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Sucedió mientras navegábamos por el Pacífico Sur, justo en medio de los trópicos. A unos trescientos metros de nuestro lado derecho, se deslizaba un navío bastante grande que, al parecer, llevaba el mismo rumbo que nosotros.

Los dos barcos apenas y se movían, por lo que permanecimos el uno frente al otro sin saber qué hacer.

El primer oficial y yo mirábamos la extraña embarcación con curiosidad. No había hecho el menor caso a todas las señales que le habíamos dirigido. Nadie se había asomado por encima de la baranda para mirar nuestra nave y solo cuando la bruma se interponía entre nosotros podíamos ver perfectamente al capitán de aquel navío paseando por la parte delantera del barco y a la tripulación holgazaneando en cubierta. Lo más raro de todo era que no podíamos escuchar un solo sonido proveniente de aquel barco. Ni voces, ni campanas, nada.

  • ¡Bestias resentidas! — dijo el primer oficial, enojado—.

¡Seguramente son holandeses, todos lo holandeses son maleducados!

Observábamos en silencio, sorprendidos por su persistente indiferencia ante nuestros avisos. El primer oficial tenía mucha curiosidad por saber que sucedía, estaba verdaderamente desconcertado. Se dirigió con rudeza hacia mí:

  • ¡Páseme el altavoz, señor Jepworth! Ahora veremos si continúan ignorándonos.

Le pase el altavoz. Lo agarró apresuradamente y grito: ¡Ah, los del barco!

Nos quedamos esperando un buen rato, todo seguía igual, no daban señales de oírnos.

— ¡Malditos sean! –refunfuño volviendo a levantar la bocina para gritar el nombre de la embarcación que se veía impreso en la parte delantera del barco—: ¡Eh, los del Mostzestus, los estamos llamando, maldición!

No había el más mínimo indicio de que nos hubieran visto o escuchado.

El primer oficial comenzó a gritarles insultos: ¡Ojala se los lleve el diablo!

Después se volteó hacia mí y me regreso el altavoz.

  • ¡Jamás me habían hecho quedar como un estúpido! —se lamentó lleno de rabia.

Seguimos espiando el barco con el catalejo. Después de varias horas, nadie estaba seguro de si se habían dado cuenta de que estábamos a su lado llamándolos o de si no podían contestamos, ¡sabe Dios por que causa!

De pronto, sus cubiertas se llenaron de gran actividad. Bajaban las velas y hacían muchas tareas sobre el barco.

El primer oficial volvió a quejarse:

— ¡Que me muera si no se disponen a cortar sus velas! ¿Qué diablos pasa con esa gente?… Vaya abajo a toda prisa – me ordenó— y eche un vistazo al barómetro para medir la intensidad del viento y la lluvia.

Baje y regrese rápidamente para informar que el barómetro se encontraba estable, que no había razón para descolgar las velas, pues ninguna tormenta se aproximaba hacia nosotros.

–Mire, señor Jepworth, nunca me había pasado algo así, me siento muy extrañado, ni siquiera escucho los gritos de estos diablos. ¿Qué está pasando? —pregunto con preocupación el primer oficial.

–Yo creo que su capitán es una sucia mujerzuela asegure.

— ¡Oh, Dios mío! Ahora bajan las velas mayores; el viejo que los comanda debe ser un imbécil.

Había dicho las palabras en un tono muy alto. Se hizo el silencio durante unos instantes y una voz, que salió de atrás de nosotros, me sobresaltó.

  • ¿Quién es ese viejo tan estúpido?

Era el capitán del barco, que había llegado de sorpresa a la cubierta.

Sin esperar respuesta, nos interrogó acerca del navío que teníamos enfrente; ¿se negaba a responder a nuestros avisos?

Así es, señor dijo el primer oficial—, somos como una gran masa de basura para ellos, no nos hacen el menor caso.

No entiendo por qué murmuro el capitán, pidiéndome que le pasara el catalejo.

Estuvo observando el extraño barco con ansiedad, pero no descubrió indicio alguno que explicara el misterio de que no nos llegara ningún sonido de un barco tan cercano a nosotros a pesar de tener hombres vivos en la cubierta, ¡y tan a la vista!

–¡Es de lo más extraño! — exclamó mientras paseaba por aquí y por allá.

El primer oficial y yo no dejábamos de contemplar el antiguo buque. Parecía un barco para tres velas, normal y corriente, a no ser por ese silencio inexplicable y porque habían descolgado todas las velas teniendo buen clima para la navegación. No había nada extraordinario en su apariencia exterior; sospechábamos que un misterio intocable flotaba a su alrededor, algo que no se puede explicar con palabras pero que se siente con fuerza en los nervios.

