Han pasado veinte años desde que vieran por última vez el talle alto y esbelto de la señora Jollife. Hoy
tiene más de setenta años pero su figura sigue erguida y su modo de andar continúa siendo ligero.
Dedicó estos últimos años a cuidar enfermos adultos, pero puso especial interés en una chica llamada Laura Mildmay, que ahora entra en la habitación con una enorme sonrisa y abraza a la anciana besándola.
—No es un cuento propiamente dicho, sino una historia de fantasmas, y no sé si deba contártela justo ahora que ya te vas a ir a dormir —agregó la señora Jollife.
–¿Fantasmas? Eso es lo que más me gustaría oír —repuso la niña, emocionada.
—Bien, siéntate aquí junto a nosotras y, si no tienes miedo, escucha con atención.
La señora Jenner y la muchacha miraban el rostro expectante de la anciana, que parecía hacer acopio de horrores con los recuerdos que invocaba.
Aquella vieja habitación era el marco perfecto para una historia de fantasmas: Tenía las paredes forradas de madera y un mobiliario raro y antiguo en el que destacaba la alta cama de cuatro pilares con cortinas negras.
La señora Jollife miró hacia todos lados, se aclaró la voz y comenzó la historia El fantasma de la señora Crowl.
— Hoy soy una anciana. Cumplía mis trece años cuando llegue a Applewale House, donde mi tía era el ama de llaves. En Lexhoe me esperaba un carruaje para transportarme. Estaba un poco asustada cuando al llegar vi la carroza con un caballo, conducida por el señor John Mulbery, quien me consoló comprándome frutas y prometiéndome una espléndida cena cuando llegáramos con mi tía.
«Me parece vergonzoso que personas mayores asusten a los niños. Recuerdo que en mi compartimiento del tren había dos personas y que una noche en que salió la luna, me preguntaron hacia dónde iba; les respondí que a Applewale House, cerca de Lexhoe, y uno de ellos me dijo burlonamente: ¡Ja!, note quedarás ahí mucho tiempo.
«Me quedé mirándolo fijamente como preguntándole por que, el pareció advertirlo y añadió a su comentario:
“— ¡Por tu vida no le cuentes a nadie lo que to voy a decir! Esa casa está poseída por el demonio; ahí vive un espantoso fantasma… ¿Tienes una Biblia?
«Cuando le respondí esto, me pareció que se miraba de forma extraña con su amigo, pero no estaba segura.
Bien -dijo él, asegúrate de ponerla bajo la almohada todas as noches, solo así podrás mantener alejadas las garras de esa maldita anciana.
«Me llene de esparto cuando escuche esa historia. Quería hacer muchas preguntas sobre aquella anciana, pero no dije nada. Pase el resto del camino pensando en cosas horribles, hasta que llegue a Lexhoe.
«El alma se me cayó del cuerpo cuando el carromato entró por aquella estrecha y oscura avenida del parque. Los arboles eran gruesos y altos, casi tan viejos como la mansión; ni cuatro hombres hubieran podido rodearlos tomándose de las manos.
«Nos detuvimos delante de la gran casa, pintada de blanco y negro, de madera, rodeada de árboles que tomaban un tono siniestro a la luz de la luna; se veía de estilo antiguo. Solo había tres o cuatro sirvientes, aparte de la anciana dama. La mayor parte de las habitaciones estaban cerradas.
«Cuando vi aquella residencia ante mí y comprendí que el viaje había terminado, se me subió el corazón a la garganta. Estaría muy cerca de mi tía, a la que ni siquiera conocía, y de la señora Crowl, de quien me habían dado espeluznantes referencias.
‘Mi tía me llevó a su habitación. Era una mujer delgada, encorvada, de cara pálida y manos afiladas. Tenía más de cincuenta años y hablaba de modo cortante. Una mujer dura.
«El hacendado Chevenix Crowl, nieto de la señora Crowl, iba a la casa dos o tres veces por año para visitar a su abuela y constatar que todo estuviese en orden. Solo lo vi dos veces mientras estuve en Applewale House.
«La señora Wyvem era una mujer gruesa y alegre; siempre estaba de buen humor y caminaba muy despacio. Acababa de cumplir cincuenta años y era muy avara. Usaba el mismo vestido todos los días a pesar de tener mucha ropa guardada, Dios sabe para qué. Nunca me regaló nada en todo el tiempo que estuve allí, pero siempre era grato estar con ella; hablaba sin parar contando historias risueñas, creo que me caía mejor que mi tía que, aunque siempre fue buena conmigo, era severa y silenciosa.
«Estaba descansando en el dormitorio de mi tía. Ella entró con un té preguntándome si sabía llevar a cabo los deberes del hogar. Antes de que le contestara me aseguro que yo era idéntica a mi padre y que esperaba que no me condenara al infierno como él lo había hecho. Fue cruel de su parte decirme eso.
«Cuando fui a la habitación de la señora Wyvem, ardía un buen fuego de carbón, había té, pastel y carne calientes; me quede con ella un buen rato mientras mi tía subía con la señora Crowl.
«—Ha subido a ver si la vieja Judith Squiles esta despierta, ella le hace compañía a la señora Crowl cuando yo y la señora Shutters (que era el nombre de mi tía) no estamos con ella. Hay que tener mucho cuidado con la señora, porque, si no, se caería al fuego o por la ventana. Es muy torpe –me explicó Wyvern en tono jovial.
— ¿Cuántos años tiene la señora? —pregunté.
«—Cumplió noventa y tres años hace ocho meses –dijo riéndose–. No hagas preguntas sobre ella delante de tu tía. Tómalo con calma.
— ¿Usted sabe cuál será mi trabajo en esta casa, señora Wyvern?
«—Tu tía te lo explicará, supongo que vigilarás a la vieja para que nada malo le pase, llevarle de comer y beber, dejar que se divierta con sus cosas de la mesa, vigilarla para que no se caiga, hacer sonar la campana si se pone pesada. Ya veremos.
«–¿La señora es sorda?
«–¡Claro que no! Y tampoco es ciega; es muy astuta, aunque no puede acordarse de nada, lo mismo le da la corte del rey que Blanca Nieves.
«—Mi tía le escribió a mi madre que la chica que la cuidaba antes se había marchado, ¿usted sabe por qué lo hizo?
—No lo sé, quizá le haya contestado mal a la señora Shutters, a ella no le gustan nada las chicas parlanchinas.
«De pronto entró mi tía en la habitación, las dos nos quedamos mudas. Comenzó a hablar con la señora Wyvern. Yo me puse a inspeccionar las cosas que había en la habitación, tomándolas con las manos y mirándolas con asombro.
— ¿Qué haces, niña? —dijo mi tía tajantemente . —¿Qué tienes en la mano?
“— ¿Esto, señora? —le respondí mostrándole una chaqueta de cuero que había agarrado . No sé lo que es.
«Sus ojos se encendieron de ira y creí que iba a golpearme, pero solo me sacudió bruscamente por los hombros al tiempo que me arrebataba la chaqueta.
–Mientras estés en esta casa, no agarres absolutamente nada que no sea tuyo –exclamó con rabia y cerrando la puerta con violencia.
«Yo tenía lágrimas en los ojos y la señora Wyvern se moría de la risa.
«La anciana señora Crowl tenía uno de sus berrinches de costumbre. Solía estar de pésimo humor todo el tiempo. No había nadie en Applewale que la recordara de joven. Poseía una cantidad de ropa impresionante, toda anticuada y extraña, pero de gran valor.
«Todos cuidaban con esmero a la anciana, pues cuando esta muriera nunca volverían a encontrar un trabajo donde no hicieran casi nada por el enorme sueldo que recibían.
«El médico venia dos veces por semana y siempre decía que no se le debía contradecir ni irritarla de ningún modo; había que seguirle la corriente.
«La primera vez que escuche hablar a la anciana, yo estaba sentada en mi cuarto, las velas de la habitación de la señora Crowl se hallaban encendidas, mi tía la acompañaba y la puerta estaba abierta. Recuerdo que dijo:
«—Fue un ruido extraño, hecho por un pájaro u otro animal, era muy tenue.
«—El Maligno no puede hacer daño a nadie, señora, a menos que Dios se lo permita —afirmo mi tía.
«—Entonces la extraña voz desde la cama dijo algo que no entendí
–agregó la anciana.
«-El señor está con nosotras, señora, no hay nada que temer.
