Erase un hombre que, al principio, sólo poseía una mujer, que sus padres habían escogido para él. Y cuando él quiso casarse con otra, que era bella e inteligente, le dijo su madre:
—No to cases con dos mujeres. ¡Eso to acarreara preocupaciones!
Entonces le respondió el hijo:
—No sois vosotros quienes tenéis que elegirla. Si luego no me va bien, la despido y en paz.
A partir de aquel momento, hizo que ambas esposas vivieran juntas en una misma casa. Una de ellas era mayor que la otra. Entonces la más joven pensó:
Para ello cogió un puñado de sal y lo echo a la comida que había preparado su compañera. Al probarla preguntó el esposo:
La mujer que había hecho la comida respondió: —Yo no le puse tanta sal.
A lo que el marido repuso:
A la mañana siguiente, cuando la esposa joven preparaba la comida, pensó la de más edad:
Cogía dos puñados de pimienta y la añadió a la comida que su coesposa había preparado. Entonces preguntó el marido:
— ¿Por qué esta tan picante la comida? ¿Quién de vosotras dos la ha preparado?
— ¿Quién va a ser sino yo? —respondió la mujer joven—. Pero no te enfades, pues yo no puse tanta cantidad de pimienta.
El enfadado marido replica:
Todas estas cosas hacían que estuvieran siempre enfadadas una con otra. La más vieja pensó en echar maldiciones sobre las plantas de arroz que cultivaba la joven. Y no conforme con eso golpeó las plantas de arroz con una rama de bambú y aquellas perdieron su fuerza vital.
Luego, cuando fue la otra esposa y vio los tallos de arroz totalmente destrozados, dijo para sus adentros:
Y rápidamente se dirigió hacia la palmera burí de su compañera y la maldijo. Al día siguiente, cuando la otra mujer vio que ya no podía extraer sagú de su burí, dijo:
Y la mujer de más edad se arrepintió de lo que había hecho. Pero el marido dijo entonces:
Y a la mañana siguiente despidió a su mujer más joven.
Esta regresa a la casa de sus padres y el marido se quedó con la mujer que le habían elegido sus propios padres. Por ello decía la gente del pueblo:
—No resulta buena cosa casarse con dos mujeres, por más que la segunda sea muy bonita.
Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.
Cuéntase que cierto día, el dios Siva de Java creó una mujer que excedía a todas en hermosura. La quiso hacer su esposa y, aunque ella se resistía al principio, se vio al fin obligada a acceder más que nada por los ruegos de todos los dioses.
Sin embargo, pidió una condición a Siva.
—Quiero —le dijo– que me proporcionéis un alimento quo nunca llegue a cansarme.
El dios puso entonces en juego los mayores recursos para alcanzar lo que la hermosa mujer exigía. Y sin pérdida de tiempo envió emisarios a las cuatro partes del mundo con la orden de recoger los más sabrosos y exquisitos manjares.
No obstante, todo fue en vano. Por más frutos que le llevaron a la bella mujer no se daba nunca por satisfecha. Con el correr de los días se la vela desmejorar, quedarse demacrada y sin fuerzas.
Y tanto necesitaba el alimento imposible de hallar, que al fin murió de inanición.
El dios Siva la hizo enterrar con grandes pompas y ordenó celebrar solemnes funerales.
Pero justamente a los cuarenta días de haber sido sepultada aquella hermosa mujer, sobre la tumba surgió una linda y exótica planta que jamás nadie había visto: era el arroz.
Siva hizo sembrar su semilla y con la cosecha obtenida de ella comieron luego todos los dioses.
—Es un alimento muy grato —comentaron las divinidades.
Y entonces decidieron revelarlo a los hombres. A partir de esta fecha, el arroz les fue tan eficaz, que siempre ya se han alimentado de él, sin cansancio, principalmente en Extremo Oriente y Oceanía.
Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.
Hace muchos años vivía en Moorea, la Isla vecina a Tahití, una muchacha tan reputada por su belleza como por su altivez y virtud. El rey de Tahití, muy anterior a la dinastía de los Pomaré, envió emisarios con ricos presentes a la hermosa joven.
Mas ni el rango del egregio pretendiente ni la calidad de los regalos lograron conmover a la muchacha, y el monarca ultrajado juró venganza.
Y llegó un día en que Puna, la belleza de Moorea, tuvo que ir a Tahití. El rey, informado por su servicio secreto, le tendió una celada y la hizo prisionera al desembarcar en el sitio que todavía hoy se llama “Taapuna”.
La justicia polinésica era en aquellos tiempos cruel y expeditiva, y la desventurada Puna fue atada a un árbol al borde de un torrente que lleva el nombre de “Punariu” (Puna ligada).
Puna fue condenada a ser quemada y el lugar donde el terrible sacrificio tuvo lugar se llamó “Puna aula”, es decir, “Puna asada”.
Poco después empezaron a reinar en Tahití los Pomaré. Y se cuenta que el primero de su dinastía, al luchar con los reyezuelos que reinaban en los distritos, sostuvo serias batallas.
Durante un asedio nocturno, mientras el silencio se extendía sobre las aguas del “lagoon”, el futuro monarca no pudo contener unos fuertes ataques de tos que le acometía. Aquella tos lo delató y fue atacado, pero ganó la batalla.
Los vencidos ignoraban el nombre del vencedor y le llamaron “Tané te pomaré”, el “hombre que tose de noche”.
Pomaré V, el Último rey de Tahití, era muy dado a la bebida y especialmente al Benedictine, del cual hacía, según parece, largo y excesivo uso.
Por eso, al morir, sus descendientes pensaron que nada podía ser más grato a los manes del difunto que perpetuar el recuerdo de su predilección. Y hoy, el mausoleo de Pomaré V ostenta, a guisa de cúpula, una monumental botella de Benedictine hecha de cemento y yeso.
Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.