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(Versión de R. de Zayas Enríquez)

Popocatépetl, el hombre casto y adorador de lo bello, había perdido su tranquilidad; ya no quedaba en éxtasis ante el cielo estrellado en las noches apacibles del invierno, ni su dulce y melancólica voz se oía en las selvas, alternando con el canto de los cenzontles, ni su fuerte macana hacía estragos en las huestes enemigas, pues la mano que la manejara estaba ocupada en contener los latidos acelerados del corazón.

Popocatépetl vivía triste en su florida chinampa, sin salir de ella. Lloraba continuamente y oraba para que Tezcatlipoca, el dios del Cielo, volviera ante sus ojos la imagen de una mujer divinaque había visto un instante tan corto como el que tarda una estrella candente en atravesar el espacio.

Era una tarde del tiempo en que los vientos del norte tuestan las frondas y después las arrancan de las ramas, llevándolas quien sabe dónde.

Un cortejo estorbó el paso del hombre casto, formado por los ancianos sacerdotes vestidos con mantos negros, adornados en los hombros de figuras horrorosas de fuertes colores: largas cabelleras hirsutas coronaban sus estrechas frentes, y con las manos tintas en sangre ofrecían flores a Iztaccíhuatl, la mujer blanca, la mujer pura, la inmaculada, venida de un país muy lejano.

La virgen era más blanca que las nieves, su turgente seno levantaba la tela que lo cubría; su cabellera, al caer sobre la espalda parecía una catarata de tinieblas, estrellándose en una roca de alabastro; sus ojos despedían destellos de luz que inspiraban adoración; las líneas de su rostro y las formas de su cuerpo, como el color de su cutis y de sus cabellos, eran diferentes a todos los de las otras mujeres. Al andar parecía una visión que se deslizaba por la hierba, sin producir ruido alguno.

Quedó Popocatépetl enamorado de Iztaccíhuatl; fue entonces cuando se sintió nacer en su corazón esa fiebre que mata de goce y de dolor alternativos, llamada amor.

Pero ese amor tenía que permanecer encerrado en el corazón y no salir de él jamás, pues, Iztaccíhuatl era la diosa de la pureza, y aquel que pusiese los ojos en ella debía ser castigado por los sacerdotes con la perdida de la vida y su cabeza serviría de alimento a las fieras.

Esto lo sabía Popocatépetl y por eso se retiró a su chinampa, para morir víctima de su amor en el silencio y el olvido.

Pasaban los días y el hombre casto no salía de su retiro, donde era torturado por la pasión.

A veces el sueño se apoderaba de él y cuando empezaba a reponerse en el descanso, despertaba sobresaltado, creyendo tener junto a sí el cuerpo de la amada ideal.

La fiebre iba consumiendo sus carnes musculosas de guerrero: de nada le servían las medicinas que sus sirvientes le suministraban, ni los cariñosos consuelos de su amorosa madre.

Una noche la reina de plata -la luna- custodiada por sus siervos de oro, iluminaba el valle.

La chinampa, sembrada de rojas amapolas y olorosos ixquixóchitls, albergaba al hombre casto, a Popocatépetl, que, sentado en una piedra, imploraba al cielo pidiéndole remedio a su mal.

De pronto oscureció el firmamento una bandada de tecolotes, las aves del mal agüero, que predicen muerte. Describieron los pájaros agoreros varios círculos en el espacio y después se perdieron entre las negras nubes que se iban extendiendo en el firmamento.

Eran enviadas por Huitzilopochtli, -el dios de la guerra y del exterminio-, castigar el femenil dolor del guerrero apasionado.

Popocatépetl se sentía enfermo; esas aves le habían predicho desgracia inminente. Cayó desmayado sobre las rojas amapolas y los olorosos ixquixóchitls.

El roció hizo volver a la vida al hombre casto y apoco, lo sacó de sus meditaciones un canto lúgubre que se acercaba cada vez más.

Luego apareció una chalupa cortando las aguas del lago, seguida de otras pequeñas.