«Escuche aquella conversación durante un buen tiempo, después ya no pude oír nada y me dedique a leer un libro; al rato percibí un ruido en la puerta, era mi tía con el dedo puesto sobre la boca.
«—Shhh —dijo en voz baja, acercándose de puntillas . Por fin se ha dormido, no vayas a hacer ruido.
«Seguí leyendo el libro, ni el más mínimo sonido se escuchó en aquella casa, comenzaba a sentir temor en aquella habitación tan grande. Así que me puse de pie y camine nerviosamente; mi curiosidad pudo más que el miedo y me asome a la habitación de la señora Crowl. Era un cuarto muy grande y muy elegante, fuertemente iluminado por varias velas. Miraba asombrada el lugar y decidí entrar, me observe en el enorme espejo y luego fui a asomarme a la cama de la señora para verla de cerca, quizá nunca volviera a tener una oportunidad tan esplendida.
«En medio de un silencio de muerte, deslice las cortinas de la cama despacio, muy despacio, y por fin vi a la señora Crowl, maquillada como la imagen de una mujer en la lápida mayor de la iglesia de Lexhoe. Ahí estaba, vestida con sus mejores ropas verdes y doradas, con los zapatos puestos. Con todo el rostro pellejudo pintado de blanco, ¡parecía una espantosa momia! Tenía las mejillas pintadas de rojo y las cejas de café. Orgullosa, tiesa; la nariz aguileña, muy larga y mostrando la mitad de los ojos en blanco. Las uñas muy largas y cortadas en pico.
«Creo que cualquiera se hubiera asustado. Me sentía incapaz de soltar la cortina o de moverme. Tenía los ojos clavados en su asquerosa figura; incluso mi corazón estaba inmóvil. Entonces, abrió los ojos, giro sobre sí misma en redondo y bajó de la cama haciendo sonar sus tacones y encarándose conmigo, me clavo su horrible mirada al tiempo que una sonrisa maligna se dibujaba en sus labios nauseabundos.
«Era la visión del mismísimo infierno. Me llene de un miedo terrible; parecía un cadáver con vida que me apuntaba con sus afilados dedos.
-¿Por qué has dicho que yo mate al niño? Te daré una golpiza que te matará —me dijo la monstruosa anciana.
“¡Quería salir corriendo! Pero algo más fuerte que mi voluntad me retenía donde estaba. Retrocedí y ella me siguió con su taconeo fantasmal apuntándome con las uñas a la garganta y haciendo un sonido sibilante con la lengua.
«Sus dedos casi me tocaban; me refugié en un rincón soltando un chillido como si el alma se me separase del cuerpo. Mi tía entró gritando, la anciana volteó hacia ella y yo salí corriendo lo más rápido que pude.
«Bañada en llanto, le contaba a la señora Wyvern lo que había sucedido. Ella se reía como siempre, pero se puso seria cuando le dije las palabras de la anciana.
«—Repite lo que dijiste —me ordenó con severidad.
«Así lo hice: — ¿Por qué has dicho que yo mate al niño? Te daré una golpiza que te matará.
«— ¿Tú dices que la señora mato a un niño? –pregunto.
«—Yo nunca dije tal cosa –le aseguré.
«Desde aquel incidente, Judith ya nunca se me despegaba. Al cabo de una semana, la señora Wyvern me conto algo que nadie sabía sobre la anciana Crowl.
«—Hace más de setenta años la señora se casó con el hacendado Crowl, de Applewale, viudo y con un hijo de nueve años. Una mañana el niño desapareció. Como tenía mucha libertad, nadie se preocupó mucho, solía ir al bosque o al lago a remar y pescar, pasaba largas horas afuera. Pero ya nunca apareció, encontraron su gorro junto al lago, al pie de un enorme espino y lo dieron por ahogado. Se hablaba mucho acerca de ese tema, decían que la madrastra lo había asesinado, pero la señora Crowl hacía lo que quería con su marido, pues era increíblemente bella. El tiempo borro la imagen de aquel niño de la memoria de la gente terminó de narrar la señora Wyvern.
«Cuando yo tenía menos de seis meses de haber llegado a la casa era invierno, la señora tenía su última enfermedad. El médico temía que fuera un ataque de locura como el anterior, en el que habían tenido que sujetarla con camisa de fuerza—que era aquella chaqueta de cuero que yo había agarrado; no se volvió loca pero se fue consumiendo con rapidez. Mostraba una extraña tranquilidad, hasta un día antes de su muerte, en que se puso a aullar en la cama y se cayó al suelo pidiendo misericordia. Yo no entraba en su habitación, me quedaba temblando de pánico mientras ella rugía y se revolvía en el piso. Mi tía, la señora Wyvern, Judith y una señora de Lexhoe estuvieron con la anciana hasta que murió.
«El sacerdote estuvo presente y rezaba por ella, mientras ponían a la vieja señora Crowl en un ataúd. Se escribió al viejo hacendado Chevenix para que viniera a ver por última vez a su abuela, pero estaba de viaje por Francia. El sacerdote y el médico dijeron que había que enterrarla y fue depositada en la cripta de la iglesia de Lexhoe. Nosotras nos quedamos viviendo en la gran casa esperando la vuelta del hacendado. Me cambiaron a una habitación más grande y una noche antes que llegara el señor Chevenix sucedió lo siguiente:
«Solo había una cama en mi nueva habitación y el espejo de la señora Crowl. Sabíamos que había regresado el hacendado Chevenix de su viaje. Yo estaba feliz, pues supuse que volvería a mi casa, lo cual me lleno de emoción. Dieron las doce de la noche y yo seguía despierta en mi habitación, que era negra como un pozo, pensando y soñando con mi regreso, cuando vi iluminarse la pared que estaba delante de mí, como si se le hubiera prendido fuego; las sombras de la cama comenzaron a bailar en las vigas del techo. Gire la cabeza rápidamente, pues creí que algo se había incendiado, pero lo que vi, ¡Virgen Santa!, fue la aterradora figura de la señora Crowl, cubriendo su horrible cadáver con finas ropas, los ojos muy grandes y brillantes, ¡parecía la cara del diablo! Una luz roja salía de ella envolviéndola y creando el efecto de que tuviera fuego en los pies. Se acercó directamente hacia mí, adelantando sus viejas manos contraídas como garras y como si fuera a estrangularme. Pero pasó de largo y fue a mover el armario, después abrió una puerta con una enorme llave dorada y llego a un gabinete para buscar algo mientras la alcoba se llenaba de un aire glacial. Luego se volvió nuevamente hacia mí girando con rapidez y la habitación volvió a quedar a oscuras. Lance un alarido terrible que hizo temblar toda la casa.
«Esa fue la peor noche de mi vida. Pase el tiempo que faltaba para el amanecer con una angustia atroz. Cuando salió el sol fui con mi tía para contarle lo que había sucedido. Al contrario de lo que yo esperaba, me tomo las manos diciéndome que no tuviera miedo y me preguntó si la anciana llevaba en las manos alguna llave.
«—Sí—dije haciendo memoria—, una llave grande y dorada.
«—¿Era como esta llave? —me dijo, mientras sacaba la pieza de un cajón.
«—Esa misma llave. –¿Estas segura? » Claro que si, tía.
«—Bien, no to preocupes, el señor vendrá hoy al mediodía y debes contárselo todo, por la tarde podrás irte a tu casa.
«El hacendado Crowl llego y mi tía hablo con él en la habitación, después me llamaron y el me pregunto:
“— ¿Qué es lo que has visto, chiquilla? Creo que fue un sueño por lo menos yo no creo en fantasmas, pero cuéntamelo todo y formaré una opinión.
«Le conté lo que había sucedido y el hacendado, un poco nervioso, le dijo a mi tía:
«—Recuerdo ese gabinete. Oliver, el cojo, me contó de él cuando era niño. Oliver tenía más de ochenta años y ya han pasado veinte desde que me comunicara el secreto. Ahí se guardaban las joyas de gran valor, cerradas con una chapa doble, que solo se podía abrir con una enorme llave de bronce. Vamos todos a buscar ese gabinete perdido, tú nos indicaras el lugar exacto en que lo viste — me dijo mientras me señalaba.
«Con el corazón en la garganta, los lleve a aquel sitio maldito donde estaba el armario que ocultaba la puerta que daba al gabinete. El hacendado quito la puerta con un martillo y un cincel y, al llegar al aposento, mi tía le dio la llave. Lo abrió y vimos una especie de cuarto de ladrillos completamente oscuro. Mi tía prendió una vela y su luz ilumino una especie de simio que estaba agazapado en un rincón.
