminó de pronunciar la última palabra, Josefa escuchó que tocaban la puerta y le suplico lo dispensara, pero que pronto volvería. Corrió velozmente por el corredor después de haber atravezado el enorme patio, llegando a puerta donde alguien tocaba insistentemente…
— ¡Ya voy, ya voy!, dijo la Josefa, al momento que abría con suma facilidad la puerta grande del zaguán. La que llegaba en aquellos momentos era nada menos que la tía de don Paquito, anciana muy querida en la casa y que siempre los domingos llegaba a almorzar con ellos.
La Josefa le narró en pocas palabras lo que había acontecido hacia unos momentos, cuando la puerta se le trabó y no la pudo abrir, y tuvo que acudir a la ayuda de un señor que anteriormente había sido propietario de la casa y que justamente estaba adentro…
—Pero Josefa, qué diablos estas diciendo, si el último dueño de esta casona murió hace más de 100 años, no hablés tonterías, vamos enséñame dónde esta ese señor.
La Josefa principio a sentir miedo y recordó lo del espanto, al llegar al segundo patio donde ella había dejado al desconocido, este no estaba, lo buscaron por todos lados, y nada …
—Vos estas soñando o estás bola, lo muy menos repitió la encopetada anciana, acusando de mentirosa a la sirvienta.
—Le juro por Dios doña Julia, que yo misma lo vi con estos ojos que algún día se comerán los gusanos. Además lo atendí.
Josefa, inmediatamente recordó la limonada, y como el hombre se la había tomado, regresaron a donde estaba el batidor, siendo la decepción más grande aún. Allí estaba el recipiente con todo y el líquido, nadie había tomado nada. La mujer sintió volverse loca por un momento, y recordando lo que le dijo en la cochera, invitó a doña Julia para que fueran a escarbar.
A los quince minutos, ya habían dado con algo duro, que poco a poco fueron sacando. Efectivamente, eran dos recipientes grandes de barro que pesaban mucho, el sol caía verticalmente sobre la casona de la 8a. Avenida y en ese momento comprobaba doña Julia, que la Josefa, no le mentía, ataron un lazo a uno de los recipientes y con la ayuda de un mozo que llamaron, lo fueron subiendo poco a poco, cuando lo quebraron, solo carbones habían adentro, y tierra con olor a humedad. Las dos mujeres y el hombre humilde se miraron como preguntándose ¿qué significa todo esto?
Doña Julia hizo memoria, y recordó que su abuela, le había contado que en esa casa había vivido por muchos años el legendario bandolero PIE DE LANA…
—Ve mija, le dijo a la Josefa, fuiste muy babosa, la suerte era para vos, y como nos contaste ésto, la suerte se to fue…
A pesar de tener más de veinte años de laborar en aquella casona, la Josefa, se fue de allí para nunca más volver…
Gaitán, H. (1981). La Calle donde tú vives. Guatemala: Editorial Artemis y Edinter, S.A.
Compartida por: Anónimo
País: Guatemala
Cualquiera a tenido en sus manos un pequeño aparatito para sacar fotografías, hasta un niño ha manipulado el mencionado artefacto, pero algunas veces una cámara puede ser la perdición de un hombre, como en el caso siguiente que alguien me contó y yo lo narro a Uds., tal como sucedió.
Jaime era uno de esos muchacho que siempre están a la moda y las camaritas de cajón eran la novedad en Guatemala, quién sabe como hizo, pero la realidad fue que, de la noche a la mañana, resultó con la presunción de que tenía una cámara de sacar fotografías, los muchachos del barrio, siempre embelequeros, le suplicaban mostrara el aparato.
Jaime era tan presumido que en su pequeño cerebro imaginaba que, una película filmaba cuando de sacar una simple fotografía se trataba; los escenarios que escogía eran siempre los sitios más visitados dominicalmente, por los capitalinos: El Cerrito del Carmen, El Parque Central, El Hipódromo o La Aurora.
Allá iba con la cantidad de amigos que con el interés de salir en una amarillenta y borrosa fotografía, le seguían con sus mejores galas para posar ante la cámara del amigo. Y como todo es novedad en nuestro medio, el simple hecho de poseer una cámara fotográfica le daba ciertos privilegios al presumido del Jaime, por ejemplo: le invitaban a días de campo, a reuniones familiares, con tal que tomara una foto para recuerdo.
Se fue haciendo de alguna fama de barriada, que pronto cundió la noticia que él tomaba las mejores fotografías de cajón en los cuatro puntos cardinales de la pequeña capital guatemalteca.
—Mejor poné un tu estudio —le decía su madrecita—, noble, anciana que vivía del lavado de ropa ajena o haciendo servicios por día en casas grandes. Estas embelequeras patojas, ya no dejan en paz a mi muchacho —decía doña Encarnación—, siempre que saludaban a Jaime las señoritas del barrio.
Lo que a ella no le gustaba realmente, era que una «Pezpita» le andaba cusquiando al muchacho y este ya no cabía de orgullo. Pero todo era pasajero, el hijo de doña Encarnación estaba enamorado pero de otra que según los «decires», vivía por el Callejón Delfino.
