En los más anchos y largos corredores de la casona colonial de la hacienda «El Caimito», que se encuentra perdida entre platanares, palmas reales y cocoteros, allá en las tierras cálidas de la costa sur guatemalteca, se halla, hierática e impenetrable, la Josefa, india que goza de la fama de ser la mejor molendera entre las muchas que pueblan la ranchería, así como de ser dueña del mas bien modelado y contorneado cuerpo.
En sus brazos —brazos cansados ya de tanto darle a la mano de la piedra de moler—, envuelta en un perraje de múltiples colores, entre los que predominan — ¡india al fin! — el rojo y el amarillo, tiene algo así como un ser viviente. Nos damos cuenta de que es tal, porque el perraje se mueve con un ritmo similar al que impulsa a hacer otro tanto al cotón de la Josefa, celoso guardián de sus senos, que adivinamos erectos y firmes, cuando sus pulmones hacen que se verifique el flujo y reflujo de la respiración.
Hace una hora que espera y hacen veinte soles que sufre, sola, sin decirle nada al Martin para que éste no se preocupe y siga ‘sembrando bien la milpa.
No obstante sus sufrimientos, en su rostro, prieto y jugoso como la tierra en que naciera, no se dibuja una sola contracción que nos permita traducir que la espera le produce impaciencia. (¿Que más le da a ella esperar una hora y haber sufrido por espacio de veinte soles, cuando su raza ha sufrido y esperado cuatro siglos que el ladino la redima? ¡Nada! ¡De algo le sirve su milenario ancestro indio) Espera.,.., Espera… Espera… con esa calma que para esperar tan solo tiene el indio, que ha esperado tanto y hasta ahora no ha recibido nada. Aguarda allí que la niña Lupe, la esposa del patrón, baje, para hacerle una pregunta y contarle sus penas. (¿Pero es que acaso el indio tiene penas? )
La Josefa es casada «ende» hace un año con el Martin —el mesmo señor Obispo, el tata Cure vestido de morado como los plátanos manzanos, como ella dice, los casó—. Tienen, fruto de sus ayuntamientos sin sentido —ayuntamientos de bestia cimarrona—, una criatura, el Martin 2o., que la misma niña Chabelita llevó a cristianizar. Pero el chiris, única alegría de aquel embrionario hogar, que no tiene más anhelo que el de ver todos los años sus milpas floridas y cargadas de mazorcas, hace veinte días que enflaquece sin haberse podido, hasta ahora, averiguar la causa. El niño esta tan seco y pálido que su tez parece la cascara de un plátano escuintleco, y su cuerpo el de un tacuacín caído en la celada de una trampa.
La Serapia, curandera que con habilidad sin límites sabe ahuyentar las calenturas, dijo sentenciosamente cuando la consultaron:
—Se me afigura, vos Josefa, que a tu chirís le han hecho el mal d’iojo… o que vos no tenés leche sufeciente y se te está muriendo de pura hambre…
Lo mesmo estaba hace como quince días el chivo de la vaca Fortuna, y todo era porque la muy matrera escondía la leche… Decíme, vos Josefa, no te estás vos escondiendo también la leche. A mí no me haces papo.
— ¿Pero, quien le va a hacer el mal d’iojo, pues, comadre Serapia? ¿No ve que aquí no tengo mal querencia con naide? ¡Falta de leche? Nenguna. ¿ Cree que l’iba esconder? ¡Adiós, pues, será vaca machorra, pues! Tengo tanta, que cuando muelo el nixtamal hasta lo pringo con las gotas que se me caen de las chiches… Podría servir para chichigua de cuaches… A mí se me afigura que lo que el Martin 2.o tiene son las calenturas.,…
Tal la historia de la enfermedad del niño, que de nuevo pasa por la rudimentaria imaginación de la Josefa, en tanto que espera, espera…
Al fin, chispazo de luciérnaga en la noche de la manigua, apareció en los umbrales de la puerta la seca y alta figura de la niña Lupe.
— ¿Qué te pasa, vos Josefa? ¿Qué querés? ¿Venis a quejarte porque el Martin se te emboló y querés que el patrón lo meta al cepo, o es que querés que te habiliten para comprarte vestido de mengala e ir a menear la cola en la sarabanda de Taxisco?