“¡Santo Dios, cierre esa puerta, señor, ciérrela! –grito mi tía.
«Pero el hacendado entró cautelosamente al cuarto de ladrillos y le dio un empujón al simio, que se derrumbó. Era un costal de huesos y polvo. Se trataba de los huesos de un niño. Un silencio mortal invadió el ambiente. El señor paso del otro lado de la pequeña calavera.
«— ¡Un gato muerto! dijo el señor, pensando que yo era estúpida. Usted, muchachita, se ira a su casa, yo tengo que hablar con la señora Shutters.
«Una hora más tarde estaba tomando el tren rumbo a mi casa. Nunca he vuelto a ver a la señora Crowl, ni en aparición ni en sueños, pero cuando ya me había convertido en una mujer madura, mi vieja tía paso una noche conmigo y me confesó que aquellos huesos eran los del pobre niño perdido. La señora Crowl lo había encerrado dejándolo morir de hambre y sed, sepultado en la oscuridad. Lo habían reconocido por los objetos personales hallados entre el polvo de su cuerpo.
Bibliografía
Balam, Alaric (2012). Cuentos Clásicos de Fantasmas. México: Editores Mexicanos Unidos.
Joseph Sheridan Le Fanu
Compartida por: Anónimo
País: Guatemala
Sucedió mientras navegábamos por el Pacífico Sur, justo en medio de los trópicos. A unos trescientos metros de nuestro lado derecho, se deslizaba un navío bastante grande que, al parecer, llevaba el mismo rumbo que nosotros.
Los dos barcos apenas y se movían, por lo que permanecimos el uno frente al otro sin saber qué hacer.
El primer oficial y yo mirábamos la extraña embarcación con curiosidad. No había hecho el menor caso a todas las señales que le habíamos dirigido. Nadie se había asomado por encima de la baranda para mirar nuestra nave y solo cuando la bruma se interponía entre nosotros podíamos ver perfectamente al capitán de aquel navío paseando por la parte delantera del barco y a la tripulación holgazaneando en cubierta. Lo más raro de todo era que no podíamos escuchar un solo sonido proveniente de aquel barco. Ni voces, ni campanas, nada.
¡Seguramente son holandeses, todos lo holandeses son maleducados!
Observábamos en silencio, sorprendidos por su persistente indiferencia ante nuestros avisos. El primer oficial tenía mucha curiosidad por saber que sucedía, estaba verdaderamente desconcertado. Se dirigió con rudeza hacia mí:
Le pase el altavoz. Lo agarró apresuradamente y grito: ¡Ah, los del barco!
Nos quedamos esperando un buen rato, todo seguía igual, no daban señales de oírnos.
— ¡Malditos sean! –refunfuño volviendo a levantar la bocina para gritar el nombre de la embarcación que se veía impreso en la parte delantera del barco—: ¡Eh, los del Mostzestus, los estamos llamando, maldición!
No había el más mínimo indicio de que nos hubieran visto o escuchado.
El primer oficial comenzó a gritarles insultos: ¡Ojala se los lleve el diablo!
Después se volteó hacia mí y me regreso el altavoz.
Seguimos espiando el barco con el catalejo. Después de varias horas, nadie estaba seguro de si se habían dado cuenta de que estábamos a su lado llamándolos o de si no podían contestamos, ¡sabe Dios por que causa!
De pronto, sus cubiertas se llenaron de gran actividad. Bajaban las velas y hacían muchas tareas sobre el barco.
El primer oficial volvió a quejarse:
— ¡Que me muera si no se disponen a cortar sus velas! ¿Qué diablos pasa con esa gente?… Vaya abajo a toda prisa – me ordenó— y eche un vistazo al barómetro para medir la intensidad del viento y la lluvia.
Baje y regrese rápidamente para informar que el barómetro se encontraba estable, que no había razón para descolgar las velas, pues ninguna tormenta se aproximaba hacia nosotros.
–Mire, señor Jepworth, nunca me había pasado algo así, me siento muy extrañado, ni siquiera escucho los gritos de estos diablos. ¿Qué está pasando? —pregunto con preocupación el primer oficial.
–Yo creo que su capitán es una sucia mujerzuela asegure.
— ¡Oh, Dios mío! Ahora bajan las velas mayores; el viejo que los comanda debe ser un imbécil.
Había dicho las palabras en un tono muy alto. Se hizo el silencio durante unos instantes y una voz, que salió de atrás de nosotros, me sobresaltó.
Era el capitán del barco, que había llegado de sorpresa a la cubierta.
Sin esperar respuesta, nos interrogó acerca del navío que teníamos enfrente; ¿se negaba a responder a nuestros avisos?
Así es, señor dijo el primer oficial—, somos como una gran masa de basura para ellos, no nos hacen el menor caso.
No entiendo por qué murmuro el capitán, pidiéndome que le pasara el catalejo.
Estuvo observando el extraño barco con ansiedad, pero no descubrió indicio alguno que explicara el misterio de que no nos llegara ningún sonido de un barco tan cercano a nosotros a pesar de tener hombres vivos en la cubierta, ¡y tan a la vista!
–¡Es de lo más extraño! — exclamó mientras paseaba por aquí y por allá.
El primer oficial y yo no dejábamos de contemplar el antiguo buque. Parecía un barco para tres velas, normal y corriente, a no ser por ese silencio inexplicable y porque habían descolgado todas las velas teniendo buen clima para la navegación. No había nada extraordinario en su apariencia exterior; sospechábamos que un misterio intocable flotaba a su alrededor, algo que no se puede explicar con palabras pero que se siente con fuerza en los nervios.
El capitán se acercó al oficial, miraban juntos el silencioso navío con las manos detrás de la espalda.
El primer oficial se limitó a responder que eran una manada de puercos holandeses.
Un rato después, uno de los aprendices toco la campana trasera del barco y llegó el segundo oficial para que descansara el primero.
EI primero contesto con un gruñido, pero no pude escuchar lo que le decía, pues en ese momento, y por increíble que parezca, descubrí unas cosas que salían del agua alrededor del silencioso navío. Parecían figuras humanas, pero se podía ver el barco a través de ellas; tenían una apariencia irreal, extraña y nebulosa. Creí que estaba volviéndome loco pero, cuando me di la vuelta, note que el primer oficial tambien miraba con intensidad por encima de mi hombro. Giré la cabeza nuevamente y observe como aquellas cosas comenzaban a trepar por el barco. Eran cientos. Estábamos muy cerca contemplando cómo el oficial de aquel barco vigilaba tranquilo el horizonte fumando su pipa, mientras las espantosas formas subían por los lados; luego vimos que el hombre del timón llamaba al capitan y que este echaba a correr hacia él. Le señaló algo y el capitán volteo bruscamente; por sus reacciones adivinamos que ya sabía que pasaba. Se quedó petrificado un momento y después se puso a saltar como poseído. Seguramente estaba gritando, pero no oíamos nada. Varios hombres salieron corriendo por la puerta de la derecha y entonces, por fin, pudimos escuchar los sonidos de aquel navío antes silencioso, primero muy apagados y después estridentes. En cuestión de segundos, como si una barrera se hubiera evaporado, escuchamos un infernal coro de gritos provenientes de aquellos hombres aterrorizados. Se tiraban al agua intentando llegar a nosotros.
Todos estábamos abrumados por un sentimiento de irrealidad. Mirábamos completamente anonadados como surgía una bruma espesa del mar y se cerraba en torno a la parte baja del casco de aquel extraño navío. Ahora, totalmente al revés, solo escuchábamos los gritos espantosos atravesando la densa cortina de niebla, ya no podíamos ver nada.
Mis ojos miraban hacia lo alto de los palos donde se cuelgan las velas y pude ver como figuras espectrales trabajaban en perfecta armonía volviendo a colgarlas contra el tenebroso cielo. Cayeron las tres velas con estrepito y ondeando al aire. Durante todo ese tiempo no cesaron los gritos terribles y aterradores. Después vino un repentino momento de silencio y terminaron de elevarse todas las velas del barco.
Nosotros éramos incapaces de movemos o decir algo. Nuevamente no se escuchaba ningún sonido humano procedente de aquel navío fantasmagórico. La bruma continuaba ascendiendo y solo podíamos ver las velas más altas del barco.
