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El caballero Lanzarote del Lago era el brazo derecho del rey Artús o Arturo para todas sus empresas y am­bos se querían entrañablemente; pero un sino fatal hizo que el amor se sobrepusiera a la lealtad del caba­llero a su soberano y a la sincera amistad.

En efecto, un buen día, por las habladurías que había en la corte de la Gran Bretaña, llegó el rey Arturo a enterarse de que se acusaba a Lanzarote de ser el aman­te de la reina Ginebra. Y entonces, muy a su pesar, el monarca declaró la guerra al que hasta aquel día ne­fasto había tenido por el más leal amigo.

Lanzarote se defendió desesperadamente en la torre llamada de la Dolorosa Guardia, y como el rey no pu­diera vengarse del desleal caballero, pensó hacerlo, al menos, quitándole la vida a su esposa, la reina Gi­nebra.

Pero en un golpe de audacia, el enamorado Lanzarote se la robó al rey Arturo, que la tenía presa entre su ejército, y la llevó al castillo de la Dolorosa Guardia, librándola así de una muerte segura y vergonzosa.

La guerra, con la ayuda que unos nobles prestaron a Arturo y otros a Lanzarote, llegó a adquirir tales pro­porciones que sin duda iba a provocar la ruina del país.

Y de tan mala gana luchaba Lanzarote contra su mejor amigo el rey, que le envió la más curiosa embajada que podía imaginarse, y esto no por medio de sus gue­rreros, sino de una hermosa doncella que dejaba atrás en aplomo, diplomacia y oportuna energía a los me­jores hombres.

Así lo demostró cuando el entrometido, traidor y envidioso sobrino del rey, Galván, aconsejó rencorosamente a su tío, frente a ella:

—Señor, no atendáis las excusas y pruebas de res­peto y afecto que os envía el desleal Lanzarote.

Sin embargo, la agresiva, contundente réplica de la doncella al envidioso sobrino no bastó para modificar la rotunda negativa de paz con que Arturo respondió a la embajada.

Ante esta respuesta la lucha se enconó más que nunca, hasta el punto que, alarmado el arzobispo de Canterbury, anuncio:

—Serán excomulgados todos los habitantes de Lon­dres porque no piden u obligan al rey Arturo a que acepte la paz con que se le brinda, y vuelva a admitir, sin castigo, como a su esposa, a la reina Ginebra, que solo desea el perdón de su marido, al que obedecerá humildemente.

Ante esta intervención de la Iglesia, el rey se inclinó, con tanto respeto como íntimo y disimulado júbilo, porque solo combatía por la negra honrilla.

Poco después, Lanzarote le devolvió la reina Ginebra, que tenía en su poder “únicamente para salvarle la vida”, según afirmó, mintiendo. Y el rey, que seguía amándola, la admitió a su lado y la perdonó generosamente.

Artús proclamó entonces, una vez más, ante todos:
— ¡Lanzarote es el mejor de los hombres, como es también el mejor y más valeroso de los caballeros!
En realidad, había que hacer la excepción de Galaz, hijo natural del propio Lanzarote. Efectivamente, solo Galaz, el bello, el intrépido, el virtuoso, incorruptible y forzudo mancebo era capaz de partir en dos, de una sola cuchillada maestra, el escudo, el arzón delantero y el caballo que montaba el jactancioso caballero an­dante que, confiando en su experiencia, se enfrentara a su joven contrincante.

Esto le ocurrió un día a cierto caballero que, en mala hora, desafío a Galaz, obligándolo a batirse contra su voluntad. Una mitad del caballo de su contrincante cayó a la derecha y la otra a la izquierda, como si se tratara de un juguete de cartón, y el asombrado y viejo caballero hallóse a pie, espada en mano y con la mitad del escudo colgando del cuello, en la más ridícula posición.

Para la hermosa e infeliz reina Ginebra, no era lo mismo volver a estar en el palacio de su marido que dedicarle exclusivamente a Arturo el amor que había depositado, para toda la vida, en Lanzarote.

Lo malo era que la forzosa ausencia de este, empeñado en lejanas aventuras con la malvada Morgana o el desleal Meliagante, entre otras, avivaba aún más la llama de su pasión.

