Cuéntase que Susanoo, el dios de las Tempestades y del Valor, expulsado del cielo por su agresividad y mal comportamiento, se quedó en la tierra en lugar de trasladarse al mar, lugar al que había sido destinado. Y para no aburrirse se puso a viajar de un sitio a otro, observando las cosas y estudiando a los hombres y a las mujeres.
Cierto día, hacia la puesta del sol, llegó junto al rio Ki, en cuya ribera vio una alquería que atrajo su atención, por lo que, decidido a pedir hospitalidad por aquella noche, se encaminó resueltamente hacia la entrada.
Pero cuando ya se hallaba a corta distancia de la misma, hirieron sus oídos unas voces lamentables, interrumpidas de vez en cuando por sollozos y suspiros.
Susanoo detúvose perplejo en el umbral y echo una rápida ojeada al interior de la casa. En el centro de una estancia desnuda y con el hogar sin fuego, se hallaban tres personas: un anciano, una anciana y una muchacha de rara belleza, de larga cabellera, negra como la noche, y hermosos ojos brillantes como estrellas. Los tres se lamentaban, llorando y golpeándose el pecho en señal de desesperación.
El anciano alzó el rostro lleno de arrugas y húmedo de lágrimas hacia aquel desconocido y respondió:
—Soy Asizanuci, esta es mi mujer Tenazuci y la muchacha que aquí veis llorando es mi hija Kunisada, a quien dentro de poco el dragón de las ocho cabezas vendrá a buscar para llevársela a su guarida y devorarla.
— ¡0h! Es un monstruo enorme, que con su mole ocupa ocho valles y ocho colinas; tiene ocho cabezas y ocho colas. Sus ojos son de fuego, su vientre lanza chispas y su cuerpo está cubierto de un espeso bosque de cedros gigantescos. Este monstruo se ha llevado todas mis riquezas; ha devorado uno tras otro todos los animales que había en mi establo y todos los siervos y criados que poblaban mi hacienda. Y ahora que me ha despojado de todo, viene a quitarme la única alegría de mi vida, esta hija adorada, en la que había puesto todas mis esperanzas.
Conmovido por aquel relato, dijo Susanoo:
—Si Kunisada quiere ser mi esposa, os prometo que la salvare del dragón.
Y para darse a conocer, abrió la capa de peregrine que lo cubría, y al instante apareció a los ojos de los presentes en toda su prestancia y majestad divinas. Los afligidos padres accedieron gustosos a la propuesta de Susanoo, y también la bella Kunisada se acercó al joven dios, confiada, ofreciéndole su blanca mano, que este apretó entre las suyas con ternura.
En aquel preciso momento, la tierra tembló terriblemente y un terrible aullido resonó en la noche. El dragón se acercaba a la alquería. Ya se divisaban las dieciséis llamas de sus encendidos ojos, que desgarraban las tinieblas con lívidos resplandores, en tanto que su cuerpo inmenso, semejante a una gran montaña, se iba aproximando, arrasándolo todo a su paso.
Susanne desenvainó decidido su refulgente espada, que le había regalado el dios de la Guerra, y ordenó a los dos ancianos y a la muchacha, qua rezaban temblorosos en un rincón de la estancia:
—Llenad en seguida ocho odres de aguardiente «sake» y ponedlos frente a la entrada de la alquería.
Mientras tanto, el fiero dragón avanzaba, veloz como el pensamiento, a pesar de su gigantesca mole. Pero al llegar cerca de la casa se detuvo: había sentido los efluvios del «saké», del que era muy aficionado. Luego, sin vacilar, metió las ocho cabezas en los ocho odres y se puso a beber con avidez.
El monstruo bebió y bebió hasta que, embriagándose por completo, se durmió profundamente lanzando tremendos y aterradores ronquidos.
Susanoo se acercó entonces al dormido dragón y resueltamente hundió infinitas veces la hoja de su espada en el cuerpo inmóvil. Poco después miles de chorros de sangre negruzca y pestilente manaban de las heridas come cascadas, formando a lo lejos un agitado río de sangrientas olas.
