Deseaba el emperador ing-Noang poseer la doncella de más perfecta belleza de todo su imperio; pero aunque hacía años que hiciera buscar, no le satisfacía ninguna de las que le recomendaban. Al fin alguien dio con una muchacha muy joven de maravillosa hermosura, que vivía muy retirada con su familia, y se la presento al emperador, quien tan prendado quedó de ella, que ya no quiso separarse más de su lado. Donde iba el emperador iba también su mujercita, y nada deseaba ésta que no lo obtuviera inmediatamente. Su familia fue distinguida con títulos de nobleza, y construyó una casa de oro con ricos miradores de jade para recreo de la afortunada favorita, cuya fama se esparció por todos los países vecinos. Tanto, que movió la envidia de uno de sus reyes, sumamente poderosos, el cual se propuso arrebatarle a la joven Ming-Noang, atacándole para ello con todo su ejército. Acabaronse los placeres de la paz: suenan los tambores; álzase el pueblo en armas; ruedan los carros de combate arrastrados por los caballos; una nuevo de polvo oscurece el horizonte, más allá de las ciudades…
El equipo imperial lleva ya recorridas más de cien leguas…de pronto se para…es que todos los que conducen se niegan a dar un paso más…es que, para ellos, entre la guerra con el extranjero por culpa de la codicia posesión de una favorita, y la muerte de ésta, no cabe duda: lo segundo se impone, en vez de sacrificar al pueblo por ella…y el emperador, acobardado, cede…sobre la tierra están ya esparcidas todas las joyas de la joven que va a morir, mientras aquel se cubro la cara con las manos, avergonzado, y llora desconsoladamente como una mujer, por no haber podido salvar como hombre a la que ama…
Al pie de una montaña, rincón por donde es raro que alguien pase, quedaran los restos mortales de la desdichada víctima, merecedora de mejor suerte y más valeroso enamorado, quien debió morir con ella. Cuando éste regresa a palacio, todo cuanto le rodea parece recriminarle y llorar la muerte de la infeliz joven, desde los tristes servidores hasta la naturaleza misma, que tan sonriente lo vio antes. ¡qué fría soledad reinaba ahora!
Pasan años y aunque el emperador no haya olvidado a la muerta, nunca en sueños ha podido ver su espíritu, según desearía; pero como él cree que los espíritus pueden evocarse, acoge con el mayor gusto el ofrecimiento que para su caso le hace un sacerdote de su religión. Dicele éste que, tras difíciles viajes de indignación, ha descubierto una montaña junto al mar en la que solo habitan inmortales mujeres, en transparentes pabellones que se elevan entre las nubes. Gozan del privilegio de inmortal belleza que aún conservan en su forma corpórea, llevando el mismo nombre que tuvieron en el mundo. Precisamente entre ellas ha hallado a la favorita, que no estaba más que dormida en magnífico lecho con cortinajes de hilos de perlas. Cuando es despertada en su sueño por el que le habla en nombre del emperador, ríe y llora a un tiempo, se interesa vivamente por todo lo concerniente a él, y muéstrase muy agradecida de que aún se acuerde de ella. Desde la separación de ambos, dice, ya no vivía más que en la eternidad. Pero ahora, da al inesperado mensajero, para que se los entregue al emperador, un alfiler y un brazalete de oro diciéndole: – “Si hay tanta pureza en el amor que por mi siente aún el emperador como lo hay en este oro, todavía podremos reunirnos sin que existan para nosotros fronteras entre el cielo y la tierra. Y, como ultimo encargo, decidle que se acuerde de que el séptimo día de la séptima luna, a medianoche, elevamos al cielo nuestro deseo de que nos transformara en él en dos pájaros que volaran siempre juntos, o, en la tierra, en dos entrelazadas ramas de un mismo árbol.”
He aquí lo que el supuesto evocador de espíritus le dice al fantástico emperador de la leyenda…y he aquí también como con ello nos da un símbolo de cuán superior al egoísta amor del hombre es el de una sencilla mujer, que, aún después de muerta, perdona y sigue amando al que permitió le quitaran la vida.
Bibliografía
Perés, Ramón. (1973). La Leyenda y el Cuento Populares. Barcelona: Editorial Ramon Sopena, S.A.