—No, patroncita, el Martin hace ya días que no chupa; a mí hace tiempo que no me gusta menear la cola en las sarabandas. Otros son mis decires. Fijáte vos, patroncita, que el Martin 2.o se me está poniendo seco y pálido. Tiene el pellejo pegado al hueso y eso que mama más que el chivo de la vaca Lucera. Ya lo llevé donde la curandera, y dice que lo que tiene es el mal d’iojo. Yo no creyo: o son las calenturas o son las mazamorras. Miralo patroncita, está seco como un chilío… Por el amor de Dios, por el amor de tu hombre, por el amor de tus chirises, decile al doctorcito que le de una purga o le ponga unas inyecciones pa’que se me cure…
—Vos Josefa, siempre con tus cuentos y con tus pendejadas… Lo qu’el chiris tiene es que se Vesta muriendo de paludismo… Le vo’a decir al Doctor que le meta quinina, y dentro de dos días va a estar de correr y parar. Ustedes los ishtos siempre con sus babosadas; apenas el patojo se les empieza a poner «seco» y ya están creyendo en brujerías… ¡Que mal d’iojo ni que ocho cuartos…! ¿Cuándo has visto que a mi Renato me lo ojeen o se me enferme…? (Claro, pensó la Josefa, ¿qué se va enfermar el niño Renato cuando a ese lo cuidan más que el garañón que cubre a las yeguas?)
La patrona unió la acción a la palabra, llamando al practicante, un estudiante de medicina que había fracasado en sus estudios después de haber cursado el cuarto año, y que ahora, contratado por la Institución Rockefeller, hacía de las suyas en las tierras de la costa.
—Oiga, Pérez, vea a este chiris… Recételo, y si hace falta pisto para la receta me avisa… Y vos, Josefa, ándate tranquila: tu chiris se te va a curar… Decile al Martin que esta semana le voy a cargar en su planilla lo que cobre el Doctor y el valor de lo que te voy a dar pa’la receta… Y p’arotra vez habla d’iuna vez con él y no vengas a quitarme el tiempo con tus sonseras…
La india, como un perro, siguió las huellas de la patrona, diciendo:
—Dios te lo va a pagar, nanita, Dios te lo va a pagan Yo mesma se lo vo’a decir a mi Señor de Esquipulas pa’que te lo cargue en tu planilla pa`cuando llegues al cielo…
Pérez, acaso con un tanto más de humanidad que la niña Lupe, ascultó al niño; lo toco por todas partes, con fuerza y luego de hacerlo llorar con sus apretones, dijo:
—Vos, Josefa, vas a ir donde don Chema, el molientero. Le decís que vas de parte mía y que te prepare esta receta. Le das dos tomas diarias al chiris y vas a ver que el sábado esta bueno..,. Y andaite luego, porque te puede caer la resolana y entonces sí que te fregás; y, además, andaite también, porque estoy apurado: tengo que ir a una cacería de venados a la finca de los Paiz y eso es más importante qu’estar curando ishtos nigüentos.
La Josefa salió corriendo, aprisa, como ella decía, con su andar seguro y menudo —andar de bestia—, contando, mientras devoraba leguas y Ieguas, los «tostones» que, amarrados en la punta de un colorado pañuelo de hierbilla, constituían todo su «cuchubalito».
Su andar no cesó hasta que llegó a la botica «El Águila del Oriente», que en las tierras de Escuintla, a donde van las ladinas a sumergir sus carnes blancas como la leche y elásticas como el requesón en sus albercas, tiene don Chema, el molientero.
“Jesus de Esquipulas, Tata Chus, triguenio como yo, a vos ti’ofrezco los primeros elotes que dé mi milpa… A vos ti’ofrezco candelas de pura cera y flor de corozo… A vos ti’ofrezco todos mis tostones… Al tata cura le traeré su miel de talnete y sus gallinas ponedoras, y hasta un su cochito, si me salvas al Martin segundo… Se bueno, Tata Chus, no ves qu’es la única alegría y el único cariño, y consuelo de tus ishtos que tanto te respetan, de tus ishtos que te van a ver a puro pie y te llevan flores de pascua y de corozo pa’tu fiesta del 15 de enero, y que siempre te traen su primera cosecha… Vos no sos malo, Tata Chus… ¡Sálvame a mi Martin Segundo…! Rumal retal Sabcta Cruz Koacoltak al Kahaual Dios, paquea Kaklabal; Parubi Dios Tataixwl, ruzin Efpiritu Santo. Quer Oktux Amen Jesús».