El capitán se acercó al oficial, miraban juntos el silencioso navío con las manos detrás de la espalda.

  • ¡No puedo entenderlo! ¿Para que descuelgan las velas con este tiempo magnífico? —se preguntaba el capitán.

El primer oficial se limitó a responder que eran una manada de puercos holandeses.

Un rato después, uno de los aprendices toco la campana trasera del barco y llegó el segundo oficial para que descansara el primero.

  • ¿Ha conseguido hablar con los del barco? — preguntó el segundo oficial.

EI primero contesto con un gruñido, pero no pude escuchar lo que le decía, pues en ese momento, y por increíble que parezca, descubrí unas cosas que salían del agua alrededor del silencioso navío. Parecían figuras humanas, pero se podía ver el barco a través de ellas; tenían una apariencia irreal, extraña y nebulosa. Creí que estaba volviéndome loco pero, cuando me di la vuelta, note que el primer oficial tambien miraba con intensidad por encima de mi hombro. Giré la cabeza nuevamente y observe como aquellas cosas comenzaban a trepar por el barco. Eran cientos. Estábamos muy cerca contemplando cómo el oficial de aquel barco vigilaba tranquilo el horizonte fumando su pipa, mientras las espantosas formas subían por los lados; luego vimos que el hombre del timón llamaba al capitan y que este echaba a correr hacia él. Le señaló algo y el capitán volteo bruscamente; por sus reacciones adivinamos que ya sabía que pasaba. Se quedó petrificado un momento y después se puso a saltar como poseído. Seguramente estaba gritando, pero no oíamos nada. Varios hombres salieron corriendo por la puerta de la derecha y entonces, por fin, pudimos escuchar los sonidos de aquel navío antes silencioso, primero muy apagados y después estridentes. En cuestión de segundos, como si una barrera se hubiera evaporado, escuchamos un infernal coro de gritos provenientes de aquellos hombres aterrorizados. Se tiraban al agua intentando llegar a nosotros.

Todos estábamos abrumados por un sentimiento de irrealidad. Mirábamos completamente anonadados como surgía una bruma espesa del mar y se cerraba en torno a la parte baja del casco de aquel extraño navío. Ahora, totalmente al revés, solo escuchábamos los gritos espantosos atravesando la densa cortina de niebla, ya no podíamos ver nada.

Mis ojos miraban hacia lo alto de los palos donde se cuelgan las velas y pude ver como figuras espectrales trabajaban en perfecta armonía volviendo a colgarlas contra el tenebroso cielo. Cayeron las tres velas con estrepito y ondeando al aire. Durante todo ese tiempo no cesaron los gritos terribles y aterradores. Después vino un repentino momento de silencio y terminaron de elevarse todas las velas del barco.

Nosotros éramos incapaces de movemos o decir algo. Nuevamente no se escuchaba ningún sonido humano procedente de aquel navío fantasmagórico. La bruma continuaba ascendiendo y solo podíamos ver las velas más altas del barco.

Me daba la sensación de que figuras fantasmales se afanaban en los trabajos del barco. Desde un lugar perdido en medio de la niebla nos llegó un grito ahogado y solitario. Cesó bruscamente, aunque parecía que su eco era repetido por las olas del mar. Me di la vuelta para ver al capitán, como implorando una respuesta, pero el viejo no se movía, en su rostro no había ningún tipo de expresión. Tenía la mirada fija en aquella misteriosa cortina de niebla.

Desde la misma nos llegó el crujir y chirriar de sus engranajes. Todo había sido hecho con gran rapidez. Segura la posición que tenía, el barco fantasma debería haber navegado para atrás, pero lo hacía de frente, sus velas se abombaban por algún viento imperceptible para nosotros. Estaba saliendo de la bruma. Vimos que estaba pintada de blanco la parte delantera de aquel barco estremecedor.

Luego, profundo, horrible, un espantoso y prolongado grito de agonía, como salido de las gargantas de las almas perdidas en los infiernos. Yo estaba tremendamente asustado. No esperaba volver a escuchar ninguna voz humana proveniente de la neblina.

El frente del barco seguía alzándose sobre la bruma, el timón giraba solo y enloquecido.