Un día de mayo del año 1433 en la época de Concilio Basilea, un grupo de eclesiásticos fue a pasear por un bosque cercano de la ciudad. Formaban aquél prelados, doctores, monjes de toda clase, y y discutían acerca de puntos difíciles teológicos, poniendo distingos, argumentando, acalorándose acerca de las annatas, las expectativas y las restricciones, empeñándose en averiguar si Santo Tomas de Aquino había sido mayor filósofo que San Buenaventura…¡qué sé yo! De pronto, en medio de sus discusiones dogmáticas y abstractas, calláronse, quedando como si hubieran echado raíces bajo un tilo florido en el cual se escondía un ruiseñor que daba al aire sus más melodiosos, sus más suaves, dulces y enamorados trinos. Todos aquellos sapientísimos varones sintiéronse maravillosamente emocionados, sus escolásticos corazones abriéronse a aquellas cálidas emanaciones de la primavera; despertaron de la abstracción glacial en que se hallaban sumidos; se miraron con sorpresa y arrobamiento, hasta que, al fin, uno de ellos hizo observar sutilmente que todo aquello no le parecía muy canónico, que aquel ruiseñor podía ser muy bien un demonio, y que ese demonio había venido a interrumpir y desviar su conversación cristiana por medio de sus seductores cantos, que les arrastraban a la voluptuosidad y al pecado. Entonces uso contra él el exorcismo que se acostumbraba…dícese que el ave contestó al conjuro: “sí, yo soy un espíritu maligno”, y tendió el vuelo sonriendo. En cuanto a los que le habían oído cantar, aquel mismo día enfermaron, no tardaron mucho en morir.
Bibliografía
Perés, Ramón. (1973). La Leyenda y el Cuento Populares. Barcelona: Editorial Ramon Sopena, S.A.
Yo amo a la noche con pasión. La amo como se ama a la patria o a una mujer: con un amor instintivo, profundo, invisible. La amo con todos mis sentidos: con mis ojos, que la ven; con mi olfato, que la percibe; con mis oídos, que escuchan su silencio; con toda mi carne, que las tinieblas acarician. Los pájaros cantan bajo el sol, bajo el aire azul, bajo el aire ligero, bajo el aire cálido de las madrugadas claras. El búho huye en la noche, negra mancha que cruza el espacio negro y, alegre, ebrio de negra inmensidad, lanza su grito vibrante y siniestro.
El día me cansa y me enoja. Es brutal y ruidoso. Me levanto con pena, me visto con lasitud y salgo a la calle con sentimiento. Cada paso, cada palabra, todos los gestos, cualquier pensamiento, me fatigan como si transportase una pesada carga.
Pero cuando el sol se pone me invade una alegría confusa, una alegría en todo mi cuerpo. Entonces me despierto, me animo y, a medida que la oscuridad crece, me voy sintiendo otro, más joven, más fuerte, más alerta, más feliz. Contemplo cómo se extiende la dulce oscuridad venida del cielo, cómo va invadiendo la ciudad cual ola inaprehensible e impenetrable. La oscuridad oculta, borra, destruye los colores y las formas y envuelve las casas, los seres y los monumentos en su imperceptible abrazo.
Entonces siento la necesidad de gritar de placer, como los mochuelos, y de correr sobre los tejados, como los gatos. Y un impetuoso, un invencible deseo de amar se apodera de mí, arde en mis venas.
Ando, me paseo, a veces por las avenidas sombrías, otras por los bosques vecinos a París, donde escucho los leves anclares de mis hermanas las alimañas y mis hermanos los cazadores furtivos.
Aquello que amamos con violencia acaba siempre por destruirnos. Pero ¿cómo explicar lo que me ocurre? ¿Cómo contarlo para hacerme comprender? No lo sé, no sé nada; sólo sé que es así. Helo aquí:
Ayer – ¿fue ayer?, Sí, sin duda; a no ser que fuera antes, otro día, otro mes, otro año… no lo sé. Debió ser ayer, sin embargo, puesto que no ha amanecido, puesto que el sol no ha vuelto a salir. Pero ¿cuánto tiempo lleva durando esta noche? ¿Cuándo?… ¿Quién puede decirlo? ¿Quién llegará a saberlo jamás?
Ayer, pues, salí, como todas las noches, después de cenar. El tiempo era magnífico, dulce, cálido. Mientras descendía hacia los bulevares, contemplaba sobre mi cabeza el río negro y pletórico de estrellas, dibujado contra el cielo por los tejados de la calle, que torcía y hacía ondular, como un verdadero río, el mundo siempre cambiante de los astros.
