Afrodita es la diosa de Amor, la reina del deseo, la belleza, la dulzura y la alegría femenina. Esta diosa de la hermosura y de la gracia ocupaba en el Olimpo griego un lugar principal.
Toda la magia de la pasión se hallaba en su cintura, que Hera le pidió prestada para reconquistar a su caprichoso marido. Afrodita sola perturbaba la sociedad de los dioses por sus amores con Ares, engañando a su esposo. Hefaitsos y entregándose también a los mortales que le agradaban, como por ejemplo, a Anquises.
Existen versiones sobre el nacimiento de este encanto de diosa. La primera dice que Afrodita era hija de Zeus y de Diones. La segunda, referida por Hesiodo, afirma que cuando Cronos, después de mutilar a su padre con afilada guadaña, lanzó los despojos de la virilidad de Uranos al mar, en torno a estos restos que flotaron sobre las olas mucho tiempo “se amontonó una gran cantidad de blanca espuma en cuyo albo y blando regazo nació y creció como una perla maravillosa, una virgen hermosísima: Afrodita”.
A partir de entonces esta virgen iba a ser la diosa del amor y de la belleza, de la amistad amorosa y de todos los placeres y pasiones que tienen su origen en el amor.
Afrodita no tardó en llegar a la costa de Chipre, recostada sobre el suavísimo e irisado nácar de una concha marina que servía a la vez de cuna, lecho y nave. Allí fue recibida por la Horas, que quedaron maravilladas y absortas al ver aquel perfecto cuerpo formado de marfil, seda alabastro, luz y pétalos de rosa.
Inmediatamente las Horas pusieron en torno al cuello de nieve de la hermosa Afrodita un collar resplandeciente y una corona sobre su cabeza, proclamándola con ello soberana total de la hermosura, y la condujeron inmediatamente al Olimpo, el palacio de los dioses.
Envuelta en el resplandor incomparable de su propia belleza, adornada, mejor que con las más ricas galas, con su virginal, noble y perfecta desnudez, Afrodita se presentó sonriente a los dioses inmortales que, al verla, quedaron estupefactos y maravillados ante el espectáculo incomparable de su divina hermosura.
Como la diosa iba sembrando amor a su paso, todos los dioses se enamoraron de ella. Incluso su padre, Júpiter, quedó hechizado por la joven. Pero viendo que su hija no le correspondía, la esposó, como castigo, con su horroroso hijo Hefaisto o Vulcano.
Así fue como el dios más feo tuvo por mujer a la diosa más bella del Olimpo.
Sin embargo, Afrodita no quería por marido sino a Ares o Marte, pero como ya estaba casada no tuvo más remedio que tener al dios de la guerra por amante.
El feo Hefaisto le tenía prohibido que hablase con el apuesto Marte. Pero advertido por el Sol de que era engañado, preparó una habilísima celada a los amantes. Esta consistió en que, mientras estaban en plena pasión, los encerró en una sutil red de hierro que había elaborado en su fragua y, tras inmovilizarlos, los expuso a la burla y regocijo de los demás dioses.
Después de convencer a Zeus de la desobediencia de su mujer, Vulcano regresó cojeando a su fragua y quedó divorciado de la caprichosa Afrodita.
Acto seguido la hermosa Venus se casó con Ares, del que tuvo dos hijos. Cupido, también llamado Eros, que es el dios del Amor, y Anteros que es el dios de la correspondencia, o amor que corresponde al primero.
Afrodita tuvo después otros amantes, tales como Poseidón o Neptuno, señor y dueño del mar, Hermes o Mercurio, dios simpático y servicial con el que tuvo un hijo llamado Hermafroditos, que era hermosísimo y más tarde llegó a estar dotado de los dos sexos.
Afrodita, al igual que los demás dioses, tuvo también algunas aventuras amorosas con mortales. Un día, Cronos inspiró a la bella diosa el irresistible deseo de unirse con el pastor Anquises.
Uno de los himnos homéricos cuenta que Anquises, “que era hermosísimo, apacentaba vacas en las alturas de Ida, tan abundante en manantiales; y apenas los vio Afrodita, sintió que un vehemente e irreprimible deseo se apoderaba de su albedrio y se enamoró de él.”
