En Novgorod la Grande, ciudad de la Santa Rusia, había un hombre llamado Sadko que era muy hábil en el manejo de la guzla. Todo el mundo apreciaba a Sadko porque decían que les alegraba el corazón con su música o conseguía, por lo menos, que sus lágrimas fueran como un bálsamo.
Esto le permitía al músico ganar buenas monedas de oro y plata, que le proporcionaban los mercaderes deseosos de procurarse el placer de escuchar sus canciones.
Pero como ya se sabe que los hombres somos tornadizos e ingratos, un buen día llegaron otros juglares, y aunque eran menos valiosos que Sadko, éste se quedó sin nadie que quisiera oírle tañer su guzla, por lo que regresaba a su hogar un día y otro con la bolsa vacía.
Cada vez más triste y melancólico, Sadko acabó por no ir al lugar donde se reunían los mercaderes y con su instrumento bajo el brazo se iba hasta el lago Illmen. Y allí, sin más testigo que las tranquilas aguas, el Corazón se le desbordaba en sones que jamás había alcanzado no sólo ningún jugar, sino ni él mismo.
—Tengo la impresión —se decía Sadko— de que mi música alcanza cimas nunca logradas.
Un día, cuando ya había ido cuatro o cinco veces al lago y el juglar estaba más entusiasmado tocando su instrumento, las aguas comenzaron a agitarse de manera furiosa. En unos segundos, aquel lago tranquilo se convirtió en un mar embravecido con olas que remontaban los más altos arboles de la ribera.
–¿Qué ocurre aquí? —dijo Sadko, huyendo despavorido.
Y aunque estuvo varios días sin aparecer por el lago, al fin lo hizo nuevamente llevado por una extraña atracción. Mira receloso las aguas y vio que estas se hallaban en calma. Todo parecía normal. Entonces Sadko, ya tranquilo, sentóse en la roca de siempre y comenzó a tocar la guzla lo mejor que sabía.
Pero no bien sonaron los primeros acordes, cuando las aguas se agitaron nuevamente y unas olas gigantes se alzaron en la superficie del lago. Sadko salió corriendo para internarse en el bosque cercano, pero una voz potente que procedía del lago le gritó:
— ¡Detente, Sadko, no temas! Mira, las aguas ya se han calmado.
El aterrado músico volvió la cabeza y vio estupefacto asomar sobre las aguas medio cuerpo de un enorme gigante. Era como un hombre extraordinariamente alto, tanto como la torre de una catedral.
—Ven, Sadko —le dijo—, acércate sin miedo. ¿No me conoces, verdad? Soy el dios de estas aguas y habito en el fondo de este lago. Desde allí he oído uno y otro día la música divina de tu guzla. Y como tañes tan bien, te has ganado mi afecto y, por tanto, quiero favorecerte.
— ¿Cómo me ayudaras? —se atrevió a preguntar Sadko.
—Mira, ya sé que ahora eres muy pobre —dijo el gigante—, pero yo te daré la solución para que remedies tu pobreza.
Y a continuación ordenó al asombrado músico que regresara a Novgorod y esperara pacientemente a que le llamaran de nuevo los mercaderes.
Entonces, una vez entre ellos, debía asegurar formalmente que en el lago Illmen había peces con aletas de oro. Y apostar con los que se negaran a creerlo todo cuanto quisiera, pues el gigante le aseguraba que ganarí a.
A los pocos días se cumplieron las predicciones del dios del lago. Sadko fue llamado por unos mercaderes para que les distrajera con su música. Al final del banquete, Sadko comprendió que era el momento propicio y dijo:
Todos se echaron a reír, haciendo muecas de burla al músico al oírle pronunciar semejante cosa.
—No hay peces de esos —respondió uno—. ¿Los has visto tú, acaso?
—SI —contestó Sadko—. Muy cerca de aquí. En el lago Illmen.
Y como viera que todos tomaban a broma sus palabras, acalló con un gesto el vocerío general y agregó:
Algo alegres por las copiosas libaciones, algunos mercaderes aceptaron la apuesta, no sin que uno, más receloso, dijera a Sadko:
—Y si pierdes, ¿de dónde sacaras tú las pieles? —Eso es cosa mía —respondió el juglar.