Me daba la sensación de que figuras fantasmales se afanaban en los trabajos del barco. Desde un lugar perdido en medio de la niebla nos llegó un grito ahogado y solitario. Cesó bruscamente, aunque parecía que su eco era repetido por las olas del mar. Me di la vuelta para ver al capitán, como implorando una respuesta, pero el viejo no se movía, en su rostro no había ningún tipo de expresión. Tenía la mirada fija en aquella misteriosa cortina de niebla.
Desde la misma nos llegó el crujir y chirriar de sus engranajes. Todo había sido hecho con gran rapidez. Segura la posición que tenía, el barco fantasma debería haber navegado para atrás, pero lo hacía de frente, sus velas se abombaban por algún viento imperceptible para nosotros. Estaba saliendo de la bruma. Vimos que estaba pintada de blanco la parte delantera de aquel barco estremecedor.
Luego, profundo, horrible, un espantoso y prolongado grito de agonía, como salido de las gargantas de las almas perdidas en los infiernos. Yo estaba tremendamente asustado. No esperaba volver a escuchar ninguna voz humana proveniente de la neblina.
El frente del barco seguía alzándose sobre la bruma, el timón giraba solo y enloquecido.
El mar empezó a burbujear y de aquel chillido humano también brotó una nota agonizante. Aquella extraña embarcación se hundió en la oscuridad del mar, hacia el fondo del mismo. Durante un espantoso instante nos llegó una ráfaga de viento sibilante y gélida; después, solo el burbujear del agua al cerrarse sobre la nave.
Estaba hipnotizado viendo aquella escena; comencé a oír voces detrás de mí, venían de cubierta. El eco de las plegarias y los juramentos de nuestros marineros llenaron el aire.
Mas allá, en el mar, la niebla aún se demoraba en irse por donde había desaparecido el barco, pero poco a poco fue aclarándose y vimos los restos del navío flotando y, de cuando en cuando, algún residuo del barco era escupido por el mar hacia la superficie.
El primer oficial señalaba muy excitado algo que nadaba en medio de los restos del naufragio; solo pude escuchar lo último que dijo:
–¡…por ahí!
Vi un bulto negro que sobresalía del agua… Se trataba de la cabeza de un hombre que braceaba desesperadamente en nuestra dirección.
Ante aquella imagen, el horror que había sentido nítido e intenso, se esfumo por completo, solo pensé en rescatar a aquel pobre hombre de la desgracia.
Bajé con cuatro hombres con el bote y un rato después remábamos vigorosamente hacia el hombre; llegamos justo a tiempo, pues ya se estaba hundiendo cuando lo levantamos y lo subimos at bote. Tosió sin parar hasta que vomitó una buena cantidad de agua salada.
Repitió aquellas palabras varias veces mientras nosotros inspeccionábamos entre los restos del naufragio; cuando el hombre se dio cuenta, se encogió ante los cadáveres de animales y los pedazos de muebles que flotaban a nuestro alrededor. Despúes de percatamos de que no había nadie más con vida, regresamos al barco.
Subimos sin demora al hombre y lo acostamos en una de las literas de la cabina de los oficiales.
Contare el resto de la historia tal y como el hombre que lo atendió nos la narró:
«Sucedió así, señor: Le quite la ropa y lo envolví en unas mantas que el doctor había hecho calentar en el fogón de la cocina. El hombre no paraba de temblar. Le ofrecí licor pero se negaba, cerrando los dientes con furia. Al poco rato dejó de sacudirse y no movió ni un músculo. Al verlo tan mal, opte por quedarme con él toda la noche. Durante el transcurso de la primera guardia, permaneció acostado sin hablar ni temblar, murmuraba en voz baja como platicando consigo mismo. Luego entró en una especie de cluermeveIa; yo estaba sentado y lo miraba sin decirle nada; de pronto empezó de nuevo a sacudirse. Le eche las mantas encima y trate de hacerlo tragar licor, pero no podía abrir esos dientes apretados, luego todo su cuerpo se relajó y exhalo el último suspiro.
«Corrí por el capitán; pero, al regresar, el pobre hombre estaba muerto.»
Realizamos la ceremonia fúnebre por la mañana, lo envolvimos en viejas velas y tiramos su cuerpo al mar.
El día de hoy, todavía me pregunto que podría habernos contado aquel hombre, y si su historia nos hubiese ayudado a comprender el misterio de aquel silencioso navío sumergido en el corazón del inmenso Océano Pacífico.
Bibliografía
Balam, Alaric (2012). Cuentos Clásicos de Fantasmas. México: Editores Mexicanos Unidos.
W.H. Hodgson
Compartida por: Anónimo
País: Guatemala
Hoy la zona 5 y especialmente el Barrio de San Pedrito, se yergue majestuoso con calles asfaltadas, modernos edificios y colonias residenciales, ¡qué lejos están los días cuando los abuelos celebrando las festividades de San Pedro hacían el viaje hasta la aldea lejana bajando por la Barranquilla, sitio donde hoy está instalado el Estadio Mateo Flores, pasando a un lado de la «Palma», sitio que ocupaba la residencia presidencial del licenciado don Manuel Estrada Cabrera, hace más de 60 años!
San Pedrito era una aldea con su iglesia y su tradicional ceiba centenaria. La que aún observamos en el parque, frente al Templo, inmenso árbol que escondió a más de un perseguido por la policía en aquellos tiempos románticos, uno de los fugitivos fue
FROILAN JUAREZ, que ante el acoso de la policía cabrerista, durmió muchas noches en dicho árbol legendario.
La aldea de San Pedrito se distinguió por sus ladrilleras y fábricas de adobe, de buen barro resistente, duro e impenetrable, nadie imaginaba en esos dorados tiempos que con el correr de los años, la pacifica aldea sería un barrio más de la gran ciudad. San Pedrito era una aldea, contó con su alcalde, alguaciles y ronderos, también con su cementerio propio que estaba instalado más o menos a la altura de la 31 Calle y 21 Avenida de la zona 5, extendiéndose hasta las inmediaciones de donde hoy está la colonia 20 de Octubre. Frescas en la memoria de algunos abuelos, están las fiestas del patrono de San Pedrito, cuando los platillos típicos de la época alternaban con el guaro de olla, jocote y nance, puestos a la vista del cliente, en limpios petates nuevos, para ser degustados al momento.
Cuentan por allí, que los sampedranos tenían fama de pendencieros, que había un decir popular, después de las festividades de la aldea, que más o menos era el siguiente: «Hoy la feria estuvo triste porque sólo hubo dos matados».
O sea que, como en el viejo Oeste norteamericano —valga la comparación—, el guapo de la Parroquia, ven la directamente con navaja en mano a buscar al guapo de San Pedrito, para tirarse unos puyones.
El menos diestro, salía con los pies por delante, y el otro, derecho a la cárcel, o se esfumaba para siempre. La Avenida de La Barranquilla fue única por su desfile de damas, que a pie, o en carruaje, asistían a las festividades de San Pedrito, con sus enaguas limpias y enyuquilladas, que contrastaban con el lodo que las lluvias formaban en sus estrechos callejones.
Pues, lo que hoy les cuento, sucedió precisamente para una feria de aquellas, y nuestra leyenda principia en un pequeño estanco de licores que abarrotado de personas daba servicio a los enfiestados vecinos.
Jacobo Suchité era un hombre medio indígena, medio ladino que bebía con un grupo de amigos en el Fondin de referencia. Cada media hora sacaba su reloj del bolsillo del chaleco, para ver la hora, pero no lo hacía tanto por la hora, sino más bien para que vieran que tenía reloj, que esa noche le estrenaba.
Jacobo era un hombre del pueblo campesino, y solo cuando había ocasión se ponía saco y pantalón, de jerga momosteca, azul chillante, camisa blanca y pañuelo colorado atado al cuello, descalzo y con los pies bien limpios. El sombrero también era fino, y se lo echaba por un lado para darse más personalidad. A pesar de que ya era casado, chuleaba a las mozas del estanco que presurosas servían cerveza de barril o guaro blanco.
La recordada música de carreta, que tanto gusto a los abuelos, lanzaba sus notas al aire, y los valses de Strauss iban dejando en el ambiente su complemento de alegría y sabor vienés.
Jacobo seguía viendo la hora y presumiendo con el reloj de bolsillo. Los amigos se dieron cuenta de la presunción de Jacobo, y no dejaron de darle alguna coba por su actitud.