De estos amores, que el himno describe primorosamente, nació Eneas, el héroe de Vrigilio.
Un tanto avergonzada, Afrodita aconsejó a su amante Anquises que no revelase ni se alabase ante nadie de haber sido amado por una diosa pues, de lo contrario, Zeus le castigaría. Y así ocurrió. Un día de fiesta, habiendo bebido en exceso, Anquinses habló. Por lo que Zeus le dejó cojo (ciego, según otra versión) con un rayo.
Sin embargo, el bello Adonis fue la grande, la verdadera pasión de Afrodita o Venus. El poeta Ovidio narra así estos amores:
Fruto de casamiento del Pigmalión con su estatua viviente, por favor especial de Venus, fueron dos hijos: el segundo, Ciniras, fue rey de Chipre y casó con Ceneris, los cuales fueron padres de la hermosa Mirra.
Al ser requerida de amores la joven Mirra rechazaba a los pretendientes, porque se había enamorado de su padre Ciniras, con fuerte pasión que le infundió Afrodita. La muchacha resolvió ahogarse con un dogal, pero le impidió su aya, que pérfidamente logró saber el secreto de Mirra.
Poco después comenzaron las fiestas de Ceres, uno a cuyos solemnes ritos era la separación de los matrimonios durante nueve noches. Mientras Ceneris estaba en las fiestas y Ciniras se hallaba trastornado por el vino, el aya criminal, verdadera Celestina, pero llamada Hippolite, aprovechó la oscuridad de la noche y arrastró a Mirra al incestuoso lecho de su padre Ciniras.
Doce noches se repitió este hecho; la última, el hombre ordenó que le trajesen luz, deseoso de ver a la desconocida. Pero al darse cuenta del engaño, loco de furor desenvainó la espada para matar a su hija Mirra, que, aterrada huyó del palacio, protegida por los dioses, siempre clementes con los enamorados.
La desdichada joven anduvo errante varios meses, y tristemente apenada, pidió castigo a los dioses, deseando ser transformada y arrojada al reino tenebroso.
Y fue atendida en su ruego. Inmediatamente empezó la tierra a cubrir sus pies, convertidos en retorcidas raíces, sus huesos formaron un tronco, la sangre se convirtió en savia, la piel en corteza, los brazos y los dedos se trocaron en ramas y la cabeza quedó también sepultaba en el tronco. De la joven soló quedo el llanto.
Las cálidas gotas que el tronco destilaba y corrían como lágrimas se espesaban formando la perfumada resina del árbol llamado mirra.
Mientras, el feto crecía debajo del árbol. Este gemía y se encorvaba, y aquél buscaba salida. Pasados los meses necesarios, la corteza del árbol, que había ido hinchándose poco a poco, estaba a punto de estallar.
Entonces la diosa Lucinia, que se montaba propicia, aplicó sus manos al tronco y pronunció las palabras que facilitan los partos. En el acto abrióse el árbol y salió un precioso niño, que empezó a llorar.
Las Náyades lo pusieron sobre la hierba mullida lo ungieron y bañaron con la olorosa goma que la mirra destilaba, dándole el nombre de Adonis, y que parecía otro Cupido.
Al ver la hermosura singular de aquel niño, Afrodita lo recogió conmovida, lo encerró en un estuche adecuado y se lo confió a Perséfone, mujer de Haides, señor de la región tenebrosa, creyendo que con ello estaría a salvo en las profundidades del mar.
Atraída Perséfone por la curiosidad, abrió el misterioso cofre para ver que contenía. Y seducida también por aquel hermoso niño, se negó a devolvérselo a Afrodita cuando ésta se lo reclamó.
Como en tantas otras ocasiones, Zeus, padre, señor y Juez de las contiendas divinas, tuvo que intervenir en el litigio. Su sentencia fue muy hábil: Adonis pasaría un tercio del año con Afrodita, otro tercio con Perséfone, y el tercero donde quisiera, incluso en el Olimpo si ese era su deseo.
Naturalmente, Adonis pasaba la mayoría del tiempo con Afrodita, mientras se convertía paulatinamente en un hermoso mancebo.