Todo brillaba bajo el aire suave, desde los planetas hasta los faroles de gas. Tanto fuego había en las alturas y en la ciudad que las tinieblas parecían luminosas. Las noches rutilantes son más alegres que los grandes días de sol.
Los cafés del bulevar resplandecían; la gente reía, se paseaba, bebía. Entré en un teatro, ¿en cuál? No lo sé. Es el corazón ensombrecido por el choque brutal de la luz, por el centelleo de la enorme araña de cristal, por la barrera de fuego de las candilejas, por toda la melancolía de aquella claridad falsa y cruda.
Fui a los Campos Elíseos, donde los cafés-concierto parecían focos de incendios entre el follaje. Los castaños, aureolados de luz amarilla, parecían fosforescentes. Los globos eléctricos, semejantes a lunas brillantes y pálidas, a huevos de luna, caídos del cielo, a monstruosas perlas vivientes, hacían palidecer bajo su claridad nacarina, misteriosa y regia, los hilillos del gas, del gas sucio y vil, y las guirnaldas de cristales de colores.
Me paré bajo el Arco de Triunfo para contemplar la avenida, la larga avenida estrellada, dirigiéndose hacia París entre dos líneas de fuego, bajo los astros. Los astros allá en la altura, los astros desconocidos, abandonados al azar en la inmensidad, donde dibujan esas figuras extrañas que nos hacen soñar, que nos obligan a reflexionar.
Entré en el bosque de Boulogne y permanecí allí largo, largo tiempo. Sentí un extraño estremecimiento, una emoción imprevista y poderosa, una exaltación tal del pensamiento que se aproximaba a la locura.
Anduve durante mucho, mucho rato. Después volví.
¿Qué hora sería cuando pasé de nuevo bajo el Arco de Triunfo? No lo sé. La ciudad dormitaba y las nubes, unas nubes grandes y negras, se extendían lentamente por el cielo.
Por primera vez comprendí que iba a ocurrir algo inusitado, distinto. Me pareció que hacía frío, que el aire se tornaba más denso, que la noche, mi amada noche, pesaba sobre mi corazón. La avenida estaba desierta, sólo dos gendarmes se paseaban cerca de la parada de los coches de punto y una larga fila de carros de verduras se dirigía al Mercado Central por la calzada apenas iluminada por los mortecinos faroles de gas. Avanzaban lentamente, cargados de zanahorias, nabos y coles. Los conductores dormían, invisibles; los caballos avanzaban paso a paso, siguiendo al carro anterior, sin hacer ruido en el pavimento. Al pasar bajo las luces de la acera, las zanahorias se iluminaban en rojo, los nabos en blanco y las coles en verde; unos detrás de otro avanzaban los carros, rojos de un rojo de fuego, blancos de un blanco de plata, verdes de verde esmeralda. Los seguí un rato y luego volví por la calle Real y llegué a los bulevares. Ni un café iluminado, ni una alma, sólo unos pocos rezagados que se apresuraban. Jamás había visto París tan muerto, tan desierto. Miré mi reloj: eran las dos.
Sentí la necesidad imperiosa de andar. Llegué hasta la Bastilla, allí me di cuenta de que nunca había visto una noche tan sombría, ya que apenas podía distinguir la columna de Juillet, cuyo Genio de oro desaparecía en la impenetrable oscuridad. Una bóveda de nubes, tan espesa como la inmensidad, velaba las estrellas y parecía irse a abatir sobre la tierra para aniquilarla.
Volví sobre mis pasos, no había nadie en torno mío. En la plaza del Chateau-d’Eau, sin embargo, un borracho tropezó conmigo y luego desapareció; durante un rato oí sus pasos, desiguales y sonoros. A la altura de la avenida Montmartre un coche de punto me pasó de largo. Le llamé, pero el cochero no respondió. Una mujer andaba sin rumbo fijo, cerca de la calle Drouot: “Escúcheme, señor” apresuré el paso para evitar su mano tendida. Luego, nada más. Delante de la Zarzuela, un trapero escarbaba en el arroyo, su linterna se balanceaba a ras del suelo; le pregunté:
– ¿Qué hora es?
– ¡Y yo que sé! -contestó-. No tengo reloj.
De pronto me di cuenta de que los faroles estaban apagados. Sé que en esta época del año los apagan de madrugada, antes de que amanezca, por economía; pero el día estaba todavía, ¡tan lejos!
“Vamos al Mercado, me dije, allí por lo menos encontraré algo de vida”.
Me puse en camino, pero no veía ni lo suficiente para poderme orientar. Anduve con lentitud, como se hace en un bosque, reconociendo las calles y contándolas, una a una.