A la mañana siguiente todos los de la víspera fueron a la orilla del lago dispuestos a ganar la partida. Se embarcaron junto con Sadko en una barca y este no tardó en echar las redes al agua… Y ante el asombro de los mercaderes las sacó cargadas de pececillos de oro.
Entre los peces y los cargamentos de pieles, Sadko ganó mucho dinero. Y como luego se metió de lleno en negocios, no tardó en amasar una considerable fortuna.
Justo es decir, sin embargo, que seguía cultivando su maravillosa habilidad musical, pues no había día en que no tañera su guzla.
Un día, cuando regresaba con una nave cargada de riquezas y diversas mercancías, cruzando el Illmen, al llegar la noche se acomodó en la proa y comenzó a tocar su instrumento.
Repentinamente, las aguas del lago comenzaron a agitarse de manera extraña. Las olas eran tan altas y peligrosas que amenazaban con hundir la embarcación. Los marineros corrían asustados por la cubierta dando gritos, sin comprender lo que estaba sucediendo.
Sadko fue el único que adivino de que se trataba. Y estimando que pudiera estar irritado el dios del lago, por no haberle hecho partícipe de sus inmensas ganancias, ordenó a sus hombres:
—Echad inmediatamente al agua un tonel lleno de oro.
Pero la tempestad no amainó por eso. Ni tampoco cuando le arrojaron otros varios toneles más llenos de riquezas. Todo fue en vano.
—Quizá el dios exija una víctima humana —sugirió un marinero.
Entonces eligieron a suerte el que debía ser sacrificado y fue el propio Sadko el elegido. Pero como quiera que él era el jefe de la expedición y el dueño de la nave, sortearon de nuevo, pero volvió a salir el mismo resultado. Y así sucedió cuantas veces lo hicieron.
—Eso es que el dios desea que sea yo —dijo Sadko.
Y convencido de que con esta repetida elección se manifestaba la voluntad del gigante del lago, dispuso sus cosas y se arrojó al agua con la guzla bajo el brazo.
—Quería que bajaras tú —le dijo el dios al verle aparecer en el fondo del lago—. Necesito tu música.
Sadko vivió durante varios meses en el palacio del dios, un maravilloso edificio hecho de corales y algas, en el que oficiaban de servidores los peces de las más diversas especies.
—Tu quehacer solo consistirá en tocar la guzla —dijo el dios a Sadko.
Y tan pronto como este hacía sonar su dulce música, el gigante se ponía a danzar frenéticamente. Parecía como si el sonido de la guzla hiciese entrar al dios del lago en un raro paroxismo, haciéndole danzar locamente de manera infatigable.
Cierto día al dios le dio uno de estos arrebatos. Durante horas y horas estuvo danzando con frenesí, con agilidad increíble. Ya llevaba tres días así, bailando sin cansancio, cuando se apareció a Sadko un venerable y bondadoso anciano, que le dijo:
—Hijo mío, si amas a tu prójimo, haz el favor de dejar de tocar tu guzla. ¿No sabes lo que está ocurriendo desde hace tres días? Cientos de personas mueren por tu culpa. Y todo ello se debe a que la danza del gigante agita peligrosamente las aguas del lago y casi todas las naves se hunden, ya que no pueden resistir unas olas tan desusadas y violentas.
—Así que por mi culpa… —le interrumpió Sadko. —Si hijo —repuso el anciano—, por causa de tu música se suceden a diario las desgracias.
Sadko recordó entonces el repentino encrespamiento de las aguas cuando tocaba a la orilla del lago. Y, sin pensarlo más, rompió las cuerdas de su guzla.
—Se me han roto sin querer —alegó después ante el dios.
Y como sin cuerdas mal podía deleitarle con su música, prosiguió suplicante:
—Señor, permitidme regresar a mi tierra.
Y el gigante, aunque triste y desencantado, se avino a hacerlo tal como se le pedía y condujo a Sadko hasta la orilla del lago, donde solía ponerse a tocar su maravilloso instrumento.
Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.