Aunque sin duda el dragón estaba ya muerto, para mayor seguridad, el valeroso Susanoo hundió una vez más su afilada arma junto al corazón del monstruo.
Entonces se escuchó un ruido metálico, y al instante la espada divina saltó hecha pedazos.
–¿Qué ha ocurrido? —pregunto extrañado Susanoo.
Y deseando averiguarlo, el dios descuartizó el cuerpo del dragón. Pero su asombro no tuvo límites al descubrir en sus entrañas un sable diamantino de rara belleza.
—Este hermoso sable —dijo Susanoo, mientras lo sacaba de su original vaina— lo regalare a mi hermana Amaterasu para obtener su perdón.
Instantes después, tomó de la mano a la bella Kunisada y la condujo a su maravilloso palacio, ceñido de nubes plateadas, donde vivió feliz con su esposa el resto de sus días.
Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.
La diosa Amaterasu, cuya imagen simboliza al Sol y con el cual se confunde a veces, es considerada como fundadora de la nación japonesa, en cuyo país goza de universal veneración.
Amaterasu recibió de su padre, Izanagi, la orden de gobernar el mundo; pero envidioso de ello su hermano Susanoo —que significa «el macho impetuoso»—, puso obstáculos al bienestar de su reino. Además, el joven Susanoo perpetro mil fechorías y devastó el palacio de su hermana, en el que penetró por el techo a lomos de un caballo celeste al que había desollado vivo poco antes.
Tanto se ofendió y llenó de espanto Amaterasu que fue a ocultarse en el fondo de una gruta, dejando a oscuras el mundo y esparciendo por la tierra los malos espíritus.
Al verse privados de luz, los demás dioses decidieron buscar una fórmula para captarse de nuevo la buena voluntad de la diosa Amaterasu. Un astuto kami hizo llevar gallos cerca de la gruta para que con su canto pareciera que había llegado la aurora. También obligó a que todos los pájaros formaran un gran coro en torno a la cueva; y se plantaron quinientos árboles aromáticos para perfumar el albergue de la ofendida diosa.
Por si esto fuera poco, se situó frente a la gruta un gran espejo, mientras empavesaban de blanco algunos árboles en los que colocaron una infinidad de joyas que sirvieran de reflectores.
Entre tanto, una diosa subalterna de gran belleza, llamada Ameno Uszunu, ejecutaba artísticas danzas, dejando caer a cada vuelta una prenda de su vaporoso vestido. A medida que iban cayendo los velos que la cubrían, los dioses, reunidos allí, prorrumpían en grandes carcajadas ante la cómica danza o bien elogiaban entusiásticamente el esplendor de las formas desnudas de la hermosa bailarina.
Y como quiera que Amaterasu oía, oculta, tales risas y alabanzas, más que curiosidad sintió celos y salió de la gruta, por lo que tornó a brillar la luz en el mundo.
Los dioses le entregaron el espejo para que se contemplase, y la diosa del Sol se sintió satisfecha al convencerse de que era mucho más hermosa que ninguna otra.
Entonces accedió a gobernar de nuevo y a iluminar el mundo. Por su parte, los dioses castigaron duramente a Susanoo, hermano de Amaterasu, expulsándolo del cielo y dándole el imperio de los mares. Pero antes, los dioses le arrancaron los cabellos y las uñas como castigo a su osadía.
Susanoo acató la voluntad de sus superiores, pero antes hubo de luchar con un fiero dragón de ocho cabezas, que, sembrando el terror y cometiendo tropellas, se había erigido en dueño y señor de los mares.
–¡Toma este sable, el to ayudara a vencer! —dijo el dios de la Guerra, entregándoselo a Susanoo.
Y tras un combate valiente y peligroso, el antiguo dios de la Fuerza venció al dragón. Su astucia, su arrojo, pudieron con el monstruo, que quedó sepultado en las profundidades marinas.
A continuación, Susanoo regresó a la tierra y regaló a su hermana Amaterasu, en desagravio de sus ofensas, una joya en forma de esfera que llevaba el dragón y el sable con el que le dio muerte.