Pero Afrodita o Venus debía expiar el incestuoso amor que inspiró a la desgracia Mirra. Un día, al acercarse Cupido a su madre para besarla, le clavó en el pecho una punta de sus flechas. La diosa, sintiéndose herida, apartó malhumorada a su hijo Cupido; pero la herida había encendido un amor apasionado, arrebatador para el hermoso Adonis, que entonces ya era un noble cazador.
Sintiendo una irresistible atracción por el joven, de cuyo lado no quería apartarse, Afrodita de frecuentar sus regiones habituales y se ausentó finalmente del Olimpo. Y si antes gustaba de las delicias de la sombra y de los adornos encantadores ahora, descalza, alto el vestido, trepaba por los collados, salvaba peñas, azuzaba a los perros y perseguía con su amante a las veloces liebres, los ciervos y otros venados.
En cambio, rehuía la cacería de los jabalíes, de los hambrientos lobos, de los de los osos de fuertes uñas, de los leones que devoraban ganados. Y siempre advertía a su amado Adonis:
Querido, teme el ímpetu de todas esas fieras.
¿Por qué temes tanto a esos animales? – le pregunto Adonis
Entonces Venus le invitó a descansar a la fresca sombre de un álamo blanco, sobre la hierba de la pradera, y amorosamente le refirió la historia de Hipómenes y Atalanta.
El nieto de Neptuno o Poseidón, habiendo ganado la carrera a la nunca vencida princesa, mediante las tres manzanas de oro que Afrodita le dio y que distrajeron a Atalanta en su velocidad, obtuvo la mano de la hermosa doncella. Pero, ingrato o desmemoriado, no hizo sacrificios en honor a la diosa Venus, la cual, irritada, juró vengarse de los vengarse de los esposos.
Efectivamente, descansado éstos un día al abrigo de un templo de Cibeles, Afrodita les infundió el deseo de amarse allí mismo y, ante aquel sacrilegio, Cibeles ordenó inmediatamente el castigo de los esposos: que se convirtieran en leones.
Y de esta forma fue como Hipomenes y Atalanta pasaron a ser dóciles leones para el carro de la diosa Cibeles.
Cuando Venus terminó el relato, repitió su consejo a Adonis de que evitase el encuentro de aquellos animales. Después, se despidió del mancebo amado y se elevó por los aires en un carro de oro tirado por blancos cisnes.
Adonis siguió cazando con sus perros, que dieron con el rastro de un gran jabalí en el bosque. Herido el animal por un dardo del cazador, se dirigió acometedor hacia el hermoso y afortunado doncel, el cual huyó apresurado buscando refugio.
Mas antes de que Adonis llegase al mismo, el jabalí le clavó los colmillos en las ingles y lo arrojó al suelo, moribundo.
Al parecer, este jabalí fue enviado por Artemisa, la virgen y feroz enemiga de Afrodita, a la que, como era lógico, envidiaba sus amores con el hermoso doncel.
Venus, que no había llegado aún a la isla de Chipre, oyó los quejidos de su amante, llevados por Céfiro, y retrocedió ligera y vivamente alarmada. Entonces vio a Adonis desmayado y teñido de sangre, recogió su último aliento y, dominada por el dolor, se rasgó los vestidos, se arrancó los cabellos, se golpeó el pecho e inconsolable se lamentó amargamente de los hados.
Recordando después lo que hizo Proserpina con la ninfa Menta, que era querida de Plutón, y que aquélla, celosa de su rival, la convirtió en “hierbabuena”, roció con néctar oloroso la sangre de Adonis, formándose de ella gotas transparentes y brotando una flor colorada, semejante a la de la granada.
Y la diosa Afrodita entristecida, en memoria de la muerte de su querido y bello Adonis, decretó la celebración de una fiesta anual en la que representaría su llanto y dolor.
Gracias a su indescriptible belleza, Afrodita reinaba como dueña absoluta en los corazones. Y podía, a su antojo, apartarlos de la pasión amorosa o, por el contrario, precipitarlos en ella, fuesen cuales fueren las consecuencias.