—Bueno señores, me esperan en mi rancho, yo «creyo» que ya es hora de irme a recoger, dijo Jacobo, levantándose de la mesa. Un campesino, viejo, que estaba a su lado, con voz aguardentosa, únicamente alcanzó a decirle:
— ¡Cómo va a ser eso!, la mejor mula se me está echando.
—Lo siento Saturnino —le dijo—, pero me tengo que retirar, porque yo sé hasta dónde mi cuerpo aguanta. A todos les dio la mano y se retiró del estanco, no tan bolo que digamos.
Había caminado como dos metros, cuando Saturnino volvió a la carga y les gritó:
El bullicio de la fiesta se fue quedando atrás y por las veredas emprendió el regreso, rumbo a su ranchito. En aquellas veredas, únicamente el croar de las ranas y el canto de los grillos se escuchaba, una que otra zumbadora se le atravesaba, pero Jacobo listo con el corvo, las apartaba de un planazo.
Como a los diez minutos, pasaba la puerta principal del cementerio de la aldea, y no habiendo otro camino, por fuerza tenía que atravesarlo, pero él lo había hecho tantas veces que muy acostumbrado estaba, como buen campesino, no sentía miedo para caminar de noche, en medio de un camposanto.
Ya casi salía del cementerio, cuando diviso la silueta de una mujer del campo, con su manto, vestido largo, blanco y el canasto en la cabeza, con la luz de la luna se ayudó a ver la hora y por momentos pensó que el reloj se había parado y la campesina era una de las que madrugaban rumbo al mercado de Guatemala.
Se fue acercando más y más a la mujer del canasto y cuando ya estaba cerca, esta le ofreció algo de lo que en él llevaba.
Inmediatamente recordó que a su mujer no le llevaba nada y que era buena oportunidad para comprarle algo, y contentarla por llegar tarde.
—Deme cinco de los más grandes, dijo Jacobo a la mujer, que bajó el canasto, y despacho los chuchitos, únicamente se los entrego y se marchó presurosa por la vereda del cementerio, Jacobo le gritó dos veces, pero esta se desapareció en las sombras de la noche.
Lo caliente de los chuchitos quemaba las manos de Jacobo, que contento con la ganga, siguió el camino a su rancho.
Cuando llegó, como era lógico suponer, todos dormían y solo su esposa le esperaba impaciente con el jarro de café, entre las brasas del polio.
Por eso no to cambio Chinta, le dijo a su esposa abrazándola y entregándole el pequeño paquete con los chuchitos que aún se notaban calientes. Doña Jacinta, para contemporizar con Jacobo, fue a la cocina a traer una escudilla para colocarlos y comerlos junto a él, pero cuando regreso, vio que con una expresión de asco los sostenía en las manos. Aquellos chuchitos, minutos antes, calientes, hoy se tornaban fríos, y en lugar de masa y recado, contenían tierra del camposanto, flores de muerto y huesecillos humanos.
—Que Dios nos ampare, dijo Jacobo, lanzándoles lejos del rancho, y sosteniendo a su esposa que temblaba como una engomada.
El resto de la familia se levantó de sus camas y acudieron a prestarle auxilio a doña Jacinta, faltaba poco para que amaneciera y los gallos desde su escondite iban saliendo para informar con su canto mañanero, a los cuatro vientos, que otro día principiaba.
Un grito lejano se escuchó, más que grito, pareció una risa burlona de mujer loca. Esto basto para que Jacobo recordara las palabras de Saturnino, en la fonda de San Pedrito » ¡Cuidado con la chuchitera!»
Gaitán, H. (1981). La Calle donde tú vives. Guatemala: Editorial Artemis y Edinter, S.A.
Compartida por: Anónimo
País: Guatemala
La lluvia se descargaba implacable sobre la ciudad capital de Guatemala, en una noche tan oscura y fría como el calvario que sufrían los presos políticos. Los goterones corrían rápido formando una pequeña cascada en el final del portón de hierro, las otras gotitas salpicaban un asqueroso colchón que servía de cama a uno de los encargados del presidio, que echaba pestes y maldiciones por el tiempo imperante.
Todo el día había llovido, y el olor a humedad y suciedad, impregnaba el ambiente, el tiempo no había permitido que las autoridades del penal, dieran el permiso para que los reos salieran a tomar el sol que brillaba por su ausencia, nadie protestaba, era mejor callar que sufrir un castigo más severo.
En la bartolina número 10, desde hacía dos días, se escuchaban quejidos, y nadie se daba por entendido, mucho menos los esbirros con uniforme que, con pistola al cinto y garrote en mano, vigilaban desde puntos estratégicos. La lluvia seguía cayendo, ahora con más fuerza, como queriendo callar con su ruido característico, los gritos de dolor que de la bartolina salían…
Un joven estudiante, preso por cuestiones de «Seguridad», llamó a uno de los celadores del orden y le suplicó que llamaran al enfermero o al médico, porque el pobre hombre no podía quedarse allí por más tiempo.
Una sonrisa siniestra, cínica y estúpida, se dibujó en la cara de aquel hombre con mentalidad de bestia. Solo escuchó lo que dijo el joven estudiante, y girando sobre sus talones, se alejó del lugar, dejándole con la palabra en la boca, desde el torreón de vigilancia, había alguien que contemplaba la escena, también tenía uniforme, con pistola al cinto, pero pensaba diferente porque tenía hijos, una madre y principios morales cimentados.
Sosteniendo el fusil con las dos manos, bajó el pequeño caracol y entró al fatídico callejón, llegó hasta la bartolina de donde salían los quejidos y preguntó que pasaba, vio por las rejas superiores, y cuando sus ojos se acostumbraron a la obscuridad, reconoció la silueta de un hombre tirado en el suelo, agonizante y desangrándose.
—Por lo que más quiera, llame un médico —pidió el hombre con voz grave—, tengo tres días de estarme muriendo, finalizó.
El vigilante corrió, pero al momento recordó que muchos de aquellos personajes permanecían como apestados, y no eran dignos de la consideración de las autoridades, que se ensañaban más con su dolor y sufrimiento, a pesar de todo, habló con el enfermero, pero la negativa fue rotunda…
—Es mejor que no te metes en babosadas, porque podés salir crucificado, le dijo el hombre vestido de blanco. A pesar de todo aquello, el vigilante se las ingenió para socorrer al hombre, de cualquier manera, y en un descuido le lanzo unas aspirinas que había hurtado de la enfermería. La voz grave resonó nuevamente en el pequeño cuarto:
— ¡Gracias hermano, algún día Dios lo premiara!
Aquellas palabras, casi no las escucho el joven vigilante, porque uno de sus compañeros pasaba por el lugar; el esbirro como que algo intuyó, pero al final de cuentas, siguió su marcha, rumbo al extremo del callejón.
A los tres días justos, al noble vigilante, le tocó turno en el torreón, iniciándolo a las nueve de la noche. Desde el sitio podía apreciar un poco de las luces de la ciudad, por lo menos, el paso del ferrocarril, que con su bufar de bestia metálica, va dejando su estela negra de humo. La lluvia empezó a caer nuevamente, los torrenciales aguaceros llegaron a suprimir la quietud de la noche, al estrellarse en las láminas viejas del presidio, los minutos y las horas fueron pasando, los gritos y voces de mando de aquel infierno de vivos, se dejaban escuchar esporádicamente.
En medio de aquellos aguaceros, se escuchó una vez más el grito desesperado del joven que en la bartolina numero 10 agonizaba lentamente, sin que nadie le ayudara siquiera a levantarse, cuando el vigilante se disponía a ver que podía hacer por él, un grupo de esbirros caminaban rumbo a la bartolina; con ojos de espanto vio, cómo Io sacaban casi arrastrando de la celda. Cuando pasaron como cuarenticinco minutos, le trajeron nuevamente y lo lanzaron como un fardo de carga a una bodega, sin ninguna misericordia, sin la más mínima muestra de humanidad que debe prevalecer en cada ser.
Bajó corriendo y al lanzarle otra aspirina y un cigarrillo, la voz nuevamente sonó fúnebre, piadosa y agradecida:
La delación estaba a la orden del día, y los «orejas», a sueldo, no perdían oportunidad para congraciarse con las «autoridades» del presidio, el noble vigilante fue dado de baja y conducido a la ladrillera de San Pedrito para sufrir una corta condena, que cumplió, sin chistar palabra, el solo hecho de tratar de ayudar a un enfermo, a cualquier moribundo, víctima de las torturas sufridas, era considerado como un delito grave, para aquellas mentes estrechas y criminales.