El mar empezó a burbujear y de aquel chillido humano también brotó una nota agonizante. Aquella extraña embarcación se hundió en la oscuridad del mar, hacia el fondo del mismo. Durante un espantoso instante nos llegó una ráfaga de viento sibilante y gélida; después, solo el burbujear del agua al cerrarse sobre la nave.

Estaba hipnotizado viendo aquella escena; comencé a oír voces detrás de mí, venían de cubierta. El eco de las plegarias y los juramentos de nuestros marineros llenaron el aire.

Mas allá, en el mar, la niebla aún se demoraba en irse por donde había desaparecido el barco, pero poco a poco fue aclarándose y vimos los restos del navío flotando y, de cuando en cuando, algún residuo del barco era escupido por el mar hacia la superficie.

El primer oficial señalaba muy excitado algo que nadaba en medio de los restos del naufragio; solo pude escuchar lo último que dijo:

–¡…por ahí!

Vi un bulto negro que sobresalía del agua… Se trataba de la cabeza de un hombre que braceaba desesperadamente en nuestra dirección.

Ante aquella imagen, el horror que había sentido nítido e intenso, se esfumo por completo, solo pensé en rescatar a aquel pobre hombre de la desgracia.

  • ¡Preparen el bote salvavidas! ¡Rápido! —grito el capitán con fuerza.

Bajé con cuatro hombres con el bote y un rato después remábamos vigorosamente hacia el hombre; llegamos justo a tiempo, pues ya se estaba hundiendo cuando lo levantamos y lo subimos at bote. Tosió sin parar hasta que vomitó una buena cantidad de agua salada.

  • ¡Dios mío! — jadeó — ¡Oh, dulce Dios mío!

Repitió aquellas palabras varias veces mientras nosotros inspeccionábamos entre los restos del naufragio; cuando el hombre se dio cuenta, se encogió ante los cadáveres de animales y los pedazos de muebles que flotaban a nuestro alrededor. Despúes de percatamos de que no había nadie más con vida, regresamos al barco.

Subimos sin demora al hombre y lo acostamos en una de las literas de la cabina de los oficiales.

Contare el resto de la historia tal y como el hombre que lo atendió nos la narró:

«Sucedió así, señor: Le quite la ropa y lo envolví en unas mantas que el doctor había hecho calentar en el fogón de la cocina. El hombre no paraba de temblar. Le ofrecí licor pero se negaba, cerrando los dientes con furia. Al poco rato dejó de sacudirse y no movió ni un músculo. Al verlo tan mal, opte por quedarme con él toda la noche. Durante el transcurso de la primera guardia, permaneció acostado sin hablar ni temblar, murmuraba en voz baja como platicando consigo mismo. Luego entró en una especie de cluermeveIa; yo estaba sentado y lo miraba sin decirle nada; de pronto empezó de nuevo a sacudirse. Le eche las mantas encima y trate de hacerlo tragar licor, pero no podía abrir esos dientes apretados, luego todo su cuerpo se relajó y exhalo el último suspiro.

«Corrí por el capitán; pero, al regresar, el pobre hombre estaba muerto.»

Realizamos la ceremonia fúnebre por la mañana, lo envolvimos en viejas velas y tiramos su cuerpo al mar.

El día de hoy, todavía me pregunto que podría habernos contado aquel hombre, y si su historia nos hubiese ayudado a comprender el misterio de aquel silencioso navío sumergido en el corazón del inmenso Océano Pacífico.

 

Bibliografía

Balam, Alaric (2012). Cuentos Clásicos de Fantasmas. México: Editores Mexicanos Unidos.

W.H. Hodgson

Compartida por: Anónimo

País: Guatemala

Sabanas de la costa baja, calor aletargan­te, olor en el ambiente que conjuga la pu­janza de las tierras prodigiosas con el sudor de sus habitantes. En el horizonte reverbera el aire y el silencio del mediodía hace que todo se tome pastoso, sus moradores se cu­bren con una tenue y persistente pereza que también abarca a los animales.

A lo lejos el murmullo de un río se hace interminable a cada momento y solo vuelan, de vez en cuando, despaciosos zopilotes, cu­yos cuerpos enlutados y nefastos se balancean llevados por las corrientes de aire en tétricos planeos. El vuelo de estos rapaces parece un lúgubre reconocimiento aéreo; semejan sus alas al vistazo de la muerte para llevarse a prisa a los seres moribundos.

El cuerpo de los habitantes de estas zonas es magro, sus brazos languidecen en ade­manes lentos, abarcando remotas esperanzas. Únicamente su vientre voluminoso denotaría que están satisfechos por una copiosa comida, pero desgraciadamente no es así; en esos vientres hinchados, con ombligos saltones, se abri­gan millares de parásitos.