Desgraciadamente, dicha ausencia de Lanzarote pro­vocó también a los codiciosos reyes vecinos, que veían a Arturo privado de la compañía y apoyo de su mejor y más temible guerrero, y se lanzaron a la doble empresa de invadir sus tierras y de arrebatarle a su bella y ya famosa mujer, como intentó sin lograrlo, por la despreciativa resistencia de ella, su traidor sobrino Mor­derec.

Por cierto que el audaz Morderec hizo creer a muchos que su tío Arturo había muerto en una batalla y se proclamó el mismo rey en su lugar.

La verdad era, sin embargo, que el rey Arturo sos­tuvo la dura y compleja guerra valientemente y con varia fortuna. Pero, al fin, una terrible derrota, en la que quedó malherido, le hizo ver claro que había llegado el término de su poderío y que ya nada podía esperar más que la muerte.

Poco antes el mago Merlín había predicho:

—En la llanura de Camaló tendrá lugar la gran batalla que dejará al reino huérfano de su legítimo rey. Y así sucedió. Combatiendo contra su traidor sobrino Morderec, cayó herido de muerte, no sin antes acabar con su contrario. Rex, el único caballero de la Mesa Redonda que quedaba aún con vida, acudió presuroso junto al rey. Arturo, moribundo, apenas pudo decirle:

—Amigo Rex, condúceme, te lo ruego, a la orilla mar.

Una vez en la playa, ordenó a su caballero que le desciñera la espada que llevaba en su cintura y que la arrojase al fondo de las aguas.

—Ahora muero contento —dijo–. Anda, Rex, déjame solo. Llévale mi afectuoso saludo a la reina Ginebra y dile que me perdone.

No hizo más que partir el caballero Rex, cuando llegó a la orilla una nave Blanca y resplandeciente como si fuera de plata. Una dama bajó de ella y se dirigió hacia el moribundo monarca.

—Arturo, soy to hermana Morgana —le dijo—. Levántate y yen conmigo.

Cuando el rey hubo embarcado, la nave desplegó entonces todas sus velas al viento y se alejó rápida, desapareciendo pronto entre las brumas de la lejanía.

Casi al mismo tiempo, el mago Merlín moría igualmente, pero no en el campo de batalla, sino bajo el poder mágico de su amada y traidora Viviana, a la que el mismo había convertido en fatal hechicera.

En cuando a la reina Ginebra, también desfallecía lentamente de melancolía, por no ver a su lado al adorado Lanzarote, a quien fue siempre más fiel que a su marido Arturo. Hasta que un día acabó por recluirse en un convento donde expiró, siendo abadesa y rogando a su doncella de mayor confianza:

—Extraerás el corazón de mi cadáver y buscarás por todas partes a mi idolatrado Lanzarote, para entregárselo metido en este yelmo que él mismo ha utilizado. Sera el último recuerdo digno de mi amor, y el simbólico testimonio de que le he sido fiel hasta la muerte.

Si el terrible encargo no llegó a cumplirse, no fue por culpa de la solícita doncella, sino porque esta no pudo encontrar a Lanzarote. Parecía como si se lo hubiera tragado la tierra.

 

Bibliografía

Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.

Tres fueron los hijos que tuvo Constancio, rey de Bretaña: Moines, Ambrosio, llamado también Uther, y Pendragón.

A la muerte del monarca le sucedió Moines en el trono; pero en lucha contra los sajones, fue derrotado y muerto por la traición de su senescal Vortingern. En­tonces subió al trono Pendragón, el cual también murió poco después derrotado por un fiero enemigo.

Empezó a reinar Uther, que añadió el nombre de su hermano al suyo para honrar su memoria. El mago Merlín, consejero áulico, influía poderosamente con su consejo en las decisiones del monarca.

Merlín era un mago bueno y muy poderoso, cuyos consejos fueron siempre preciosos al Gobierno del país. Pero no era fácil dar con él. Aparecía cuando menos se esperaba y se escondía, en cambio, cuando sabía que se le necesitaba, transformándose en lagartija, en enano, en niño o en mujer tomando, en fin, los aspectos más diversos. Con sus dotes mágicas ordenó trasladarse por el aire enormes piedras para el sepulcro del rey Pendragón, levantado en las llanuras de Salisbury.