Al muchacho se le vio muy cambiado en los últimos días ya que evadía al grupo y su preferencia era una patoja que él mencionaba mucho, pero que realmente nadie de los del barrio conocía.
Los domingos, muy temprano, después del baño, se asicalaba bien, tomaba el desayuno y marchaba rumbo al extinto Callejón Delfino, en una esquina esperaba a la guapa muchacha, fumando desesperadamente hasta que la divisaba a lo lejos, y levantando la mano la saludaba cortésmente.
Nunca supo realmente Jaime, de qué casa salía su novia; aquella mujer que había sido la causa de que dejara al grupo d muchachos del barrio y se entregara en cuerpo y alma a sus caprichos.
Por espacio de largos 15 días, el muchacho reunió una regular cantidad de dinero para que un domingo cualquiera fuera al Lago de Amatitlán a dar un paseo y como asunto ya tradicional tomar algunas fotografías. Doña Encarnación le pidió una noche de tantas, que quería conocer a la patoja porque ella por su edad y conocimiento, sabría decirle si le convenla o no.
—Primero se la voy a traer en fotografía, le decía tentativamente Jaime, pensando que para la autora de sus días, ninguna muchacha por buena y honrada que fuera, siempre le encontraría algún defecto.
Los días fueron pasando, y finalmente, llegó el ansiado domingo que fue iluminando las húmedas calles de Guatemala con un tibio sol que penetraba por las ventanas y callejones.
Jaime como de costumbre se levantó temprano y tomó su cámara para revisarla minuciosamente; el rollo únicamente tenla dos fotografías las cuales usaría en el ansiado viaje a Amatitlán.
El rollo era caro, y no podía darse el lujo de comprar otro pues el que ten la dentro de la cámara, contenía otras fotografías de la chica, tomadas en diferentes sitios donde habían asistido en calidad de paseo.
El clásico jaloneo del viejo bus emprendió la marcha dejando atrás el entronque de las «Cinco Calles». La Avenida Bolívar fue quedando lejos, y las majadas ofrecían su polvoriento camino al destartalado aparato que repleto de turistas buscaba la soledad del lago, el embrujo de la naturaleza; aburridos quizá, del «bullicio de la ciudad».
Cuando el chofer sonaba la bocina en cada recodo del camino, parecía graznido de pato. Como a la media hora fueron pasando por Villa Nueva y al frenazo brusco de la camioneta, un enjambre de vendedoras invadieron las ventanas del vehículo, para ofrecer sus mosquiados y polvorientos alimentos…
Había de todo; huevos duros con tortilla y chirmol, pan con frijoles, tostadas, y hasta elotes cocidos; lo único que hacía falta para engullir tanta comida, era el bendito pisto, que no iba numeroso, que digamos, en las bolsas de aquellos «felices turistas».
Cuando llegaron al Lago de Amatitlán, Jaime y su novia, fueron los primeros en salir y desentumecerse las piernas, después del largo viaje, desde la capital de la República. Nuevamente los grupos de vendedoras, ahora de pepitoria y dulces regionales les asaltaron, con el fin de que probaran la «Chancaca» que acababa salir.
Era muy temprano. La pareja alquiló una lancha y se internó lago adentro, con el objeto de estar más cerca de la naturaleza, y disfrutar plenamente de aquel inolvidable domingo.
Estuvieron en varios sitios, fueron al Castillo. El pobre muchacho, sacando fuerzas de flaqueza, la llevó a dar un paseo por el «Relleno»; por la tarde dispusieron, después de un suculento almuerzo, tenderse cuan largos eran, en una grama tan verde, que contrastaba con el blanco vestido de María Ledesma.
—Quédate allí como estás, le dijo Jaime— no te muevas, quiero sacar la mejor fotografía para mostrársela a mi madre—. La patoja sonrió picarescamente y el clásico «Clic» de la cámara, sonó calladamente perdiéndose en las quietas aguas del Lago de Amatitlán.
La fotografía fue tomada y todo se agasajó con una sonora carcajada; como dos chiquillos corretearon por la grama verde; cansado y sudoroso, Jaime quedó tendido, y ella con sus manos finas, llegó junto a él para acariciarlo y hacerle cosquillas con la punta de sus dedos largos y puntudos.
Jaime se fue quedando profundamente dormido, sólo el viento tibio le levantaba un riso que coquetamente usaba en la frente, pero a los pocos momentos, aquel tibio aire se tornó en frio, y cuando despertó, todo era soledad y silencio. La tarde había caído y las sombras de la noche iban cubriendo el pequeño valle.
— ¡María, María!, gritó por todos lados Jaime sin encontrar respuesta a sus gritos, dispuso finalmente emprender el regreso y a duras penas, tomó la última camioneta que regresaba a la capital.
El muchacho buscaba entre los pasajeros a María, pero en vano, sus ojos no encontraban al ser querido, y con un poco de cólera y pena a la vez, pensaba mil cosas ¿se metería al lago y se ahogó?, ¿o se regresó burlándose de mí, dejándome dormido? Muchas eran las preguntas que Jaime se hacía, mortificándose con las mismas.