Tal le ocurrió a Helena de Troya, a Eos, a Medea, a Pasifae, a Fedra, a las mujeres de Lemnos y a muchas otras heroínas, víctimas de las pasiones insensatas que Afrodita o Venus supo inspirarlas.
Pero no solamente extraviaba los corazones de las mujeres que le ofendían sino también los de los hombres. Así se vengó del Sol, de Diomedes, de Hippólitos, de Tindáreos…
Como diosa de la fecundidad de la Naturaleza, no es de extrañar que Afrodita tuviera una numerosa descendencia. Sin embargo, de sus hijos, los más conocidos eran Eros o Cupido y Aineias.
Finalmente, justo es reconocer que uno de los episodios más celebres e interesantes en que Afrodita aparece mezclada es el relativo al llamada “Juicio de Paris”, cuando la bella diosa se le presentó en unión de Hera y de Atenea, para que el hijo de Priamo decidiese cuál de las tres era más hermosa.
Venus, la diosa del amor entre los latinos, era una divinidad muy antigua. Al principio, Venus no estaba entre las grandes romanas. Fue posteriormente, a partir del siglo II antes de nuestra Era, al confundirse los dioses romanos con los griegos, cuando Venus y Afrodita no fueron sino una sola divinidad con el carácter y funciones de la diosa griega.
Bibliografía
Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A
La diosa Hera fue una de las tres hijas (Hestia, Demeter, Hera) que, además de tres hijos (Hades, Poseidón y Zeus) tuvieron Cronos y Rea.
Lo más probable es que fue criada y educada por Okéanos y Tethis en el palacio de éstos. También se afirma que fue educada por las Horas.
Según Hesíodo, Hera fue la tercera mujer “legítima” de Zeus (la primera fue Metis, la segunda, Temis). Sin embargo, la Ilíada cuenta que Zeus y Hera desde muy jóvenes ya se amaban y hasta folgaban a escondidas de sus padres.
Cuatro hijos nacieron del matrimonio Zeus-Hera: Hefaisto, Ares, Eileitiia y Hebe. Se dice, sin embargo, que Hefaisto o Vulcano, era sólo hijo de Hera pues como Zeus había tenido a Atena sin su concurso, ya que salió de su cabeza al recibir un hachazo, ella, despechada y por no ser menos, alumbró al herrero divino por su propia cuenta.
La leyenda presenta siempre a Hera poderosa, fuerte y respetada por los demás dioses como verdadera reina del Olimpo. Pero también como una mujer en toda la extensión de la palabra.
En efecto, como mujer se la ve en muchas ocasiones, orgullosa de su posición, insolente a causa de su rango, vanidosa de su belleza, embustera por conveniencia, coqueta y zalamera cuando quiere obtener algo, perjura por temor y celosa e implacable en todo momento.
Si bien es cierto que su esposo Zeus tuvo muchos devaneos extra-conyugales, Hera no dejo tampoco, por lo menos, de ser solicitada. Se cuenta que Eurimedón, rey de los Gigantes, violó a Hera, siendo niña, teniendo con ella a Prometeo.
Al parecer también intentaron violentarla otros gigantes como Efialtes y Porfirión, e incluso la pretendió un simple mortal llamado Ixión, hijo de Flehias, rey de los lápitas.
Otras leyendas atribuyen a Hera otro hijo, el monstruoso Tifón. Cuéntase que a causa de la derrota y prisión de sus hijos los Gigantes, la descontenta Gaia empleó contra Zeus su arma propia de mujer furiosa: la calumnia. Y precisamente se valió de la celosa Hera, tan dispuesta a creer lo que iba en contra de su augusto esposo y a inflamarse violentamente.
Así fue como, sumamente irritada, corrió a pedir a Cronos un medio de vengarse. Entonces Cronos, hijo de Gaia o Gea y Uranos, le dio dos huevos untados con su propia simiente: enterrados, debían dar origen a un demonio capaz de destronar a Zeus.
Este demonio fue Tifón, al que lo terribles rayos de Zeus lograron abatir.
En la antigua Roma, Juno era una de las más grandes diosas de la mitología romana, siendo más tarde asimilada a Hera.
No obstante, cabe advertir que la personalidad de Juno siguió siendo, en realidad, distinta de Hera, la diosa griega.
Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.