La belle au bois dormant, Brunilda es aquí, sencillamente, una princesa a cuyo nacimiento asistieron, para ser sus madrinas, varias hadas, a las cuales invitaron el rey y la reina. Le concedió cada una de ellas, con sus sortilegios, un don, como el de la belleza, el de la gracia, el de una viva inteligencia, los de sobresalir en la danza, en el canto, en la música; pero los reyes se habían olvidado de invitar a otra hada muy vieja que vivía sola, y tan recluida que todos la creían muerta. Ofendida la vieja, en vez de conceder algún nuevo don a la princesa, le predijo, malhumorada, que se atravesaría la mano con un huso y a consecuencia de la herida moriría en plena juventud. Compadecida otra de las hadas, usó de todo su poder para cambiar aquella sentencia de muerte por la pena de que los quince o dieciséis años caería en un sueño mágico que duraría cien años, sin perjudicar su belleza y juventud, de cuyo sueño iría a despertarla un príncipe que se casaría con ella. El hada benévola hizo crecer en torno al palacio de la durmiente un espeso bosque para resguardarla, y a fin de que no estuviera tan sola, condenó también el mismo sueño nada menos que a toda su corte y criados. Duró tanto la memoria de este castigo que, pasado el siglo, cazando entre los bosques un príncipe de una corte extranjera, halló todavía un anciano que pudo narrarle la leyenda que había oído a su padre, y animoso el príncipe, como buen joven de ardiente fantasía, se propuso se él quien librara a la princesa de aquel mágico letargo, esto es: ser él su Sigurd. Como el buen Perrault no era ningún primitivo escalda, sino un refinado caballero de época muy civilizada, creyó tan excesivo el rodear el castillo encantado de llamas perpetuas y hacérselas atravesar al osado libertador, que contentóse con que lo espesos bosques que formaban también parte de aquel nunca visto encantamiento, se abrieran por sí solos para dejar franco paso al príncipe, y se cerraran de nuevo, inmediatamente después. Así pudo despertar sin lucha, para que se cumpliera la voluntad de la benéfica hada, a la bella durmiente, que, al saludar de nueva a la vida, no halla palabras más gratas, para dirigirse al que se la devuelve, que las hubiera dicho una enamorada de ahora…
el hada habíale conservado a la joven la inapreciable facultad de soñar, y ella había visto ya innumerables veces al príncipe en espíritu, ya que no en forma material.
Excusado parece decir que no podía faltar el que fueran muy felices los dos enamorados, y consagrada cristianamente su unión (aunque permaneció secreta hasta que el príncipe llego a ser rey), tuvieron una hija, a la que, por su belleza la llamaron Aurora, y un hijo, al que dieron el nombre de Día, porque más hermoso era aún y completaba su ilusión. ¡lástima que los pormenores que va añadiendo Perrault sean tan pueriles, perdiéndose ya en el fantástico mar de los cuentos de hadas, y yendo a parar al escollo falsamente espeluznante! Bien podemos pues, dar aquí por terminado el comentario de lo que de fijo no se hubiera llegado a escribir, rivalizando con los más bellos cuentos populares, a no existir el famoso precedente de la leyenda de Sigurd y Brunilda en el Edda.
Bibliografía
Perés, Ramón. (1973). La Leyenda y el Cuento Populares. Barcelona: Editorial Ramon Sopena, S.A.