Cuando terminó su «condena» y caminando por la 18 Calle, encontró a un viejo amigo que le ayudo a colocarse en un puesto de los talleres de los ferrocarriles. Allí principio a laborar, y posteriormente, gracias a su amigo, pasó al puesto de brequero, con el que mejoró su sueldo, por las horas extras. Estando allí, conoció a muchos amigos que, por su trato amable y don de gentes, se multiplicaron. Una noche, en una estación de bandera, cercana a la población de Escuintla, vio al personaje que el había ayudado en el fatídico callejón de los políticos, el encuentro fue agradable, se reconocieron, y dispusieron dar una vuelta por la población. Cuando el ex-vigilante, ahora brequero, se dio cuenta, ya el tren lo había dejado. Entre platica y platica, había perdido la noción del tiempo, y aquello le perjudicaba enormemente porque su empleo estaba de por medio.
Tuvo que esperar el otro tren, procedente del puerto de San José, para presentarse con su jefe inmediato, y darle una aclaración por su falta. Muchas conjeturas se hacía en su viaje de regreso, pero volvió a la realidad cuando a la altura de Morán, vio que el tren donde el laboraba, se había descarrilado, y algunos de sus compañeros habían fallecido en el accidente. La explicación que proporcionó a su jefe, fue razonable, y solo una amonestación recibió, siguió laborando en el ferrocarril por mucho tiempo más, un día de tantos, encontró a unos ex-compañeros de la Penitenciaría Central; estos le narraron muchos aspectos del penal entre ellos, el fallecimiento, a los pocos días, del culpable de castigo y baja.
Cuando se despidió de sus ex-compañeros, medito por un momento, y pensó en la conversación que tuvo aquella noche, Escuintla, con una persona a la que el creía viva, pero que no más que un espectro que le auxiliaba, y le hacía perder el tiempo para que el tren le dejara. De no haber sido así, hubiera muerto en el descarrilamiento de Morán.
Gaitán, H. (1981). La Calle donde tú vives. Guatemala: Editorial Artemis y Edinter, S.A.
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—Trastos que componer, tapamos goteras. .. Trastos que componer…
Aquel grito se perdía por las polvorientas calles que desembocan en La Castellana, era un grito que más parecía de angustia que de servicio al vecindario y efectivamente era de angustia, porque ya eran las 3 de la tarde y no había desayunado, mucho menos un traguito de aguardiente había pasado por su qarganta.
—Trastos que componer. .. Era más la desesperación porque las gentes sencillas del barrio ni caso le hacían; por un momento pensó en pedir unos centavos a un señor bien plantado que estaba recostado en la pared de una casa, pero se arrepintió.
Cuando pasó por el rastro de ganado menor, solo de ver a los cerdos se le fueron los ojos, y para sus adentros los imaginó doraditos con su preparación adecuada y un buen trago como complemento, pero todo era eso, imaginación; su intuición le llevo por la Calle «Marconi» pregonando siempre sus servicios al vecindario, que con la hora tan pesada más parecían dormir la siesta.
— ¡Trastos que componer!, seguía el grito desesperado por el hambre. Una señora regaba con una manguera el preciado líquido para evitar el polvo, y don Tachito le suplicó que le obsequiara un poco, ella le ofreció la manguera y él se prendió como un desesperado. Iba llegando a la esquina cuando de una casa antigua de dos pisos alguien le llamó. Efectivamente, era una anciana de aspecto aristocrático y finos modales que hacia su aparición en un balcón con enredaderas y colas de Quetzal verdes, como los ojos de la anciana señora.
Don Tacho se fue directamente a la puerta grande la que al momento se abrió; aquello en su interior era de novedad y lujo, las escaleras y cortinajes eran de un tocado fino y gusto exigente, el busto de Napoleón asustó a don Tachito, ya que ignoraba quien era el personaje.
—Mande Usté, señora, dijo el soldador medio avergonzado por poner sus zapatos sucios en aquel piso que parecía un espejo.
—Quiero —dijo la señora—, la soldadura de un canal que en tiempo de lluvias me molesta enormemente.
Don Tachito no hallaba donde poner su viejo bote con sus soldadores porque todo aquello irradiaba limpieza; no tuvo más que salir al patio que en lujo no se quedaba atrás, pero allí en un clarito de la grama sacó su barrita de estaño y principió a hacer los arreglos para el trabajo que le dejaría unos centavitos. Colocó una escalera y subió hasta donde efectivamente estaba el canal averiado y con el agujero que producía la gotera de invierno. El trabajo fue fácil y rápido pero que el prolongó más de la cuenta para justificar los cincuenta centavos por el servicio prestado. La señora se miraba con proporciones y había que aprovechar, ya que de haber sido allá por el callejón de San Gaspar, lo más que le hubieran dado habrían sido unos quince centavos.
Cobró el pequeño emolumento y salió radiante de la vieja casona rumbo al mercadito del Calvario, donde comería de lo bueno complementando la sobremesa con un delicioso cigarrillo «Payaso». Anastasio Rodríguez, el viejo soldador de la Avenida de la Castellana parecía que iba a reventar de la gran comida que se recetó en el comedor «El DuIce Nombre» de fama nacional por sus platos regionales, los pasos le llevaron a tomarse un traguito con unos amigos a una pequeña cantina del Callejón del Castillo y posteriormente a un lugarcito para dormir en las gradas del extinto Calvario.
En esas gradas legendarias y ya desaparecidas por la acción de la piocha y moderna urbanización, meditaba don Tacho fumando su cigarrillo, allí con el techo de las estrellas y el cantar lejano de los gallos pensaba en un mañana mejor que quizá nunca llegaría. Siempre registraba sus instrumentos de trabajo para hacer el recuento y prepararse para el trabajo; pero noto que la barrita de estaño no le aparecía por ningún lado y haciendo cerebro recordó rápidamente que la había dejado en el canal de la casona vieja de la Calle Marconi.
Apenas pegó los ojos don Tacho y ya había amanecido, quizá por la vejez padecía de insomnio y había noches que se las pasaba en vela …
El batón del policía lo sintió en las costillas y era señal inequívoca que había que abandonar el lugar; los carruajes con movimiento acostumbrado iban de un lado a otro y unos cocheros enganchaban las bestias muy cerca de allí en el callejón de «Los fotógrafos».
Matías, el barbero, sacudía su manta blanca abriendo muy temprano su salón para los clientes madrugadores. Cada sacudida que daba soltaba olor a brillantina y talcos perfumados.
Don Tacho bajaba pausadamente las gradas del viejo Calvario con la vista fija rumbo a la 6a. Avenida, cada paso que daba le pesaba como su existencia, se sentía viejo y cansado y los trabajitos poco o nada daban para vivir. ¡Cómo envidiaba a don Luis Del Río, que ya regresaba en su pequeño «Lando», de dar el paseo matinal.
Sacando fuerzas de flaqueza, don Tachito empujo la hoja que el aire cerraba débilmente y el gran portón se abrió de par en par al momento que crujía por la resequedad de sus bisagras, aquellas escaleras que un día antes, el vio lustrosas, hoy aparecían a su vista como si nunca las hubieran limpiado y en el suelo lleno de telarañas, el busto que le asustó pocas horas antes, parecía nuevo. Se fue internando en la casona y cuando llegó al jardín, todo era pasto crecido, polvo y vidrios rotos, allí estaba la escalera que un día antes había usado. Con miedo miró hacia arriba, allí estaba el canal reparado, colocó la escalera y subió pausadamente, su sorpresa fue grande cuando vió la barrita de estaño y el agujero tapado.
Don Tachito perdió la vergüenza y del puro miedo le pidió para el trago al hombre que cuidaba la casa, salió disparado y no parando, hasta quedar exhausto en un asiento del viejo parque Navidad. Allí lo levantaron muerto.
Unos se hacían la conjetura que había muerto de goma Yo sé que murió del susto.
Gaitán, H. (1981). La Calle donde tú vives. Guatemala: Editorial Artemis y Edinter, S.A.
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Cualquiera a tenido en sus manos un pequeño aparatito para sacar fotografías, hasta un niño ha manipulado el mencionado artefacto, pero algunas veces una cámara puede ser la perdición de un hombre, como en el caso siguiente que alguien me contó y yo lo narro a Uds., tal como sucedió.
