En los remotos tiempos de Carlomagno, el joven duque Huon, señor de Burdeos, fue a París a rendir homenaje al emperador, pero, después de una discusión retó a duelo a un caballero de la corte y lo mató. El monarca, airado, ordenó al temerario como castigo:
—Irás a Bagdad y me traerás cuatro dientes y la barba del emir de esa ciudad. Hasta que no consigas esto no te perdonaré.
Aquel mismo día partió Huon con una pequeña tropa de fieles soldados. Ni que decir tiene que el viaje fue larguísimo y fatigoso, y que los viajeros tuvieron que soportar penalidades y privaciones sin cuento.
Un día, tan cansados, hambrientos y sedientos estaban, que en un claro del bosque se echaron agotados sobre la hierba, convencidos de que allí iban a perecer. Pero de pronto se oyó el potente toque de un cuerno de caza entre la espesura y casi por milagro todos dejaron de sentir cansancio, hambre y sed.
Segundos después, de entre los árboles salió un hermoso enano haciendo sonar un cuerno de marfil. Acercándose a Huon le dijo:
—Soy Oberón, el rey de los genios del aire, y vengo en vuestra ayuda. Sé muy bien adónde te diriges y la peligrosa empresa que te aguarda. Pero no temas. Yo te protegeré porque eres valeroso y bueno.
Acto seguido, el enano hizo un ademan y, súbitamente, surgió de la tierra un maravilloso palacio en el cual Huon y sus hombres pudieron saborear los más ricos manjares. Cuando ya todos estuvieron hartos y hubieron reposado, se dispusieron a reanudar su interrumpido viaje. Entonces, Oberón le entrego su cuerno de marfil al joven Huon y le dijo sonriendo:
—En el momento que te veas en un apuro, haz sonar este cuerno; yo to oiré inmediatamente y acudiré en tu auxilio al frente de un ejército.
Y seguidamente partió al frente de los suyos, mientras el mágico palacio desaparecía tan misteriosamente como habla aparecido.
Pocos días después, los viajeros llegaron a un país donde reinaba un soberano cruel que mataba a todos los cristianos que caían en sus manos. Por eso tan pronto supo la llegada del duque de Burdeos al frente de su reducida tropa, armó una numerosa hueste y se dirigió a su encuentro.
La lucha fue encarnizada por ambas partes, y los franceses, aunque muy valerosos, eran tan pocos que estaban a punto de ceder a las numerosas fuerzas de su adversario, cuando Huon hizo sonar con toda su fuerza el cuerno de marfil.
Y, en efecto, fiel a su promesa, de repente se vio entrar al enano Oberón en la batalla a la cabeza de un numeroso ejército, con el que derrotó totalmente al enemigo. Miles de adversarios murieron en el combate, entre ellos el mismo rey; los demás huyeron despavoridos.
Tras un merecido descanso en la ciudad conquistada, Huon y sus hombres prosiguieron el viaje hasta llegar a orillas del mar Rojo, donde no tuvieron más remedio que detenerse, pues no había puente, ni vado, ni siquiera nave para atravesarlo.
Desesperado estaba ya el valeroso Huon y se disponía a tirarse al agua para intentar cruzar el mar a nado o perecer, cuando un delfín se apareció en la orilla y dijo al joven:
—El enano Oberón me ordena que venga en tu ayuda. Ven, sube encima de mí y te conduciré sano y salvo a la otra orilla.
De esta forma, Huon no tardó en desembarcar cerca de Bagdad. Pero no hizo más que entrar en la ciudad, cuando el emir, sabiendo que venía en su busca, le hizo prender por sus esbirros y encerrar en un calabozo después de quitarle el cuerno mágico.
Menos mal que cuando más desesperaba de salir de su encierro, un día vio abrirse la puerta de su celda y entrar por ella uno de sus hombres que, con los demás, había quedado al otro lado del mar. El hombre le conto que junto con sus compañeros habían encontrado una nave, en la que embarcaron rumbo a Bagdad, donde habían logrado introducirse secretamente en el palacio del emir.
—Necesito a toda costa que me traigas el cuerno de marfil —le dijo Huon.
A duras penas logró el hombre arrebatárselo al emir y lo trajo al prisionero, quien sopló en él con toda la fuerza de sus pulmones. Oberón acudió prontamente a la cabeza de sus guerreros, y el emir, desprevenido, fue fácilmente vencido y muerto.
Sin pérdida de tiempo, el joven Huon le arrancó los dientes, le corto la barba y con este botín retornó a Francia en unión de sus compañeros.
Y como es natural, Carlomagno, perdonó al valeroso duque de Huon y celebró grandes fiestas en su honor.
Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.