Pasó el tiempo y, un buen día, de los incestuosos amores de la hermosa Amaterasu y del valeroso Susanoo nacieron otras familias de dioses, de una de las cuales procede la dinastía imperial del Japón. Al parecer, los dioses, primitivamente de una naturaleza sobrehurnana, fueron metamorfoseándose paulatinamente, hasta llegar a Jimmu, nieto de Amaterasu y Susanoo y primer emperador-hombre, fundador de la dinastía del imperio japonés que empezó a regir el año 660 antes de Jesucristo.
Por eso, los emperadores del Japón, a los que se les da los calificativos de «Tenno» (Emperador celeste), y «Tenshi» (hijo del Cielo), son los únicos que se creen descendientes de dioses, ya que tuvieron por abuelos a la diosa del Sol y al dios del Valor.
Al nacer su nieto Jimmu Tenno, la diosa Amaterasu le regaló las Islas del Japón, nombrándole para siempre su emperador. Y al mismo tiempo le entregó los tres tesoros sagrados: el Espejo, el Sable y la Joya.
Desde entonces estos son los emblemas del emperador japonés. Están guardados en el templo antiguo de Isé, envueltos en ricas telas de seda.
El Espejo es el mismo que los dioses entregaron a Amaterasu al salir de la gruta para que contemplase su belleza; el Sable es el que empleó Susanoo para matar al dragón de ocho cabezas, y la Joya es la misma que Susanoo quitó a esta fiera al matarla.
Por consiguiente, desde Jimmu Tenno, el primer emperador del Japón, hasta nuestros días, durante más de dos mil seiscientos años no ha habido discontinuidad entre sus emperadores. Todos han descendido en línea directa de la divina Amaterasu, la hermosísima diosa del Sol.
Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.
Allá en el principio de los tiempos, cuando la tierra todavía no existía y las aguas del océano ocupaban, como Dueñas absolutas, todo el globo, en la infinita bóveda azul del cielo habitaban los dioses inmortales.
Estos seres sobrenaturales eran, al parecer, semejantes en su aspecto a los hombres de hoy, pero más majestuosos, más fuertes, más hermosos y, sobre todo, más poderosos, pero mortales y reproductivos.
Y aunque un día pensaron en crear al mundo, para distraer su aburrimiento, la verdad es que el creador del Mundo no fue ningún dios. Los dioses vinieron luego, cuando la Naturaleza ya había evolucionado bastante.
La diferencia entre el Cielo y la Tierra se operó al desprenderse de aquella masa primitiva los elementos más puros y transparentes, que por su ligereza se elevaron formando los Cielos; las sustancias más pesadas constituyeron la Tierra.
Entre el Cielo y la Tierra se formó una especie de cereal que se metamorfoseo en un dios, emergiendo de este modo el primer espíritu celeste, llamado Kami. Por aquel entonces, en medio de las aguas terrestres apareció una isla nadando como un pez sobre la superficie liquida. Era Japón.
La bóveda celeste era en aquellos momentos una vasta región surcada por un ancho río (Vía Láctea), en cuyas riberas celebraban consejo con las deidades o Kami (seres simplemente, superiores a los mortales). La tierra se unía al Cielo mediante una escalera por la que bajaba con frecuencia los celestes moradores. Pero un buen día esa escalera se derrumbó en el mar, originándose un istmo.
El llamado “País de las Tinieblas” o Infierno era subterráneo. Y por una de sus entradas afluía el agua de los mares con la que los hombres se lavaban los pecados del día de la Gran Purificación.
Tanto el primer dios como sus seis deidades que le sucedieron fueron hermafroditas y se reproducían por sí mismos. El séptimo genio, llamado Izanagi, se desdobló en un ser macho y en un ser hembra al que se denominó Izanami, calificativos que significan, respectivamente, “el honorable que concede abundantemente” y “la honorable que excita en gran manera”.
Después de quedar constituida esta primera pareja creadora, los dioses se preguntaron: ¿Existen continentes e islas abajo, en las profundidades?
Y asomándose al caos barrizoso armados con una lanza roja de piedra preciosa, llamada Nukobo, la pareja removió el fondo, y la gota de agua turbia que se deslizo al retirar la lanza formo la isla Onogoro.
Allí fue donde Izanagi e Izanami establecieron su residencia y en ella se instituyó posteriormente el Imperio nipón.