Signóse a lo último, hizo una nueva promesa, y habiendo dirigido esta sincera oración ante una renegrida imagen del Señor de Esquipulas, la india, segura de que Él no la echaría en saco roto, salió del templo para emprender la larga caminata de regreso a la hacienda, en donde la esperaban el Martin, el coche, el chucho flaco, el comal ardiente y pródigo, que caliente las tortillas —pan del trópico— y el tapexco, único reducto en donde el pobre y sufrido indio repone las fuerzas perdidas…
La tarde, tarde tropical que ya dejaba de serlo para convertirse en noche, caía lentamente… El manto azul obscuro del cielo bordábase ya con el oro fugaz de los primeros luceros y el ambiente zahumábase con el aroma de las flores de pascua y de cacao. A esta transición sutil entre el día y la noche le prestaban su encanto los abigarrados colores de los plumajes de las guacamayas y loros que en enormes y bulliciosas bandadas pasaban volando; y el murmullo tenue y quejumbroso del correr de las aguas del Marialinda al cual le prestaban sus notas las chicharras, tamborileros , criollos, los guardabarrancos, barítonos costeños, y zenzontles, sopranos de los trópicos.
¡La tarde cayó, d’iun repente, como dijo ella, y los caites de la india que hacían chas… chas… has. . . siguieron golpeando las piedras del camino…!
La negra y bruja noche tropical es tibia y silenciosa. Su silencio tan solo es turbado a veces por el relinchar de las yeguas, que, según las gentes del lugar, son cabalgadas por el Sombrerón o Duende, y por los gritos destemplados de algún Indio borracho que se ha quedado rezagado en el estanco «Aquí se olvidan las penas», que es el único que hay en la hacienda, y en el cual el indio deja dinero y vida, pero las penas no… Esta noche el indio rezagado que sale de allí y va a su rancho, tambaleante, es el Martín, que hace como diez días que anda «enjumado» y que no trabaja, de pura pena, porque el Martin segundo cada día esta pior y parece que se le va’morir. Su cuerpo hace zigzags, iguales a los que el Martin hace en el aire, peleando con los diablos que le hace ver el mucho «guaro» que ha bebido, con su machete corvo. Logra llegar, casi arrastrándose, hasta su rancho. Al entrar hace luz con una rajita de ocote que logra encender; levanta la chamarra que cubre su mísero tapexco, y cuando introduce las piernas bajo de ella, siente que se las roza un cuerpo frio y viscoso. ¿Qué será? ¡Qué ha de ser! Nada menos que una larga «chichicúa» que con furia de sensual enamorado succionaba los pechos turgentes y erectos de la Josefa, que bien parecían dos limones reales, en tanto que tenía la cola introducida entre los casi yertos y pálidos labios del Martin segundo, para que el chiris se hiciera la ilusión de que estaba mamando y no rompiera a llorar…
— ¡Ah, chichicúa, hija de la gran…! —exclamo el Martin, levantándose presto—. ¡Conque vos sos la que me estas matando al Martin segundo! ¿No? ¡Tomá, p’a que no volvas a venir a fregarlo… !
De un solo tajo corto el corvo vizcaino la cabeza de la feroz «chichicúa», cuyo largo cuerpo rodó sobre el terroso pavimento del rancho. Solo se escuchó un ligero vagido del niño y un grito austado de la Josefa, que contemplo, impertérrita, la escena… Y más tarde el silencio absoluto, ese silencio sobrecogedor de las noches, ahora turbado de vez en cuando por los ronquidos satisfechos del Martin que dormía la «mona»…
Bibliografía
Gálvez, F. B. (2006). Cuentos y Leyendas de Guatemala. Guatemala: Piedra Santa.