José Lino Manríquez Martínez nació en el pueblo de San Antonio el 3 de septiembre de 1855. Es esos agitados tiempos, Don José Miguel, papá de José Lino, participó activamente en la lucha contra el filibustero Juan Napoleón Zerman que ese año de 1855 tenía sitiada a la ciudad de La Paz. En apoyo al general Manuel Márquez de León y al frente de un pelotón de la guarda montada hizo prisioneros a los tripulantes de los buques piratas “Archibald Grace” y Rebeca Adams”, a quienes condujo al puerto de Mazatlán para su posterior envió a la ciudad de México.
La participación del sargento Manríquez Martínez en otras acciones lo hizo merecedor de ser nombrado Jefe de la Policía Montada del Real de San Antonio.
Corría el año de 1861 cuando el señor Manríquez fue enviado por la superidad a vigilar el transcurso ordenado de un evento social de relevancia: El matrimonio civil y eclesiástico del comerciante Miguel González Rodríguez, y la señorita Soledad Rufo Santacruz, acto apadrinado por el recién nombrado gobernador juarista Don Teodoro Riveroll.
El evento tuvo lugar en “El Novillo”, rancho cuyo propietario era Don Tomás Balarezo. Don Miguel, el novio, a quien Don José Miguel había proporcionado valiosos servicios, invitó a la familia Manríquez Martínez para que asistieran a la boda. Y fue ahí donde el pequeño José Lino atrajo la atención del profesor Víctor Piñeda de la Cruz, y de su novia, la maestra Refugio Contreras. Hablaron con el padre, de tal suerte que meses después el niño fue admitido como alumno regular Liceo Parroquial, quedando a cargo de Don Pedro Contreras y Doña Perseverancia Espinoza, padres de la señorita Contreras, maestra de música del nuevo alumno.
Fue entonces cuando la familia decidió venirse definitivamente a vivir a La Paz para estar junto a Don José Miguel, quien separado del servicio militar trabajaba como jefe de Vigilantes en un centro de diversiones. Mientras el padre se ocupaba en sus labores, el pequeño José Lino de Jesús y sus hermanos asistían regularmente a clases que en los anexos parroquiales impartían los maestros Gabriel Santiesteban , Julián Galindo, Adolfo Belloc, Teófilo Encinas y el mentor sinaloense Nicolás Sánchez carrillo.
Cuando todo parecía en calma volvieron las revueltas. A mediados de 1866 el gobernador Antonio Pedrín fue derrocado por el Gral. Pedro María Navarrete quien, lejos de congraciarse con la población, cometió diversos atropellos, pasando a la historia regional como el más sanguinario de cuantos gobernantes conoció la entidad. Contra su gobierno se revelaron varios grupos de Todos Santos y El Triunfo, pero fue Antonio Pedrín nombrado jefe político y comandante militar de la Baja California quien lo obligó a abandonar la entidad.
Meses antes, Navarrete había hecho prisioneros a varios patriotas liberales — Él era representante del gobierno francés — y confinados a las mazmorras del cuartel militar. Los detenidos que fueron condenados a muerte fueron Martín Erqueaga, Roberto Fisher, Ignacio Armenta y Laureano Rosas, capitanes; Loreto Talamantes, Gregorio Osuna y José Miguel Manríquez, sargentos, así como los soldados Muriel Lozano, Calixto Martínez y Úrsulo Fuentes, todos de las tropas del general Manuel Márquez de León.
El 11 de noviembre de 1866, Don José Miguel fue confinado a la estrecha e insalubre celda de castigo, puesto al cuidado del Cabo Crispín Sández, jefe del resguardo del penal y uno de los más abyectos seguidores del imperialista Navarrete. El pequeño José Lino, enviado por su madre a llevarle alimentos a su padre fue testigo de cómo , con crueldad inaudita, Sández ordenó sacar de la celda al prisionero, para disponer que en presencia del niño fuese azotado hasta sangrar y quedar desmayado de dolor.
