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Tlazolteotl era la diosa mexicana del amor, de la hermosura y de los placeres; su inmenso poder se extendía sobre todos los hombres, a los que podía incitar al pecado de la lujuria, aunque también tenía la facul­tad de perdonarlos mediante la confesión de ellos con sus sacerdotes.

Habitaba en unos maravillosos vergeles de espesas frondas y arrulladoras fuentes que, cubrían de verdor extensas praderas tapizadas de variadas y extrañas flores de mil colores y deliciosos aromas, que embria­gaban todos los sentidos e inspiraban en los humanos devastadoras pasiones con su perfume. Estaba emplazado este misterioso jardín por encima de las nubes y de los vientos, en la región del noveno cielo. La entrada a este paraíso estaba terminantemente prohibida a todo varón, fuese dios u hombre, que no podía hollar con su planta la celestial mansión de la diosa. Ella se entretenía allí en recoger flores peregrinas, haciendo llegar su aroma hasta los hombres, o con sus pétalos y maripo­sas de oro tejer las más sutiles telas con que adornar su espléndida belleza. Estaba rodeada de seres que le servían y que, ligeros como el viento, iban a llevar sus mensajes a los hombres, encendiendo sus amorosas pasiones con la fragancia de sus flores.

En la tierra, haciendo vida de anacoreta, con una aus­teridad absoluta y rígida penitencia, existía un hombre llamado Lappan, que, separándose de su mujer y sus hijos, y huyendo de las pisadas humanas, vivía en la más completa soledad, mortificando su vida humana para conseguir la divina.

Muchas veces su mortal enemigo, llamado Laotl, había intentado desviarle de aquella senda del bien y hacerle pecar; pero todos sus esfuerzos resultaban va­nos, porque se estrellaba con el temple admirable del ermitaño, que resistía, sin vacilar, todos los embates.

Enterada de ello la pérfida Tlazolteotl, decidió con­quistarle, y, saboreando su triunfo, se presentó un día al virtuoso Lappan con la más extraordinaria hermo­sura que habían contemplado sus deslumbrados ojos. Le hizo creer que era enviada de los dioses para ani­marle a continuar su heroica vida de sacrificios, que había sido acogida favorablemente por la divinidad. Lappan nada sospecho, y ella le pidió que le tendiera la mano para llegar hasta donde él estaba, en lo alto de una roca. El hombre accedió; pero al sentir su tenue contacto, zozobró toda su virtud y un frenético anhelo de poseerla se apodero de él que no le abandonó un solo instante hasta haberla conseguido, cayendo por tierra todos los años de piedad.

El fuerte y enérgico Lappan, vencido ahora y de­rrotado por el pecado, fácilmente fue sojuzgado por su implacable enemigo Laotl, que, cayendo con saña sobre su víctima, le martirizó y terminó por estrangu­larle.

Los dioses, que presenciaban esta lucha, se compadecieron del infortunio de Lappan, y en atención a sus años de virtud, le devolvieron la vida, pero dejándole transformado para siempre en un escorpión.

Quisieron castigar al perverso Laotl y le convir­tieron en langosta, en cuya forma siguió ejerciendo la maldad.

 

Bibliografía

Mitos y Leyendas de México. México: Grupo Editorial Barco, S.A. de C.V.