Jaime era uno de esos muchacho que siempre están a la moda y las camaritas de cajón eran la novedad en Guatemala, quién sabe como hizo, pero la realidad fue que, de la noche a la mañana, resultó con la presunción de que tenía una cámara de sacar fotografías, los muchachos del barrio, siempre embelequeros, le suplicaban mostrara el aparato.
Jaime era tan presumido que en su pequeño cerebro imaginaba que, una película filmaba cuando de sacar una simple fotografía se trataba; los escenarios que escogía eran siempre los sitios más visitados dominicalmente, por los capitalinos: El Cerrito del Carmen, El Parque Central, El Hipódromo o La Aurora.
Allá iba con la cantidad de amigos que con el interés de salir en una amarillenta y borrosa fotografía, le seguían con sus mejores galas para posar ante la cámara del amigo. Y como todo es novedad en nuestro medio, el simple hecho de poseer una cámara fotográfica le daba ciertos privilegios al presumido del Jaime, por ejemplo: le invitaban a días de campo, a reuniones familiares, con tal que tomara una foto para recuerdo.
Se fue haciendo de alguna fama de barriada, que pronto cundió la noticia que él tomaba las mejores fotografías de cajón en los cuatro puntos cardinales de la pequeña capital guatemalteca.
—Mejor poné un tu estudio —le decía su madrecita—, noble, anciana que vivía del lavado de ropa ajena o haciendo servicios por día en casas grandes. Estas embelequeras patojas, ya no dejan en paz a mi muchacho —decía doña Encarnación—, siempre que saludaban a Jaime las señoritas del barrio.
Lo que a ella no le gustaba realmente, era que una «Pezpita» le andaba cusquiando al muchacho y este ya no cabía de orgullo. Pero todo era pasajero, el hijo de doña Encarnación estaba enamorado pero de otra que según los «decires», vivía por el Callejón Delfino.
Al muchacho se le vio muy cambiado en los últimos días ya que evadía al grupo y su preferencia era una patoja que él mencionaba mucho, pero que realmente nadie de los del barrio conocía.
Los domingos, muy temprano, después del baño, se asicalaba bien, tomaba el desayuno y marchaba rumbo al extinto Callejón Delfino, en una esquina esperaba a la guapa muchacha, fumando desesperadamente hasta que la divisaba a lo lejos, y levantando la mano la saludaba cortésmente.
Nunca supo realmente Jaime, de qué casa salía su novia; aquella mujer que había sido la causa de que dejara al grupo d muchachos del barrio y se entregara en cuerpo y alma a sus caprichos.
Por espacio de largos 15 días, el muchacho reunió una regular cantidad de dinero para que un domingo cualquiera fuera al Lago de Amatitlán a dar un paseo y como asunto ya tradicional tomar algunas fotografías. Doña Encarnación le pidió una noche de tantas, que quería conocer a la patoja porque ella por su edad y conocimiento, sabría decirle si le convenla o no.
—Primero se la voy a traer en fotografía, le decía tentativamente Jaime, pensando que para la autora de sus días, ninguna muchacha por buena y honrada que fuera, siempre le encontraría algún defecto.
Los días fueron pasando, y finalmente, llegó el ansiado domingo que fue iluminando las húmedas calles de Guatemala con un tibio sol que penetraba por las ventanas y callejones.
Jaime como de costumbre se levantó temprano y tomó su cámara para revisarla minuciosamente; el rollo únicamente tenla dos fotografías las cuales usaría en el ansiado viaje a Amatitlán.
El rollo era caro, y no podía darse el lujo de comprar otro pues el que ten la dentro de la cámara, contenía otras fotografías de la chica, tomadas en diferentes sitios donde habían asistido en calidad de paseo.
El clásico jaloneo del viejo bus emprendió la marcha dejando atrás el entronque de las «Cinco Calles». La Avenida Bolívar fue quedando lejos, y las majadas ofrecían su polvoriento camino al destartalado aparato que repleto de turistas buscaba la soledad del lago, el embrujo de la naturaleza; aburridos quizá, del «bullicio de la ciudad».
Cuando el chofer sonaba la bocina en cada recodo del camino, parecía graznido de pato. Como a la media hora fueron pasando por Villa Nueva y al frenazo brusco de la camioneta, un enjambre de vendedoras invadieron las ventanas del vehículo, para ofrecer sus mosquiados y polvorientos alimentos…
Había de todo; huevos duros con tortilla y chirmol, pan con frijoles, tostadas, y hasta elotes cocidos; lo único que hacía falta para engullir tanta comida, era el bendito pisto, que no iba numeroso, que digamos, en las bolsas de aquellos «felices turistas».
Cuando llegaron al Lago de Amatitlán, Jaime y su novia, fueron los primeros en salir y desentumecerse las piernas, después del largo viaje, desde la capital de la República. Nuevamente los grupos de vendedoras, ahora de pepitoria y dulces regionales les asaltaron, con el fin de que probaran la «Chancaca» que acababa salir.
Era muy temprano. La pareja alquiló una lancha y se internó lago adentro, con el objeto de estar más cerca de la naturaleza, y disfrutar plenamente de aquel inolvidable domingo.
Estuvieron en varios sitios, fueron al Castillo. El pobre muchacho, sacando fuerzas de flaqueza, la llevó a dar un paseo por el «Relleno»; por la tarde dispusieron, después de un suculento almuerzo, tenderse cuan largos eran, en una grama tan verde, que contrastaba con el blanco vestido de María Ledesma.
—Quédate allí como estás, le dijo Jaime— no te muevas, quiero sacar la mejor fotografía para mostrársela a mi madre—. La patoja sonrió picarescamente y el clásico «Clic» de la cámara, sonó calladamente perdiéndose en las quietas aguas del Lago de Amatitlán.
La fotografía fue tomada y todo se agasajó con una sonora carcajada; como dos chiquillos corretearon por la grama verde; cansado y sudoroso, Jaime quedó tendido, y ella con sus manos finas, llegó junto a él para acariciarlo y hacerle cosquillas con la punta de sus dedos largos y puntudos.
Jaime se fue quedando profundamente dormido, sólo el viento tibio le levantaba un riso que coquetamente usaba en la frente, pero a los pocos momentos, aquel tibio aire se tornó en frio, y cuando despertó, todo era soledad y silencio. La tarde había caído y las sombras de la noche iban cubriendo el pequeño valle.
— ¡María, María!, gritó por todos lados Jaime sin encontrar respuesta a sus gritos, dispuso finalmente emprender el regreso y a duras penas, tomó la última camioneta que regresaba a la capital.
El muchacho buscaba entre los pasajeros a María, pero en vano, sus ojos no encontraban al ser querido, y con un poco de cólera y pena a la vez, pensaba mil cosas ¿se metería al lago y se ahogó?, ¿o se regresó burlándose de mí, dejándome dormido? Muchas eran las preguntas que Jaime se hacía, mortificándose con las mismas.
Finalmente, llegó a su casa, donde la madrecita le esperaba con la cena caliente y el beso de las buenas noches. Doña Encarnación, le preguntaba por la desconocida, pero el muchacho no contestaba; pasaron los días y las semanas y por más vueltas que Jaime dio por el Callejón Delfino, no encontró a la mentada patoja. Por último dispuso desarrollar el rollo, que fue a dejar a uno de sus amigos, que laboraba en tales menesteres.
—Hoy si vas a conocer a la traidora que tengo, le dijo al entregarle el rollito.
Como a los tres días, Vicente buscaba afanosamente a Jaime para entregarle las fotografías y felicitarle por lo bueno que estaban.
Con las manos temblorosas Jaime tomó el paquetito y extrajo las fotografías, pero sus facciones empezaron a palidecer cuando vio que, efectivamente, las fotografías del lago, estaban con toda su belleza y paisaje, pero el objeto principal, ¡María Ledesma!, no aparecía en ninguna de ellas.
El tiempo pasó. Un día de tantos, en un periódico capitalino salía la esquela luctuosa, donde invitaba conocida familia a misa de réquiem por el eterno descanso del alma de quien en vida fuera su hija: MARIA LEDESMA, fallecida trágicamente, y por cumplirse el 7o. aniversario de su deceso. Jaime para corroborar lo leído, fue a la misa que se celebraba en Santo Domingo, y, allí platicó con un pariente de la finada, quien le narró, que ella había muerto ahogada en Amatitlán hacía siete años.