Al ver aquello, el niño se encaró al Cabo Sández para implorar piedad para su padre. En respuesta y como uno más de sus alardes sanguinarios el tosco soldado le contestó con voz cargada de crueldad: –“¿Para qué quieres piedad para tu padre?, es un bandido malechor y esta tarde, a las 4:00 en punto será pasado por las armas en el paredón de las Ciénagas.
Abatido por el dolor, José Lino de Jesús vio como el malherido cuerpo de su padre era llevado de nuevo a la celda insalubre de castigo. Regresó a la casa para avisarle a su madre y se dispuso a lo que señalaría su ingreso a las páginas de la historia.
Partió hacia el lugar señalado para la ejecución y una vez de nuevo ante el cabo Sández propuso un insólito trato:
-¿Me da su palabra de hombre y de soldado respetar la vida de su padre si yo me ofrezco para que me fusilen a mí?
El trato fue contestado por el iracundo navarrista con un leve movimiento en su rostro inmutable. Y sin que se dijera una palabra más, el pequeño José Lino de Jesús, de escasos 11 años de edad, fue lazado con una reata y arrastrado por entre los matorrales de la Ciénega y los choyales del área. Y para dar muestra del mayor sadismo, Sández hizo conducir a presenciar el holocausto del niño, a todos los prisioneros, incluyendo al padre de la inocente víctima.
Para corolario del despreciable asesinato, Don José Miguel fue obligado a cavar la improvisada fosa donde fue depositado el frágil cuerpecito del niño héroe, para ser cubierto después de piedras y tierra. Atardecía el 11 de noviembre de 1866. El lugar exacto del sepulcro se encuentra señalado a escasos metros donde el fervor popular, andando el tiempo, elevaría una modesta capilla para perpetuar ese acto sublime de amor filial.
Desde entonces, muchos peregrinos acudieron domingo a domingo a depositar ofrendas florales, encender cirios y depositar figuras de oro y plata en pago de fervorosas promesas de los fieles que hubieron de adjudicarle infinidad de milagros. La tradición popular le llama desde entonces “La animita del Camino Real”.
Bibliografía:
Reyes Silva, Leonardo. (2011). Mitos y Leyendas.
La Paz, Baja California Sur, México.
Enviada por: Sergio Avila
Nunca se supo si Modesto Martínez estaba de goma o andaba bolo; pero lo que si era cierto es que tenía 57 años, y llegó al sitio que otros albañiles le envidiaban por su inteligencia, siempre se culpaba de no haber aprendido más en la escuela y algunas veces hechaba la culpa a sus padres de no haberle dado la oportunidad.
Pero a pesar de los pesares, fue escalando poco a poco dentro del oficio y de simple «chunero», llegó a maestro de obra, y algunas veces con un par de tragos entre pecho y espalda, discutía elementales principios de construcción con honorables ingenieros; siempre se ponía ante los aprendices como ejemplo y con proféticas palabras les decía: «la cuchara se agarra así, hay que saber hacer las cosas, llevense de mis consejos y algún día cuando estén gozando de un buen sueldo, me van bendecir» proseguía—, «Hoy Uds. están en la gloria, antiguamente, en tiempos de Cabrera; entonces había que ver, recomendado, con todo y nalgas sin ganar nada». Y así entre plática, discusión y trago, la pasaba Modesto Martínez, originario de la capital guatemalteca, de oficio albañil y uno de los más entusiastas organizadores del día de la Cruz. Fue precisamente ese día cuando algo le sucedió…
Aquel 3 de mayo de 1947, amaneció radiante de sol y con una invitación para disfrutarlo. Modesto laboraba en la construcción de un mausoleo de conocida familia capitalina, en el interior del Cementerio General. Antes de entrar a la necrópolis, complementó la compra con dos botellas de Ron Negrito que pasó comprando al «Ultimo Adiós»; con un día de anticipación había reunido el resto para celebrar dignamente «El día de la Cruz», que los del gremio de albañiles celebran con devoción.