En la grande iban los sacerdotes enlutados y postrados de hinojos ante el cuerpo de una mujer blanca, que reposaba en un lecho de yoloxóchitl y otras flores aromáticas, en las que parecía irradiar la divinidad de Coatlicue, la diosa de las flores.

Popocatépetl se puso en pie, impulsado por el presentimiento, para ver a la que entraba en la región de descanso; un frío sudor baño su frente y para sus ojos la noche se quedó sin estrellas… ¡Iztaccíhuatl era la muerta!…

Después se oía el lejano canto de los sacerdotes, diciendo:

«Murió Iztaccíhuatl, la virgen blanca y pura, no mancharon sus carnes besos infernales.

«Dioses, recibidla en vuestros senos y sentadla en el trono divino, pues va a vosotros limpia de toda impureza.

«Ella nos enseñó a amar el bien y a enaltecer la castidad.

«Dioses, tened en vuestra gracia a la mujer más pura, a la Virgen Blanca….».

Y el canto se apagaba a medida que el cortejo se iba alejando. Popocatépetl sintió desgarrado el corazón, como si serpiente enroscada en él le mordiera.

De pronto se lanzó al lago y nadó, nadó mucho y Tláloc, el dios del agua, compadecido de tanto dolor, acortó la distancia y Popocatépetl llegó en seguida a la cúspide del monte en que depositaban el cuerpo de la Virgen Blanca.

El hombre casto quedo en pie, con los Brazos cruzados junto al cuerpo de Iztaccíhuatl. Y después que el fúnebre cortejo se retiró, Popocatépetl se lanzó hacia el cuerpo anhelado y lo beso infinitamente, con frenesí. Eran los primeros besos que daban sus labios.

Siguió besando el cuerpo amado, y le parecía que con cada ósculo le devolvía vida.

El dios de los infiernos, Mictlantecutli, al ver la profanación cometida por Popocatépetl, lanzó sobre el su flecha, que hiriéndole la frente, le arrebato la vida, haciéndole caer en los pies de Iztaccíhuatl. Después quiso apoderarse del pecador, para torturarlo eternamente en las llamas; pero solo pudo levantar el cuerpo, pues el corazón que guarda todo lo que es bueno, quedo a las plantas de la virgen.

Entonces, el dios, enfurecido, cubrió el cuerpo de la mujer mancillada y el corazón que la había adorado, de Nieves, que nunca podrán derretirse.

El tiempo que todo lo borra, ha respetado el cuerpo de Iztaccíhuatl, la virgen blanca, haciendo la montaña inaccesi­ble para el hombre, y el corazón de Popocatépetl, en el que sigue inextinguible el fuego de la pasión eterna.

 

POEMA A LOS VOLCANES

 

IZTACCIHUAL                                                                                                                                

Desnuda, entre la nieve de la cumbre, que salpica tu cuerpo de alabastros, provocas la lujuria de los astros que iluminan la eterna reciedumbre.

Entre Idilio de nubes y montañas, entre los ris­cos de la cumbre enhies­ta ocultan tu hermosura deshonesta el loco palpi­tar de tus entrañas.

Y duermes toda blanca, toda inerte, desafiando los siglos y la altura y en­cajas en el cielo, tu figura como un símbolo eterno… ¡el de la muerte!

 

POPOCATEPETL

Si, guerrero inmortal, ahí la tienes, blanca e inmóvil como el propio hielo, en vano es la tortura de tus sienes pidiendo a dios que la despierte el cielo.

Inútil tu llamar, no está dormida pues ni al con­juro de tu amor despier­ta. Sigue agachado como bestia herida y bebe la nostalgia de tu muerta.

No escucharon los ámbitos tu ruego ni dios quiso escuchar tu ronco grito. Seguras con tus lágrimas de fuego regando de do­lor el infinito.

 

Bibliografía

Mitos y Leyendas de México. México: Grupo Editorial Barco, S.A. de C.V.