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Cuentan los pieles rojas algonquinos que Michambó, llamado también la Gran Liebre, reconstruyó el Mundo que había sido sumergido por el diluvio e inventó además las redes para la pesca.

Michambó salió de caza un día, y los lobos que utili­zaba a modo de perros entraron en un lago y allí queda­ron prisioneros. Un pájaro le dijo a Michambó lo que había pasado y el dios se metió en el agua para sacarlos. Entonces, las aguas se desbordaron y cubrieron la Tie­rra, ahogando a todos los seres.

Inmediatamente, Michambó encargó a un cuervo que le buscase un pedazo de arcilla con el cual rehacer de nuevo la Tierra, pero el cuervo no pudo encontrarlo.

Michambó envió entonces a una nutria; ésta se zambulló pero no trajo nada. Finalmente, el dios acabó por enviar a la rata almizclada, y ésta le trajo un poco de suelo, que Michambó empleó en rehacer la Tierra.

Acto seguido lanzó flechas a los troncos de los árbo­les, que se transformaron en ramas. Y tras vengarse de los que le habían aprisionado en el lago a los lobos, se casó con una rata almizclada, que le hizo padre de una numerosa familia, que repobló el mundo.

 

Bibliografía

Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.

En Los últimos reyes de Thule se refiere que un oso macho se enamoró locamente de una mujer esquimal. La visitaba todos los días en su igloo tan pronto como la mujer se quedaba sola. Y ella sonreía cuando el oso entraba.

El marido había salido a cazar, a cazar precisamente a este oso, que se llamaba Nanuk. Y entretanto, la mujer y Nanuk se hallaban uno en brazos de otro.

—Oye, mujercita —dijo el oso–, yo vivo allá arriba, en lo alto de la montaña. Hay que caminar dos horas para llegar hasta allí. Mi igloo es muy bonito…, pero en él vive un pobre oso que se aburre solo. Me gustaría tener una mujer, ¿sabes? Una Linda mujercita como tú.

Ah, pero no le digas nunca a to marido donde vivo yo. Piensa que si se lo haces, yo puedo oírlo dentro de mi corazón.

—Está bien —respondió la mujercita, acurrucándose contra el velludo y cálido pecho de su amante.

Los días fueron transcurriendo y el hombre aún no había dado muerte al oso. Por ello estaba cada día de mal humor. A veces husmeaba el aire y decía:

—Oye, Tipi, es curioso: aquí dentro huele mal; casi diría que huele a oso.

—No digas eso —respondía la mujer—. Se trata de tus botas, que precisamente estoy remendando y qua despiden un fuerte olor.

El marido Innuk, sin embargo, se volvía cada vez más huraño y llegó un momento en que ni siquiera tenía ganas de amar. A pesar de ello, su pequeña mujer hacía todo lo posible por agradarle: le cosía bien la ropa, tenía limpia la casa y la comida a punto.

— ¡Todo me da igual! —murmuraba Innuk.

Cierta noche, cuando él había rechazado a su mujer y ésta se hallaba casi desnuda al borde de la caba, ella acercó su boca al oído de su marido y susurró:

—iNa… nuk!…

El hombre dio un salto y rápidamente cogió el arpón. —Nanuk, ¿dónde? ¿Dónde está?

—Cálmate —dijo ella para tranquilizarle, y de nuevo le susurró al oído—: Allá arriba, en la montaña; hay que caminar dos horas para llegar. Allí está, ¿sabes?

Innuk salió corriendo del igloo. Lo más deprisa que pudo se dirigió con sus arpones y con los perros hacia la montaña. Pero una vez estuvo en la cima, vio que el igloo del oso estaba vacío. El corazón de Nanuk lo había oído todo y dos gruesos lagrimones rodaron por su piel hasta su negra y húmeda nariz.

Mientras tanto, la mujer estaba acostada sobre la “eegla” y con sus uñas escarbaba la nieve. Entonces bajó el oso, como un trueno, de la montaña. Corrió dando resoplidos, furioso, en dirección al igloo… Le­vantó su poderosa zarpa. Pero no; solo aplastó el techo y se alejó corriendo. Su espalda estaba encorvada y sus patas anteriores vacilaban como las de un viejo.

Traicionado y desgraciado, siguió lentamente su camino hacia la montaña para no regresar nunca más.

 

Bibliografía

Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.