En las bolsas llevaba chuchitos, tortillas y otras comidas que destaparía a la hora de descorchar las botellas, después de la quema de cohetes a los doce meridianos, con los muchachos de la obra. Modesto desde que llego a la obra preguntó por su compadre Manuel, pero nadie le dio respuesta, el compadre tenía que ayudarle a la colocación del altar y el adorno de la Santa Cruz.
Finalmente y cuando ya habían dado as siete y media, se fue asomando el compadre con otros dos paquetes y una botella de guaro en la bolsa del pantalón. Con un fuerte silbido se identificaron y saludaron desde lejos. Modesto esbosó una sonrisa de satisfacción, como diciendo: «Mi compadre nunca falla»…
Cuando dieron las 12, justamente a la hora de las bombas voladoras, cohetes y campanas, ya los compadres habían tomado más de la cuenta.
Tomaron un rato más, y posteriormente, cada quien salió por su lado, pero Modesto y su compadre Manuel con media botella en la mano se internaron hacia la parte norte del Cementerio como buscando el osario general.
El sol de mayo era quemante, pero las nubes grises amenazaban con descargarse. Uno de los compadres le señaló al otro, que por la Verbena estaba lloviendo a cántaros.
—Compadre Manuel, creo que mejor nos metemos en un buen mausoleo porque ya viene el agua y nos vamos a empapar.
Modesto como queriendo ver hacia el sitio que su amigo le señalaba, a duras penas alzó la cabeza. Era demasiado tarde. Los primeros goterones caían sobre la humanidad de los compadres.
Como Dios les ayudó, se introdujeron en una hilera de nichos nuevos, pero como la lluvia era inclemente y azotaba con aire, finalmente resolvieron colocarse cada quien en su agujero horizontal, «Son nuevos compadre» —le decía uno al otro como queriendo darse valor—.
La lluvia se regaba inclemente sobre los barrancos cercanos y tumbas del Cementerio, los rayos formaban figuras luminosas en el espacio, y los goterones al estrellarse en el blanquesino mármol de las lápidas, producían un ruido raro salpicando los secos floreros viejos que con sus plantas marchitas, agradecían aquel regalo de Dios. Los compadres a todo esto, ya dormían la mona. Después de la borrachera, no parecían dos borrachos; daban la impresión de dos cadáveres sepultados en nicho y sin ataúd mostrando las plantas de los zapatos blanquesinos por mezcla y la cal.
El pobre Modesto, no se dormía por más que hacia la lucha, la lluvia le mojaba los pies y entre el estirar y encoger los pies, mejor optó por salirse y guarecerse en una capilla en construcción que daba frente a unos nichos con cadáveres recién sepultados. El otro compadre ya no sintió cuando Modesto se salió de su nicho, dormía profundamente; el cielo se obscureció y parecían las 6 y media de la tarde, la lluvia azotaba con fuerza y nuestro hombre se defendía como podía en una pequeña puerta de un mausoleo viejo.
El viento hizo cambiar la lluvia y ahora azotaba del lado contrario,
dando oportunidad al pobre de Modesto a no mojarse más, sacó un cigarrillo y lo encendió como pudo, en eso estaba cuando escuchó una voz rara que desde un principio le heló la sangre:
—Modesto, no te mojes, puedes abrir la puerta del mausoleo…, y entrar sin pena…
Sin esperar respuesta, salió, corriendo del lugar, saltando entre los charcos y promontorios de lodo que la lluvia había formado; no paro hasta que llegó a la puerta principal de la necrópolis donde lo atajaron unos amigos que le preguntaron que había pasado.
— ¿Pero qué te está pasando?, le decían a coro los otros que pasaban la lluvia en la puerta principal del Cementerio.
Modesto con la vista fija en el cemento, poco a poco dijo lo que había escuchado, «fue una voz que me pareció familiar»- repetía-
Otro de los compañeros, en broma le reprochaba «por andar de cantineador, pues a lo mejor fue la «Siguanaba». Todos rieron a mandíbula batiente por la puntada del flacucho albañil, que la había lanzado al grupo.
