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Este mito de la ciudad de fenicia de Biblos expresa la victoria del Sol destructor del verano sobre el benéfico primaveral, que es el esposo de la tierra lozana, y se funda en el himeneo universal del risueño y espléndido Cielo con la fecunda y hermosa Naturaleza, y de cuya unión dependen la vida y la producción de las cosas.

El Baal de Biblos era Adón y la Baaltis era Ashera, la esposa o SENORA. El culto al estío estaba representado por Moloch, que simbolizaba el dios de la muerte, divinidad cuyo culto se extendió al pueblo fenicio y posteriormente a Cartago.

Según la leyenda, Moloch, que ardía en celos ante la dicha de Adón y Ashera, se convertía en fiero jabalí y mataba con el monte Ida del Líbano a su encantador rival, hiriendo mortalmente en el sexo al joven dios Adonis-Tammuz y extendiendo su maléfico poderío sobre la tierra.

Al llegar el otoño, las lluvias fertilizaban la tierra y la esposa divina se trocaba en Salambó, imagen de pureza que, triste y sin consuelo, lloraba el trágico fin de su amado Adón.

El copioso llanto de Salambó refrigeraba los campos secos, retornaba a la vida al adorado esposo, y al conjuro del amor renacía la vida en la naturaleza.

En Biblos, la primavera deliciosa, en la que la floración y fructificación de árboles y de plantas se realizaba espléndidamente, era considerada como el resultado de la unión feliz de ambas divinidades. Pero al llegar el estío la fuerza de los rayos solares y el vaho caliginoso que desprendía la tierra, agostaban los cultivos y hacían muy difícil la existencia a los habitantes, que no podían resistir los rigores de tan alta temperatura, y la sequía los diezmaba.

Así se explica que todos los años fueran sinnúmero los seres que perecían víctimas de la insolación y devorados por la fieras sedientas, que recorrían el país alocadas en busca de agua.

La leyenda descrita originó un culto que hizo famosos a Moloch y al templo de Biblos.

Se cuenta que durante el periodo estival, cuando el sol abrasaba la vegetación y calcinaba los huesos de los muertos, Gebal o Biblos quedaba convertido en un lugar de expiación, donde las gentes eran presas de un aura de exaltación mística.

En efecto, un sentimiento de terror, más que de devoción, se apoderaba de la muchedumbre, que iban al templo a impetrar piedad y conmiseración para sus dolores y miserias. Los peregrinos, formando una hilera interminable, se entregaban a toda clase de aberraciones.

Las mujeres, con el rostro sudoroso, desgreñadas, con los vestidos desgarrados, se punzaban de continuo con los cilicios y lanzaban gritos de angustia y desesperación, llorando la infausta muerte de Adón Adonim. Los hombres, por su parte, se flagelaban ferozmente unos a otros y su delirio llegaba al paroxismo hasta penetrar en el templo, fatigados y en plena vesania.

Entonces hacia su aparición el sumo sacerdote que, revestido de purpura y tocado con una alta tiara de oro y pedrería, explicaba a la atónita multitud lo que significaba el pavoroso culto que se conmemoraba.

Se efectuaban sacrificios humanos, y durante los mismos se practicaba, según Tácito, la curiosa ceremonia de cambiarse los trajes hombres y mujeres, imitando a la estatua Afrodita, que tenía cuerpo y vestido de mujer, y sexo y barba de varón.

En el aniversario de la muerte de Adón, se sacrificaban cerdos para vengarse del jabalí matador, los cuales habían sido alimentados con higos y no habían comido inmundicias. Participaban en la fiesta de sacerdotes, danzantes, matarifes, mozos, porteros, y se practicaba la prostitución sagrada como en Babilonia.

Era costumbre que las mujeres entregaran su virginidad a un extranjero y luego ofrecieran a la diosa una moneda de plata como fruto de la sagrada cópula; los hombres iniciados entregaban un falo y sal, emblemas del nacimiento de Venus.

Sería interminable el relato de los distintos episodios a que dio lugar el horrendo y repugnante culto al dios antropófago Moloch, que imperaba en Fenicia durante el estío.

La superstición de todo el pueblo adquirió caracteres extraordinarios, enormes. Y parecen inconcebibles los extremos de crueldad a los que llegaron los fenicios y cartagineses, con su mente sojuzgada por la horrible creencia de un dios vengativo y feroz, que era la encarnación de la crueldad erigida en norma.

Impulsados por una fe ciega, los padres llevaban a sus propios hijos al sacrificio; entregaban voluntariamente a los niños de corta edad para que fueran devorados por el monstruo candente, que simboliza la estación devastadora.

Se debe resaltar que los niños torpemente inmolados eran los más bellos y robustos. ¡Es incalculable el número de niños que fueron sacrificados en holocausto a la voracidad de dios de las fauces metálicas y entrañas de fuego!

La segunda parte del terrible poema se celebra en el otoño. Los fanáticos fenicios, dando prueba de su estulticia, se entregaban durante siete días a llorar, en compañía de Salambo, la muerte de Adón.

El rito funerario prescribía más penitencias y más mortificaciones. Las escenas antes descritas se repetían, mientras las muchedumbres, impresionadas por el redoble de los tambores y el sonido de las flautas, sollozaban hasta caer exánimes debido a que no podían resistir las prácticas de ritual.

Al terminar el séptimo día, los ecos de los crótalos eran el anuncio de que el dios Adón había renacido. Entonces todos los peregrinos prorrumpían en exclamaciones de alegría y corrían alocados al templo para dar gracias.

Y luego, aquella enloquecida multitud, poseída del ansia de vivir y de gozar, abandonaba el templo y corría a los bosques para rendir culto a la diosa del placer.

 

 

Bibliografía

Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.