Finalmente, llegó a su casa, donde la madrecita le esperaba con la cena caliente y el beso de las buenas noches. Doña Encarnación, le preguntaba por la desconocida, pero el muchacho no contestaba; pasaron los días y las semanas y por más vueltas que Jaime dio por el Callejón Delfino, no encontró a la mentada patoja. Por último dispuso desarrollar el rollo, que fue a dejar a uno de sus amigos, que laboraba en tales menesteres.
—Hoy si vas a conocer a la traidora que tengo, le dijo al entregarle el rollito.
Como a los tres días, Vicente buscaba afanosamente a Jaime para entregarle las fotografías y felicitarle por lo bueno que estaban.
Con las manos temblorosas Jaime tomó el paquetito y extrajo las fotografías, pero sus facciones empezaron a palidecer cuando vio que, efectivamente, las fotografías del lago, estaban con toda su belleza y paisaje, pero el objeto principal, ¡María Ledesma!, no aparecía en ninguna de ellas.
El tiempo pasó. Un día de tantos, en un periódico capitalino salía la esquela luctuosa, donde invitaba conocida familia a misa de réquiem por el eterno descanso del alma de quien en vida fuera su hija: MARIA LEDESMA, fallecida trágicamente, y por cumplirse el 7o. aniversario de su deceso. Jaime para corroborar lo leído, fue a la misa que se celebraba en Santo Domingo, y, allí platicó con un pariente de la finada, quien le narró, que ella había muerto ahogada en Amatitlán hacía siete años.
—Le comprendo, joven, dijo el pariente y prosiguió —No es Ud. el primero que sufre de esta alucinación, a varios a llevado, quién sabe con qué intenciones, la finada al Lago de Amatitlán. Jaime no espero más, con las manos entre la bolsa y con la vista
la banqueta, se marchó del sitio, con el pensamiento puesto en la mujer más bella que jamás había conocido.
Gaitán, H. (1981). La Calle donde tú vives. Guatemala: Editorial Artemis y Edinter, S.A.
Compartida por: Anónimo
País: Guatemala
Han de estar y estarán…’ me dijo aquella tarde placida e inefable, tarde de Guatemala, bañada de luz y de sol desfalleciente, la Andrea López, la china india que contándome cuentos me hizo entrar en la dulces regiones del ensueño -. Hace de estos muchos años, ¡quién sabe cuántos!, había una ciudad que en nuestra lengua se llamaba Kurmarkaaj – que quiere decir “el lugar en donde nuestras cañas se marchitaron”-, y que era la misma que hoy se llama Guatemala. En ella había una flor que era muy buena y muy bella, como deben ser buenos y son bellos todos los niños, la cual quería mucho a su padre, que era un árbol muy hermoso, un Pino. Árbol mil veces sagrado, porque en nuestra lengua maya se llama chaaj, que quiere decir “árbol a través del cual se escucha el murmullo de la voz de Dios”, y su madre, santa y buena, como son todas las madres, que era la luz de una estrella, la luz de la estrella de la tarde…
La flor tenía muchas hermanas, que siempre estaban a su lado, rodeándola y agasajándola. Estas, como ella, también pertenecían a las flores que en Guatemala se llaman orquídeas.
Una tarde, como esta, la flor buena, pensando en sus padres y en sus hermanas, muy suavemente se durmió. Tuvo un sueño tan dulce y tan bello, como son dulces y bellos todos los sueños de los niños: se vio atraída con cariño maternal al regazo de Ixmucane, la abuelita, y tocada por las manos de Junapuh e Ixbalamque, que la acariciaban dulcemente y que, de flor que era, la convertían en un símbolo admirable, en algo que encarnaba todo el arte y la gloria maya.
A la mañana siguiente la flor despertó y, en efecto, ya no era flor. Hallábase convertida en un bello pájaro que volaba muy alto. Y ese pájaro en el cual amaneció convertida, por buena, por espiritual, por delicada y por bella, es, mi muchachito, nada menos que el Quetzal. ¡El Quetzal! Fiero y bello, que sabe lo mismo morir por la libertad, como lo hizo sobre el pecho del cacique Tecun-Umán, cuando este peleo cuerpo a cuerpo con el conquistador don Pedro Alvarado, como sabe ser dulce y bueno cuando profetiza días de luz, de esperanza y de grandeza para su tierra que hoy se llama Guatemala y que entonces se llamaba Kumarkaaj, que en nuestra melodiosa lengua maya quiere decir “el lugar en donde nuestras cañas se marchitaron…”
“Y me monto en un potro, pa’ que me cuenten otro…”
La Andrea López me recostó en sus piernas, y con sus manos trigueñas – manos que tienen el color de mi tierra india – me acaricio los bucles hasta que me quede dormido sonando con orquídeas, con estrellas y con pájaros.
¡Ese mismo día nació en mi cerebro un pájaro al cual he abierto hoy la jaula para echarlo a volar…!
Gálvez, F. B. (2006). Cuentos y Leyendas de Guatemala. Guatemala: Piedra Santa.