La lluvia no se quitó por completo. Una llovizna pertináz
siguió mojando la banqueta de la Avenida del Cementerio, la vieja
campana sonaba anunciando que pronto iban a cerrar;
como espectros iban saliendo algunos empleados con capas negras de hule y lo más humildes con enormes escaleras al hombro hechándole rayos a la lluvia.
Al infleiz de Modesto le seguían zaeteando con bromas de mal gusto por lo que había contado. Un albañil barrigón y bajito que le decían «Tachuelita», les invite, a todos a tomarse un buen trago para el frio…
Modesto los vio alejarse, y él tomó, camino distinto, rumbo a su covacha del cantón «BariIlas», la voz profunda y grave que escuchó no se le apartaba un solo momento de sus oídos. «Modesto, no te mojes, puedes abrir la puerta del mausoleo y entra sin pena».
Por fin fue llegando a la humilde casita donde lo esperaba su mujer y cuatro patojos, que necesitaban un presupuesto especial para la comida, el humo de la cocina se metía por todos lados y con voz desganada se escuchó el «ya vine», que resonó en la oscura alcoba. Para que los patojos no escucharan la conversacion de los mayores, Modesto les dijo que salieran a jugar un poco at pequeño patio.
— ¡Casilda, Casilda!, gritó Modesto, llamando a su esposa, la que acudió rápidamente secándose las manos con el delantal, que un día fue blanco.
—Pero, ¿qué te está pasando?, ya te he dicho mil veces que no me gusta que te juntes con el viejo de don Manuel y no me haces caso. Volvía a la carga doña Casilda, «siempre que andás con ese infeliz, chupan como desesperados y que les importa el gasto y los patojos, como sabes que yo hago mis cachas con las tortillas, que te importa».
Modesto la miró, como queriendo darle la razón de todo aquello que increpaba abiertamente; de pronto quizo decirle algo, pero su mujer siguió reprochándole su proceder en los últimos cuatro días, desde que habían «agarrado la fuerza».
—Ya no tenes vergüenza, he querido decirte que desde hace tres días murió la madrina de los patojos, pero como siempre venís bolo, no ha habido modo.
El pequeño cerebro de Modesto, al escuchar estas últimas palabras, principio a trabajar, pensando en lo que había escuchado en el Cementerio.
—Eso es lo que yo te quería decir, que me espantaron en el Cementerio hoy por la tarde, pero a vos sólo en regañar se te va todo el tiempo.
—Que espantos ni qué diablos —contesto doña Casilda—, lo que pasa es ya te estas engazando como la vez pasada.
—No mujer, te estoy diciendo a verdad —decía Modesto con un flato horrible, que se le manifestaba en la cara—, fue la comadre… Fue la comadre la que me hablo en el Cementerio… reconocí su voz —decía llorando desesperadamente.
Aquella espantada que le dieron a Modesto en el interior del Cementerio, fue santo remedio para que ya no chupara y se dedicara a sus hijos y como cosa muy especial, para que no aceptara ni «chapuces» o construcciones en el mismo. La última vez que platique con él, allá por el botellón me dijo sonrientemente: «Al Cementerio regresaré, pero cuando me muera».
Gaitán, H. (1981). La Calle donde tú vives. Guatemala: Editorial Artemis y Edinter, S.A.
Compartida por: Anónimo
País: Guatemala
En Agosto de 1971 tuvo lugar un curioso fenómeno en una casa de Bélmez, pueblo de la provincia andaluza de Córdoba, donde vivía Juan Pereira con su mujer y sus dos hijos. Fue algo sin precedentes en la historia del lugar, que no tardó en hacerse del conocimiento general, en toda España e incluso en el extranjero.
Los rostros surgidos del más allá
María Gómez, esposa de Juan Pereira, limpiaba la cocina de su casa, la mañana del día. 23, cuando apareció ante sus ojos, dibujado en el suelo, un rostro de tamaño natural, de nariz afilada, boca entreabierta y expresión atormentada. A pesar de que sus hijos eran ya unos mozos de veintitantos años, María supuso que se habían divertido haciendo dibujitos en el piso, solo para fastidiarla con sus bromas.