Cierta vez que pregunte quien asistía a los enfermos, o a las mujeres en trance de ser madres, un campesino me contestó: «Aquí no hay nada de eso, estos lugares están olvi­dados de la mano de Dios…».

Yo solo mascullé: vaya si no hay Dios, en estos parajes es donde más pura se manifiesta la voluntad de Dios, pues solo así se explica cómo sobreviven esos macilentos campesinos que a veces nacen, crecen y, sobre todo, mueren…

Bien, nos encontrábamos en esas intrinca­das lejanías por razones de negocios ganade­ros de mi padre; como yo estaba de vacacio­nes, le acompañaba; forzado por una parte, por mi padre quien se empeñaba en que co­nociera las artes de la vaquería. Por otra parte, mi propia curiosidad.

Ese día habíamos madrugado para poder ver unas reses que formaban parte del ne­gocio. Los dueños nos habían dado un capo­ral y las señas del camino, pues era más su pereza que el interés del negocio. Desgracia­damente el caporal perdió el sendero y se desorientó. Pasadas algunas horas creímos que sería fácil desandar el camino y volver a donde habíamos partido, pero no fue así.

Al principio no tomamos en serio nuestra condición de perdidos, nos dedicamos a ca­minar y caminar creyendo que retornábamos… En esas caminatas inútiles se nos pasó la mañana.

Bajo la sombra de un palojiote hicimos un alto para comer lo que llevábamos de al­muerzo. Gotas de sudor nos corrían por la frente y a veces al alzar la mirada entre las cejas se divisaba el horizonte. En silencio nos comimos las tortillas con huevos duros y frijoles volteados, esto repuso en parte nues­tra fuerza perdida. El calor y los vapores de la tierra a la hora del mediodía hacían que nuestra humanidad nos pesara aún más. En esos instantes el saber que estábamos perdi­dos nos produjo terror.

La situación era más o menos desesperante, pues con el rumbo perdido corríamos el ries­go de llegar al mar, si bien nos iba, o bien, quedarnos en uno de esos pantanos que cu­biertos de vegetación son trampas arteras para jinetes y cabalgaduras.

El refrigerio y el calor aumentaron nuestra modorra, apenas si cabeceamos un sueñito, cuando mi padre dijo que había que seguir y así se hizo.

De vuelta a los caballos, el monótono son acompasado del trote, nos aletargaba a cada instante, hasta tornarnos casi insensibles.

Las zarzas saludaban nuestro paso, a veces arrancando jirones de camisa, otras, hiriendo telegráficamente nuestra piel. Algo teníamos que dejar en pago por la acción de profanar las feraces tierras que forman las sabanas costeñas.

No podría decir cuantas horas trotamos, ni relatar las veces que creímos haber encon­trado el camino. Pero si podría asegurar que varias veces pasamos por el mismo lugar y que nadie dijo nada en voz alta por no des­corazonar a sus compañeros.

Poco a poco el sol fue poniéndose naranja y haciéndose más grande. Tímidamente aso­maron unos celajes rojizos por el lado del mar. Los aires se hicieron más pronunciados y simulaban que de afligidos se dedicaban a soplar el sendero de nuestro paso. Otras ve­ces, las hojas secas burlonamente jugaban rondas detrás de nosotros, como si se alegra­ran de vernos perdidos.

—Yo creo patrón, que luego va a caer la noche —dijo el caporal con una voz que era el anuncio de un chillido mal contenido. Mi padre se limitó a dar un pujido que no supe cómo interpretar. Por mi parte, la sola idea de la noche me produjo más miedo del que ya tenía.

Y fue así como el cielo, de un color na­ranja se tornó violáceo y poco a poco se fue poniendo gris. El día no quería morirse y aun en agonía se esforzaba en persistir. Una suave brisa vino a refrescar los cuerpos su­dados de las cabalgaduras, cuya traspiración dejaba marcas de espuma salobre. Sobre la piel de los jinetes el sudor dejaba surcos mu­grosos.

El olor de la tierra fecunda, su humus pro­digioso, venia hacia nuestro olfato con recie­dumbre. Era el olor de la hembra infecunda que busca consuelo para su libido. Así son las tierras de Guatemala: están desde hace siglos devanando su pasión por producir, es­perando que manos viriles las hagan dar toda la fuerza de su poder germinativo, pero ellas son solo el refugio de campesinos paliduchos que languidecen enfermizos y olvidados.