Delante del Crédito Lionés ladró un perro. Torel por la calle de Gramot y me perdí; anduve errante y por fin reconocí la Bolsa por las cadenas de hierro que la rodean. París entero dormía con un sueño profundo, espantable. A lo lejos, no obstante, se veía un coche de punto, un solo coche de punto, tal vez el mismo que me adelantara antes. Traté de llegar hasta él dirigiéndome hacía donde sonaban sus ruedas, a través de las calles solitarias y negras, negras como la muerte.
Volví a perderme. ¿Dónde estaba? ¡Qué locura apagar el gas tan pronto! Ni un paseante, ni un vagabundo, ni un rezagado, ni siquiera el mullido de un gato amoroso. Nada.
¿Dónde estaban los gendarmes? Me dije: “Si grito, vendrán”. Grité, pero nadie respondió.
Grité más fuerte. Mi voz voló en el aire, sin eco, débil, ahogada, rota por la noche, por aquella noche impenetrable.
Gemí: “¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro!”
Mi llamada desesperada quedó sin respuesta. ¿Qué hora sería? Saqué mi reloj pero no tenia cerillas. Escuché el suave tic-tac con una alegría incontenible. Mi reloj estaba vivo, ya no me sentía tan solo. ¡Qué misterio”
Seguí andando, como un ciego, tanteando las paredes con mi bastón, los ojos vueltos hacia el cielo, esperando la llegada del día; pero el espacio estaba negro completamente, aún más negro que la ciudad.
¿Qué hora debía ser? Me pareció que llevaba andando un tiempo infinito, porque mis piernas flaqueaban, mi pecho jadeaba y sentí un hambre atroz.
Me decidí a llamar a la primera puerta. Apreté el botón de cobre y el timbre sonó en el interior, vibrante, pero su sonido fue extraño, como si su vibración fuese el único habitante de la casa.
Esperé, pero nadie respondió ni se abrió la puerta. Llamé de nuevo, volví a esperar. Nada.
¡Sentí miedo! Corrí a la casa siguiente y llamé veinte veces seguidas al timbre del pasillo oscuro donde debía dormir el portero: pero no se despertó. Fui más allá, llamé con todas mis fuerzas, pegando con los pies, con el bastón, con las manos, en las puertas obstinadamente cerradas.
Y de pronto me di cuenta de que había llegado al Mercado Central. El Mercado estaba desierto, sin ruido, sin movimiento, sin un coche; ni una persona, ni un solo cesto de verduras o de flores.
¡Estaba vacío, inmóvil, abandonado, muerto!
El espanto se apoderó de mí. Aquello era horrible. ¿Qué era lo que estaba pasando? ¡Oh, Dios mío! ¿Qué ocurría?
Hui. Pero ¿y la hora? ¿La hora? ¿Quién podría decirme la hora? Los relojes de los monumentos y los campanarios permanecían mudos. Me dije: “Abriré el cristal de mi reloj para tantear la aguja”. Saqué el reloj… ya no latía… se había parado. No había nada, nada. No quedaba ni un solo estremecimiento en toda la ciudad, ni un destello, ni un soplo de viento en el aire. ¡Nada! ¡Nada en absoluto!, ni siquiera el rodar lejano del coche de punto…, ¡nada!
Me hallaba en los muelles. Del río subía un frío glacial.
¿El Sena seguía aún corriendo?
Quise saberlo, bajé la escalera… no se oía el ruido gorgoteante de la corriente, bajo los arcos del puente… Aún quedaban dos escalones… después la arena… el cieno… después el agua… metí el brazo… el agua corría… corría… fría… fría… fría… casi helada…. casi aterida… casi muerta…
Comprendí que nunca tendría fuerza de volver a subir… y que iba a morir allí… yo también. De hambre, de cansancio, de frío.
Bibliografía
Narraciones Terroríficas, Antología de cuentos de misterio. Barcelona: Ediciones Acervo, 1968.
Autor: Guy De Maupassant
Te encontré en mis sueños, en un camino rodeado de árboles, tu ibas caminando por delante, vestido blanco de lino, al darte alcance y poder rozar mis dedos en los tuyos, sentir el aroma de tu perfume, volteaste…me absorbió tu mirar, la demoníaca negrura de tu pupilas se clavaron en mi alma…lentamente separaste los labios, absorbiste mi último suspiro…ese fue mi último sueño…
Compartida por: Mr. J