Se propuso la mujer borrar el rostro frotándolo con un trapo. Nada consiguió. Y cuando llegó el marido a la hora de comer la encontró contemplando fijamente el rostro. Los vecinos poco tardaron en enterarse de lo sucedido y acudieron a ver el dibujo surgido de la nada. Como a Juan no le agradase ser molestado por tanto gentío, cogió un martillo y rompió a golpes las baldosas. Llamó a un albañil para que cubriera el hueco con cemento.
Nada sucedió en los siguientes días, pero el 8 de septiembre apareció un segundo rostro, cerca de donde estuvo el otro, con expresión igualmente atormentada. Pereira acudió a la alcaldía, para consultar con el alcalde Manuel Rodríguez Rivas. Tal vez podría darle un buen consejo. Resultó de la entrevista que el albañil volvió a presentarse en el 5 de la calle Rodríguez Acosta. Abrió un pozo en la cocina, y al alcanzar los tres metros de profundidad, encontró unos huesos. El secretario del Ayuntamiento hurgó en viejos archivos y descubrió que en el lugar hubo dos siglos atrás un cementerio. Los vecinos atribuyeron entonces la aparición de los rostros a la intervención de los espíritus de quienes murieron en pecado mortal, que de esta manera se manifestaban. Se rellenó el pozo el 4 de noviembre.
Tres días más tarde, el rostro desprendido del piso, que el albañil había pegado en la pared, había cambiado de expresión. Era ahora de verdadero terror. El día 20 apareció otro a un costado. ¿Era el albañil responsable de la broma? De ser así, Pereira estaba dispuesto a ajustarle las cuentas. Le prohibió volver a entrar en su casa. Pero el 2 de diciembre apareció un rostro más. Era ahora femenino, de facciones delicadas, deformado por una mueca de terror. Y junto a él surgieron unos rostros infantiles.
La noticia llega a todas partes
Llegaron a ver el fenómeno varios científicos y aficionados a la parapsicología, siguiendo muy de cerca a los periodistas y a los camarógrafos de la televisión. El 9 de abril del siguiente año, la cocina de la familia Pereira estaba llena de gente, sin que el buen hombre pudiera impedirlo. El señor alcalde le había ordenado aguantarse, porque era un bien de la ciencia. Y también del turismo.
Algunos testigos tuvieron ocasión de presenciar la aparición, muy lentamente, de un nuevo rostro provisto de una larga barba blanca y ojos rasgados, que se fue tan misteriosamente como vino. Los periodistas opinaron que si alguien se estaba divirtiendo a expensas de los ingenuos presentes, lo estaba haciendo con envidiable maestría. Tal vez si llegaba al Lugar un experto de verdad en aquellas cosas misteriosas sería posible aclarar el enigma de los rostros.
Este experto iba a ser el Dr. Germán Argumosa, especialista en fenómenos psíquicos, quien declaró al instante cómo se llamaba aquel que estaba contemplando. Lo primero, dar un nombre a las cosas. Recibía el nombre de teleplastia y también ideoplastia. Pero no supo explicar por medio de qué cornplicado mecanismo se produce. Entonces, para estar seguro de que nadie llegaría a la cocina a hacer más dibujitos, a espaldas suyas, Argumosa cubrió el piso de la cocina con un plástico, que selló en sus extremos. Deseaba probar ante todos que no intervenían factores humanos en aquello que los lugareños consideraban un milagro enviado por quien sabe que santo. Abandonó el especialista la casa, cerró con llave su única puerta, la entrego al señor alcalde y se dispuso a esperar.
Regresó al cabo de una semana, acompañado por el alcalde y dos testigos escogidos al azar. En el piso había un nuevo rostro. Ahora si podía afirmar Argumosa que no hubo truco. Quiso escuchar entonces la opinión de varios vecinos y no vaciló en pedírsela también al señor cura. Desechó el santo varón la intervención del demonio, lo cual probaba que era un sacerdote inteligente, y quiso dedicar mayor atención a cada uno de los miembros de la familia.
