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Quizá de las más antiguas, al propio tiempo que más populares leyendas del Japón, sea la llamada Urasima, que un tan docto historiador como el inglés W.G. Astom cree que procede nada menos que del siglo VIII o antes de él. Dice así, puesta en prosa, pues está escrita en verso:

“Salió el pescador y estuvo remando siete días, mas allá siempre, hacia el lejano horizonte, hasta que quiso la suerte que se encontrara con una hija del dios del mar. Verse y enamorarse los dos fue cosa de un momento, así que muy pronto se fueron al país de los inmortales. Cogidos de la mano entraron en una soberbia mansión situado dentro del recinto ocupado por el Dios del Mar. Allí hubiera podido quedarse el pescador, disfrutando de completa felicidad, sin envejecer jamás, sin morir nunca; pero el insensato, hombre de este mundo al fin, dijole un día a su esposa: “Quisiera volver a mi casa por corto tiempo y hablar con mis padres: regresaré mañana.” Así le hablo, respondiéndole ella: “Si quieres volver al país inmortal y seguir viviendo conmigo como hasta ahora, toma esta cajita, llévala contigo con mucho cuidado y fíjate bien en que no has de abrirla. Sobre todo, no olvides lo que te digo.” Pero cuando el hombre se hubo marchado hacia su tierra, por más que, al llegar a ella, buscó su casa por todas partes, no acertó a hallarla, y no sólo su casa, sino ni el pueblo en que estaba situada. En extremo sorprendido y disgustado se le ocurrió pensar: “¿Cómo puede ser en el espacio de tres años que he estado ausente haya desaparecido mi casa sin que ni rastro quede de ella? Tal vez si abriera esta cajita mágica que llevo hallaría dentro algún sortilegio que me iluminara un poco y me orientara.” Tal como lo pensó lo hizo, más en cuanto levantó la tapa salió del fondo en seguida una nubecilla blanca que se elevó hacia la región inmortal. Corrió el infeliz intentando detenerla con sus gritos, pateó de furor, arrojóse al suelo revolcándose en él desesperado, y de repente notó que el corazón parecía fundírsele en el pecho; cubrióse de arrugas su rostro, antes de aspecto juvenil; su cabello, tan negro siempre, convirtiéndose en cano, y no tardo en ocurrirle lo irreparable: que dejara de respirar, quedándose sin vida, como un simple mortal más. Y he aquí que en aquel mismo sitio, precisamente, habíase alzado en otro tiempo la casa de aquel pobre hombre, llamado Urasima de Midzunoyé.”

A esta leyenda siguen otros breves versos de comentario o moraleja (una tanka, como se llama en la poética japonesa), que dicen: “En el país inmortal hubiera podido seguir viviendo siempre, feliz y sin envejecer; pero, ¡que estúpido fue el pobre diablo no quedándose en él, y destapando después la cajita que tanto le recomendó que no abriera la hija del dios del mar!”.

 

Bibliografía

Perés, Ramón. (1973). La Leyenda y el Cuento Populares. Barcelona: Editorial Ramon Sopena, S.A

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Deseaba el emperador ing-Noang poseer la doncella de más perfecta belleza de todo su imperio; pero aunque hacía años que hiciera buscar, no le satisfacía ninguna de las que le recomendaban. Al fin alguien dio con una muchacha muy joven de maravillosa hermosura, que vivía muy retirada con su familia, y se la presento al emperador, quien tan prendado quedó de ella, que ya no quiso separarse más de su lado. Donde iba el emperador iba también su mujercita, y nada deseaba ésta que no lo obtuviera inmediatamente. Su familia fue distinguida con títulos de nobleza, y construyó una casa de oro con ricos miradores de jade para recreo de la afortunada favorita, cuya fama se esparció por todos los países vecinos. Tanto, que movió la envidia de uno de sus reyes, sumamente poderosos, el cual se propuso arrebatarle a la joven Ming-Noang, atacándole para ello con todo su ejército. Acabaronse los placeres de la paz: suenan los tambores; álzase el pueblo en armas; ruedan los carros de combate arrastrados por los caballos; una nuevo de polvo oscurece el horizonte, más allá de las ciudades…

El equipo imperial lleva ya recorridas más de cien leguas…de pronto se para…es que todos los que conducen se niegan a dar un paso más…es que, para ellos, entre la guerra con el extranjero por culpa de la codicia posesión de una favorita, y la muerte de ésta, no cabe duda: lo segundo se impone, en vez de sacrificar al pueblo por ella…y el emperador, acobardado, cede…sobre la tierra están ya esparcidas todas las joyas de la joven que va a morir, mientras aquel se cubro la cara con las manos, avergonzado, y llora desconsoladamente como una mujer, por no haber podido salvar como hombre a la que ama…

Al pie de una montaña, rincón por donde es raro que alguien pase, quedaran los restos mortales de la desdichada víctima, merecedora de mejor suerte y más valeroso enamorado, quien debió morir con ella. Cuando éste regresa a palacio, todo cuanto le rodea parece recriminarle y llorar la muerte de la infeliz joven, desde los tristes servidores hasta la naturaleza misma, que tan sonriente lo vio antes. ¡qué fría soledad reinaba ahora!

Pasan años y aunque el emperador no haya olvidado a la muerta, nunca en sueños ha podido ver su espíritu, según desearía; pero como él cree que los espíritus pueden evocarse, acoge con el mayor gusto el ofrecimiento que para su caso le hace un sacerdote de su religión. Dicele éste que, tras difíciles viajes de indignación, ha descubierto una montaña junto al mar en la que solo habitan inmortales mujeres, en transparentes pabellones que se elevan entre las nubes. Gozan del privilegio de inmortal belleza que aún conservan en su forma corpórea, llevando el mismo nombre que tuvieron en el mundo. Precisamente entre ellas ha hallado a la favorita, que no estaba más que dormida en magnífico lecho con cortinajes de hilos de perlas. Cuando es despertada en su sueño por el que le habla en nombre del emperador, ríe y llora a un tiempo, se interesa vivamente por todo lo concerniente a él, y muéstrase muy agradecida de que aún se acuerde de ella. Desde la separación de ambos, dice, ya no vivía más que en la eternidad. Pero ahora, da al inesperado mensajero, para que se los entregue al emperador, un alfiler y un brazalete de oro diciéndole: – “Si hay tanta pureza en el amor que por mi siente aún el emperador como lo hay en este oro, todavía podremos reunirnos sin que existan para nosotros fronteras entre el cielo y la tierra. Y, como ultimo encargo, decidle que se acuerde de que el séptimo día de la séptima luna, a medianoche, elevamos al cielo nuestro deseo de que nos transformara en él en dos pájaros que volaran siempre juntos, o, en la tierra, en dos entrelazadas ramas de un mismo árbol.”

He aquí lo que el supuesto evocador de espíritus le dice al fantástico emperador de la leyenda…y he aquí también como con ello nos da un símbolo de cuán superior al egoísta amor del hombre es el de una sencilla mujer, que, aún después de muerta, perdona y sigue amando al que permitió le quitaran la vida.

 

Bibliografía

Perés, Ramón. (1973). La Leyenda y el Cuento Populares. Barcelona: Editorial Ramon Sopena, S.A.