El rey de las aguas tenía un hijito enfermo, y todas Las sirenas, disgustadas porque alguna vez las insultó con el impaciente trueno y las castigó con el rayo de fuego, huyeron o se negaron a servir de amas, nodrizas o ayas del llorón infante.
Desesperado el monarca, su amor paternal lo llevó a humillarse hasta el punto de salir del fondo de su reino acuoso para pedirle ayuda a Gualicho, el genio maligno o dios de las pampas.
No sin algún interés, Gualicho le permitió que ordeñara, entre los rebaños, algunos de los animales que tenía para ese fin, y que no eran vacas, porque las primeras que pisaron América las trajo don Pedro de Mendoza.
—A cambio —dijo Gualicho al rey—, me has de dar algunos kilogramos de coral y de pescado, o perlas y caracoles de nácar.
Pero los tratos entre estos tipos de dioses nunca fueron limpios. Por razones difíciles de poner en claro, se disgustaron Gualicho y el rey de las aguas. Y en uno de sus encuentros, cuando ya el rey de las aguas iba metiendo en el rio una tropa de ganado prestado, llegó Gualicho con sus demonios, y estos no atinaron a otra cosa que a cortarles las patas a las bestias para inutilizarlas.
Y ocurrió que el rey de las aguas levantó a mil metros el nivel del rio y se llevó la tropa. Y para que no se ahogaran los desgraciados animales, que ya tenían el vientre lleno de líquido, les hizo un agujero en la Cabeza y desapareció con ellos.
Poco después, al nacer las crías, lo hicieron con aletas en lugar de patas. Pero la condición de mamíferos no cambio. A estas vacas del mar se les llamó luego ballenas.
Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A