Al llegar a la isla Onogoro, el dios macho descendió por el lado izquierdo y la hembra por el derecho. Al encontrarse sobre la “columna del imperio”, el genio femenino, habiéndole reconocido dijo: – Estoy extasiada de encontrar a un joven tan bello. Entonces Izanagi, en tono brusco e irritado, respondió: – Yo soy hombre y, por lo tanto, es justo que hable primero. ¿Cómo te has atrevido a empezar siendo tu mujer?
Luego se separaron y prosiguieron su camino. Pero volvieron a encontrarse de nuevo en el lugar de donde partieron. Esta vez el genio masculino dijo: – Soy feliz de haber encontrado una joven tan hermosa: tu hermosura me fascina; no puedo resistir tus encantos, y todo mi ser arde por ti. ¿Tienes algo a propósito para la procreación? – Tengo en mi cuerpo un órgano femenino – respondió ella.
A lo que el genio masculino agregó: – Y mi cuerpo posee asimismo un órgano de origen masculino y deseo juntar con el de tu cuerpo.
Pero este matrimonio de dioses no conocía el amor. Y fueron dos pájaros los que se lo enseñaron.
Asi dieron vida a su hijo, el dios Hirugo, que nació imbécil y cretino, y tan desmedrado que sus padres lo abandonaron en medio de las aguas de los océanos, dejando que las olas se lo llevaran sobre una lanchita de caña.
Después engendraron una isla que resulto ser de espuma. Y como tampoco les satisfizo preguntaron a los demás dioses la razón de estos dos desafortunados nacimientos. – Ello se debe – les contestaron – a que se ofreció primeramente la esposa.
Del nuevo enlace que efectuaron los dioses nacieron las ocho islas principales del Japón, engendrando acto seguido ella a los dioses que dirigen los vientos, la Tierra, los montes, los árboles, las montañas y, finalmente, al dios del Fuego.
Izanami murió a consecuencia del ígneo parto del dios de Fuego, y su cadáver fue enterrado en la cúspide del monte Hiba. Su esposo Izanagi se enfureció enormemente y no cejó hasta decapitar al recién nacido dios del Fuego. Pero de cada gota de sangre del decapitado, surgió un nuevo dios.
Sin pérdida de tiempo Izanagi se fue en busca de su mujer a los Infiernos, al reino de los muertos – como Orfeo fue en busca de su difunta Eurídice -, pero ésta no pudo regresar al mundo de los vivos ya que había probado manjares del mundo subterráneo.
A pesar de ello, Izanami solicitó de los dioses tenebrosos el favor de poder retornar a la Tierra, exigiendo antes de su esposo la solemne promesa de que la esperaría sin intentar verla.
A pesar de la promesa, el marido se cansó de esperar y penetró resueltamente en los infiernos. Llegado por fin junto a ella, la abrazó con tanto ardor y fuerza que rompió una de las púas de su peineta. Inmediatamente, la diosa se convirtió en un montón de carnes en estado de putrefacción, y a Izanagi le fue imposible reconstruirla y rescatarla.
A la vista de su esposo y entre las recriminaciones de la difunta, se abalanzaron contra Izanagi los ocho Truenos, ayúdanos por las Horrendas Hembras Infernales.
Izanagi, emprendió la huida, logrando escapar obstruyendo la entrada con una roca. Al salir de aquel lugar inmundo, con el objeto de purificarse, se encamino jadeante y fatigado hacia la isla Kyushu, por donde corría el rio de los Naranjos, y en cuyas límpidas y purificadoras aguas se bañó repetidamente.
Entonces en cada parte de su cuerpo que tocaba el agua surgió una divinidad. De una gota que le cayó del ojo derecho nació Tsukino-Kani, el dios de la Luna; de otra gota que se le desprendió del ojo izquierdo, nació Amaterasu, la diosa del Sol; y de una gota de agua que le resbaló de la nariz, nació Susanoo, el dios de la Tempestad, el Hércules de la mitología japonesa, más violento que éste en sus acometidas amorosas y en sus hazañas guerreras.
Y ésta fue la leyenda de la creación del mundo japonés.
Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.