Descubrió el parapsicólogo que María Gómez, mujer de inteligencia inferior a la media, tenía antecedentes de histeria que hacían de ella una verdadera médium. Declaró que, cuando una persona ha sufrido un ataque de histeria, crea un campo magnético intenso que actúa de manera inconsciente sobre los objetos que la rodean. En el caso de María, debió leer en su infancia un libro que la impresionó —lo mismo que pudo suceder con el caso de Juana de Arco, — al grado de grabarse más tarde en las baldosas los recuerdos conservados en su mente.
Se tuvo así la certeza de que había sido la mujer de Juan Pereira quien había producido, de manera inconsciente, los dibujos de Bélmez. Pese a ello, quienes esto creían tuvieron que rectificar años más tarde, cuando se dio a conocer una inquietante noticia, que referiremos de inmediato, en beneficio de las personas que jamás tuvieron ocasión de conocerla.
En un artículo publicado por el periódico norteamericano National Enquirer, que se dedica lo mismo a inventar intrigas que a echar por tierra las historias que no le agradan —tal vez porque no sucedieron en tierras del tío Sam—. Edward B. Camlín afirmaba que el caso Bélmez fue un fraude y que las caras fueron pintadas por un joven de veinticinco años, de nombre Jesús Rodríguez, amigo de la familia. Había echado mano de unos trucos fotográficos Para divertirse al contemplar la expresión de desconcierto que pondrían sus vecinos. Los dibujos habían sido copiados de un libro y trasladados al suelo utilizando ciertos productos químicos y una lámpara de rayos ultravioletas. Añadió el joven bromista que solo al cabo de varios días serian visibles los rostros, gracias al tratamiento especial que les dio.
Tal vez más difícil de explicar sea lo sucedido la noche del 25 de mayo de 1973 en casa del señor Everett Foster, que vivía en Cedar Hill, en el estado de Texas. Se había acostado, cuando le pareció ver unos rostros en la pared de enfrente. Despertó a su mujer, que dormía apaciblemente desde hacía rato, una vez terminó la película del HBO, para que viera lo mismo que él.
Coincidieron ambos en que había dos rostros femeninos de cabellos oscuros, a ambos lados de la cabeza de un hombre, además de un perro y de un mapache que se transformó de repente en cerdo. Ala izquierda del grupo vio el matrimonio un coche de carreras, con todo y su conductor, y a la derecha nada menos que una nave espacial. A esto habría que añadir un extraño texto que ninguno de los dos cónyuges fue capaz de descifrar. Se ignora si Jesús Rodríguez viajó hasta Texas en aquellos días.
Las figuras parecieron moverse y la nave espacial se desvaneció lentamente, dejando una estela de humo. Los Foster contemplaron la aparición durante casi una Nora, como si estuviesen viendo una película de aventuras, sin sentir el menor temor. Solo curiosidad. Finalmente, se desvanecieron las figuras y no regresaron nunca más. El día siguiente, informaron a la prensa de lo sucedido, y la prensa fue tan amable de no decir si la inteligencia del señor Foster era inferior a in media, como le había sucedido a María Gómez.
¿Tú que crees?…
Doreste, T. (1991). Grandes Enigmas, El Fascinante Mundo de lo Oculto. España: Ediciones Océano, S.A.
El cerro Tepayac no tenía historia ni importancia en 1531. Exactamente hasta el 9 de diciembre de 1531. ¿Qué importancia iba a tener si era un lugar desolado y estéril, de escasa altitud y a una distancia de Ia ciudad de México que, en realidad, ni estaba a las afueras ni tan lejos que se pudiera hacer una excursión a sus alrededores? Si parece que hasta en esto carecía de interés. No subían las mozas a contemplar la ciudad, ni las carrozas de los señores se paraban en sus laderas antes de entrar o salir de México.