Por fin, es una de las tantas vueltas de aquel camino interminable, cuando la colum­na encabezada por mi padre y que remataba yo, así, al filito de la noche, se apareció la figura de un hombre que al principio fue bo­rrosa, delineándose poco a poco, hasta ha­cerse francamente visible.

El encuentro con el personaje produjo dis­tintas emociones: a mi padre le causó alegría encontrarse en tan amargo trance con un vie­jo amigo. A mí me produjo alegría, pues era la seguridad de salir del entrevero y lle­gar esa noche a dormir y comer bajo techo.

Al caporal el encuentro le produjo una mal disimulada carraspera y a veces tos…

Mi padre saludó al recién llegado con muestras de gran camaradería; igual cosa hizo éste y después de darse la mano, tomándose las puntitas de los dedos, como hacen los campesinos, se hicieron mutuos hallazgos en sus respectivas humanidades: «Que bien esta don fulano, lo veo más gordo».

«Y usted don mengano, no se diga, por su cara no pasan los años».

Después de preguntarse por las familias se acercaron al grano con una sola pregun­ta: ¿Qué anda haciendo por estos andurria­les?», dijo mi padre; y el otro contesto: «Yo por acá nomasito tengo mi rancho». A todo esto, el caporal tosía y la necia carras­pera llegaba a hacerlo impertinente…

Mi padre no esperó más y dijo al encon­tradizo que estábamos perdidos, este, sin de­cir palabra, tomó por la gamarra el caballo que montaba mi padre y se dispuso a enseñamos el camino. La tos del caporal demos­traba que quería hacerse notorio, pero no lo lograba.

Caminamos por espacio de una hora. La noche cerró su cúpula negra y profunda. Sus crespones de luto nos envolvían por completo y los arboles del camino tomaban formas fantasmagóricas y a veces parecían retorcerse en cómicos devaneos. De todos modos era de noche y nosotros éramos conducidos al cami­no real por un ser bondadoso que intempes­tivamente se apareció a nuestro paso. Cuan­do a lo lejos se oyó el latir de unos perros, el encontradizo paró, dijo que estábamos en terrenos conocidos y que siguiendo recto llegaríamos hasta unas casuchas. Dio a mi pa­dre la mano y muchos recuerdos para su familia, a mí me pareció que en vez de es­trecharme la mano me puso algo frio entre los dedos a guisa de despedida. Al caporal simplemente lo ignoró.

Desapareció entre las sombras de la noche y no tardó en confundirse con los pliegues de la oscuridad. A todo esto, el caporal adelanto atropelladamente su cabalgadura y en un tro­te desordenado alcanzó a mi padre, el pobre hombre tartamudeaba; sus palabras se agol­paban en sus labios propugnando por salírse­ en bloque, a duras penas se hizo entender y casi de un tiro dijo: «Dios santo, Dios fuerte… ¡Ay! patrón, por Dios, esa alma no es de esta vida, pertenece al reino de los difuntos… hace dos meses que se murió y lo enterraron en la aldea…».

Mi padre le dijo que se callara, pues lo había visto tan vivo como a cualquiera de noso­tros, pero cortó su respuesta, pues en ese mo­mento llegábamos a los ranchos y la bulla de los perros llenaba la escena. A la luz de unos candiles notamos que el caporal estaba pálido y que sus labios tenían un ligero tem­blor que delataba su miedo.

Cansados como estábamos, mordisqueamos unos tamales remojados con caldo de frijo­les y calmamos nuestra sed con café endul­zado con rapadura, después, caímos como fardos sobre los petates.

No sé cuántas horas dormiríamos, pero al clarear el día, con la diana de los gallos y los pájaros, mi padre me dijo en voz baja. «Vamos a pasar por el cementerio. …”.

El trote de los caballos hacía retumbar le­vemente la tierra: pasamos un cerco de sil­vinias que demarcaba los mojones del ce­menterio; después de caminar entre cruces tostadas por el sol y entre sepulcros semide­rruidos, mi padre se detuvo frente a una cruz recién pintada. Con voz a medio tono leímos la inscripción con el nombre del muerto y la fecha reciente que había sido la última en su vida… era el mismo del guía que nos había sacado la noche anterior de nuestro labe­rinto de zarzas… maleza y calor.

 

Bibliografía

Sieckavizza, A. L. (1966). Leyendas de Tierra Adentro. Guatemala: Editorial, José de Pineda Ibarra.