En Carlysle estableció Merlín la famosa Tabla Re­donda, en la que se sentaba junto a los grandes nobles de su país. Todos aquellos a los que cabía el honor de ser invitados a tan alta institución juraban seguir fielmente ciertos deberes: asistirse unos a otros en todo peligro, emprender individualmente aventuras, las más peligrosas, no poder abandonar la lucha ni retroceder jamás y antes morir que dejarse vencer. Estaban obli­gados también a observar la retirada vida contemplativa y de penitencia, al igual que los monjes.

Fundada la Tabla Redonda, el rey Uther de Pendra­gón quiso celebrarla con grandes festejos, durante los cuales conoció a la bellísima Ingerme, esposa de Garlois, duque de Tentadiel. A la muerte de éste, el apasionado monarca, gracias a las dotes mágicas de Merlín, se casó con Ingerme, con la que tuvo un hijo, llamado Arturo, héroe de la leyenda.

Quince años tenía Arturo cuando murió, su padre y fue elegido rey. Algunos nobles de la Asamblea, sin embargo, no estaban de acuerdo, porque consideraban al nuevo monarca demasiado joven e inexperto para ocupar el trono.

—Arturo no sabrá dirigir el ejército ni manejar la pesada espada —dijeron.

Entonces, del castillo real de Logres, fueron enviados seis caballeros en busca del mago Merlín para pedirle consejo sobre tan importante decisión.

—Esta noche, víspera de Navidad —dijo el mago—, pensaré la forma de elegir el nuevo rey.

A la mañana siguiente apareció en medio de la plaza frente a la iglesia una enorme piedra. Tenía una espada clavada con una inscripción en la empuñadura que decía:

“Soy Scaliborn, la alta; soy el mejor tesoro de rey.”

—Deberá ser elegido rey aquel que sea capaz de arran­carla —dijo Merlín.

Inmediatamente, en presencia de todo el pueblo congregado en la plaza y bajo la presidencia del arzobispo Bruce, se presentaron, uno tras otro, todos los nobles del reino para intentar la prueba. Pero fue inútil; ninguno de ellos fue capaz ni tan siquiera de mover un centímetro la espada.

Ya estaban todos desanimados y se disponían a re­gresar a sus casas, cuando se adelantó el joven Arturo y tomando la empuñadura de la recia espada la des­prendió con la mayor facilidad.

Todos los nobles quedaron convencidos entonces por esta prueba, y entre las aclamaciones del pueblo, Artu­ro fue proclamado rey, juntándose las fiestas de la coronación con las de Pentecostés.

Una vez en el trono, el joven rey Arturo supo hacerse amar por sus súbditos debido a su gran bondad y su enorme valor. No había empresa temeraria que no in­tentase, cuando se trataba de defender la inocencia ca­lumniada. Y cuando él iniciaba una empresa, la llevaba siempre a buen fin, por difícil y peligrosa que fuera.

Arturo tuvo que vencer gran oposición por parte de los nobles. Aconsejado por Merlín, luchó con estos ca­balleros, once reyes tributarios y un duque, en el bosque de Rockingham, y después de encarnizado combate lo­gró vencerlos de forma total.

También combatió con éxito a los hasta entonces invencibles sajones. Pero Arturo empuñando su célebre espada Scaliborn y sin dejar de invocar a la Virgen, derrotó completamente a sus enemigos en Mount Ba­don.

En cierta ocasión, el rey Arturo infligió un serio cas­tigo al monarca Claudio de la Tierra Desierta, que había invadido el territorio del débil rey Leogadán, molestándole y persiguiéndole durante siete años.

Después de derrotar y matar él solo, no únicamente al invasor Claudio, sino a casi todo su ejército, el vale­roso Arturo recibió como premio a la hermosa princesa Ginebra, hija del rey Leogadán, a la que hizo su es­posa.

Poco más tarde, siempre por consejo del mago Merlín, el rey Arturo inauguró la gran a “Tabla Redonda”, que un día instituyera su padre, en torno a la cual se reunieron ciento cincuenta caballeros, la flor y nata del país.

Un solo asiento quedó vacío, siendo este destinado al Caballero Elegido, que algún día comparecería para ocu­parlo.

El mago Merlín, por su parte, envidioso de la felici­dad de su soberano, acabó casándose con la hermosa joven Viviana, a la que convirtió, a su vez, en maga, más conocida como la Dama del Lago.

 

Bibliografía

Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.