Pero un día precisamente ese 9 de diciembre de 1531, se le ocurre cruzarlo a un indio de cansino andar, moreno el cutis de su rostro y un habla meliflua y cadenciosa, que se le escapa de los labios. No hace mucho que se ha bautizado y le llaman Juan Diego; no hace mucho que ha aprendido un nuevo idioma, en el que ahora va hablando solo entre la maleza del Tepayec; hablando y soñando con esas nuevas cosas recién aprendidas llega a la cima. Lo ha notado por el aire fresco y acariciante que le roza el rostro, y eso es lo que le ha hecho abrir los ojos, esos ojos menudos, penetrantes que ahora se frota con las manos. Porque claro que iba pensando en la Virgen María y hasta hablaba con ella mientras subía el altozano, pero de ahí a que la misma Madre de Dios se encuentre ante él, hay un abismo.
El indio Juan Diego debió respirar profundamente por si aquello era consecuencia de su cansancio, de esa fatiga que le hacía respirar más precipitadamente. Debía ser la fatiga y sólo eso por lo que palpitaba fuerte y vehemente el corazón. Hasta que no tuvo duda porque también le hablaba.
Al indio Juan Diego se le ha acabado el cansancio, se le han abierto desmesuradamente los ojos, le han puesto alas a sus pies menudos y baja corriendo a contar a todo el mundo lo que ha visto. Y no le creen. No le cree la dama enjoyada que sale de la capilla, ni el sacerdote que reza su breviario en el atrio de la iglesia, ni los frailes, de paso precipitado que temen llegar tarde a la colación. Ni el obispo. Ni el obispo fray Juan de Zumárraga, que le ha recibido en su palacio, sentado en su alto sillón de baqueta.
¿Qué puerta se le ha cerrado en el alma con el golpe del portón del palacio episcopal que una lágrima le resbala por las mejillas? El indio Juan Diego está triste; está triste y solo. Pasea su tristeza por las calles de México, sin rumbo, sin compañía.
12 de diciembre. Le ahoga la ciudad. Sale al campo hacia Tepeyac, con el alma deshecha. Quiere contarle al viento, a las yerbecillas i o acaso a la Virgen María! la incredulidad de la gente, las risas de los chiquillos, los gestos malintencionados de…
Está ya al pie del Tepeyac. No habla solo, no anda ligero por llegar pronto a la cumbre, no le brilla la sonrisa en el rostro. Está al pie del Tepeyac. Y allí se le aparece de nuevo la Virgen María y le dice que suba a la cumbre, que coja rosas y llene su tilma y se las lleve al obispo. ¿Bastará para creerle?
Juan Diego alegró su faz trigueña, aligeró el paso y subió el teso, rojo de rosas, abiertas al sol y al viento de diciembre. Acaso ni se sorprendió de encontrar florecientes los rosales, pero comprendió que esto sí que era una prueba y que valdría más que su palabra, pero ¿bastaría para creerle?
Y llenó su tilma de rosas, y la cargó sobre su hombro y bajó camino de México a enseñárselas al señor obispo. No le importaba que los chiquillos le fueran tirando y llevándose una a una hasta parecer que se le iban a acabar las rosas, ni que la gente le mirara extrañada, ni que el sacerdote levantara los ojos de su breviario y le siguiera con la mirada.
…Y se fue al obispo. Ante su presencia deshizo el nudo de su tilma y a sus pies cayó como una lluvia el montón de rosas perfumando el ambiente. Asombrados quedaron todos y más el indio Juan Diego cuando con palabras entrecortadas y señalando con el dedo hizo fijar los ojos de los presentes en su tilma, pendiente de su mano, arrastrada por el suelo. En la pobre tela aparecía la efigie recién hecha de la Virgen que, de entonces acá, la conocerá el mundo entero por la Virgen de Guadalupe.
Con manto de oro y protegida de cristal la tilma de Juan Diego ocupa el centro del altar mayor de la Basílica de Guadalupe en la ciudad de México.
Perés, R. (1973). La Leyenda y el Cuento Populares. España: Editorial Ramon Sopena, S.A.