—Le comprendo, joven, dijo el pariente y prosiguió —No es Ud. el primero que sufre de esta alucinación, a varios a llevado, quién sabe con qué intenciones, la finada al Lago de Amatitlán. Jaime no espero más, con las manos entre la bolsa y con la vista
la banqueta, se marchó del sitio, con el pensamiento puesto en la mujer más bella que jamás había conocido.
Gaitán, H. (1981). La Calle donde tú vives. Guatemala: Editorial Artemis y Edinter, S.A.
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—Dame otro trago y dejate de babosadas.
Como a la media hora, Justino salió trastabillando rumbo al Cerrito del Carmen, para luego hacer un rodeo y salir a la avenida Juan Chapín, y llegar a su casa.
Pero como cuando uno anda bolo, no falta algún malcabresto que lo invite a otro trago. Ala media cuadra encontro a José María Gutierrez un amigo de infancia de muy buena posición económica que desde la mañana había roto «la fuerza». Haciendo «ochos» en la acera, siguieron caminando rumbo a la casa de la novia de Justino, situada allá por la extinta «Calle de Las Tunchez… Aunque ya Ia había pedido en matrimonio los tatas de la patoja no estaban muy de acuerdo en las relaciones del muchacho. Es más, ya el padre de ella había suspendido las relaciones, porque éste sólo bolo vivía y no se le miraba ninguna seriedad.
—Mejor quedate para vestir santos, pero nunca para desvestir bolos —decía en voz Baja la niña Trini—, madre de la patoja. Recalcaba nuevamente: —míraten en el espejo de tu hermana, desde que se casó con el borracho del Armando jamás ha sabido que es ponerse un trapo nuevo, ya, con el que viene, son cuatro patojos.
La muchacha se quedaba callada pero en el fondo seguía queriendo a Justino, a pesar de sus defectos y problemas que le acarreaba y se resignaba pensando que quizá al «juntarse con él», por la pena, cambiaría de vida y todo sería distinto.
Los gritos de Justino, inquiriendo por la novia, despertaron al pacífico vecindario de «La Calle de las Tunchez».
—Aquí está Justino Cabrera, el más guapo de la Parroquia —gritaba a todo pulmón—. Salí Güicha, que aquí te estoy esperando y hoy de una vez por todas te tenés que decidir, o tus tatas o yo.
Don Joaquín, con todas las fuerzas de su alma, hubiera querido salir a romperle el alma al que en forma tan burda pretendía a su hija y de paso les insultaba a grito abierto.
—Mejor déjalo que se vaya, decía la abnegada esposa y calmándolo le quitaba la fisga de la mano para guardarla en el cofre nuevamente. La Güicha lloraba desconsolada y no se resignaba a aquella escena que se repetía cada ocho días, cuando el novio tomaba más de la cuenta.
El tiempo fue pasando con su cuenta de días, minutos, horas y segundos. A la patoja se le vio más cambiada y alegre, no faltó quienes dijeran que ya tenía otra su ilusión, porque el pobre de Justino ya no se le volvió a ver el cacho por el barrio.
Y efectivamente había alguien más que ahora se interponía entre aquellas dos personas que se amaban entrañablemente, lo habían visto llegar subrepticiamente hasta el balcón de la vieja casona y lo que es mejor, lo habían visto tocar lindas melodías con su guitarra, que dejaban con la boca abierta a la Güicha. El cuerpo del nuevo pretendiente más parecía de un enano que de un hombre normal, su enorme sombrero con lentejuelas le brillaba con la luz de la noche chapina.
Cuando don Joaquín se enteró del nuevo pretendiente no tuvo más que reprender a la muchacha y hacerle ver las cosas, pero ella se mantenía como retraída, como flotando en el espacio, haciendo caso omiso de lo que su padre con sabia razón le manifestaba, y cuando vieron la cosa seria, solicitaron los servicios de la comadre que con las mismas cosas se había visto en cierta ocasión en trapos de cucaracha.
Cuando llegó la comadre, lo primero que les dijo fue lo siguiente:
—Dejémonos de cuentos, es el mentado Sombrerón el que está queriéndose ganar a la patoja; de hoy en adelante esto queda en mis manos y ya veremos quien es quien, porque lo que es a mí; ningún enviado del demonio me asusta con el petate del muerto. La incertidumbre quedó flotando en la casona solariega y colonial.
—Lo primero que hay que hacer es ir a buscar al bolo del Agustín, para una treta que le vamos a preparar al Sombrerón y después asunto concluido.
La comadre regresó como a las 8 de la noche con una bolsa y un pequeño canasto conteniendo unas yerbas y una botella de agua bendita que consiguió con el padre de La Merced. Mientras tanto a Justino no lo encontraban por ningún lado en la «Torre de Oro», dijeron que había llegado un rato por la tarde, pero que se había marchado con unos amigos bastante temprano.
Don Joaquín, con un amigo, siguieron buscando a Justino y no fue hasta que pasaron frente al Teatro Colon, cuando oyeron sus risas y gritos escandalosos que al unísono coreaba con sus amigotes.
Don Joaquín meditaba a cada instante, como iba ser para entablar conversación con el novio de su hija cuando el había sido el de la idea de correrlo de la casa. Se quedó meditando y haciendo como que pasaba por el lugar de reunión, pasaron al fin con el amigo, a corta distancia.
De la rueda de hombres que allí había salió una voz ronca y varonil que a don Joaquín le sonó a gloria:
Don Joaquín haciéndose el disimulado, volvió la mirada al grupo y dirigiéndose a Justino le dijo:
—Pero muchacho ¿por qué no te he visto la cara por la casa?, la pobre Güicha te ha extrañado mucho.
Justino se quedó de una pieza ante semejantes aseveraciones, se volteo se convirtió en cordero manso y sosegado.
Volvió don Joaquín. —Olvídalo muchacho, olvídalo, y que mejor para cicatrizar ofensas, que tomarnos un trago donde Mamá Choma.
Todos aplaudieron la idea y caminaron rumbo a la famosa fonda de antaño: «La Torre de Oro», mientras en el cerebro de don Joaquín se tendían mil proyectos para llevar antes de las 12 de la noche a Justino, siguiendo las instrucciones de la comadre que le tenía tendida una trampa al Sombrerón.
Cuando sonaron las 11 en el reloj de la Catedral todos estaban más allá que acá y fue cuando don Joaquín, que se mantenía lúcido y a la expectativa, pagó la cuenta y aprovechó el plan para sacar a Justino. Ahora con rumbo a la casa para iniciar contra el espíritu de nuestra historia. Justino aceptó de buena gana y ahora prendido del brazo de su futuro suegro, salió de la fonda cruzando calles empedradas y rebotando en antañones balcones mudos testigos quizás de miles de cuitas de amor.
Tuvieron que entrar por la puerta de atrás, para que la Güicha no se diera cuenta y espera a que llegara el Sombrerón para darle la caída. En el contragolpe tenia destacada actuación Justino. El novio saldría con una cruz en el pecho, misma que al ver el espanto le haría desistir en sus intentos de enamorar a la Güicha. Lo anterior se complementaría con la quema de chile verde y las cruces de ceniza en el patio.
Después de haberle prometido don Joaquín a Justino, que le permitiría la entrada nuevamente a la casa si salvaba a su hija del requerimiento del Sombrerón, este aceptó y tomando la cruz en sus manos espero la llegada del personaje junto con la comadre. Finalmente dieron las 12 de la noche y la guitarra principio a dejar escuchar dulces melodías, aquella era señal inequívoca que dentro de la casa ya estaba el mentado Sombrerón.
— ¡Condenado, infeliz! —grito la comadre—, mientras que Justino salía con la cruz en el pecho y poniéndosela enfrente al maligno espíritu, El Sombrerón cayó al resbalarse en un ladrillo, y salió en carrera rumbo al norte. La Güicha cayó en desmayo y no fue sino después de quince minutos cuando volvió, todo fue cambiando poco a poco, daba la impresión que había estado como hipnotizada y abrazando fuertemente a Justino todo se solucionó. El novio volvió a llegar regularmente a la casa, ya con el consentimiento de don Joaquín y doña Trinis, que jamás olvidaron aquella rara aventura.
Gaitán, H. (1981). La Calle donde tú vives. Guatemala: Editorial Artemis y Edinter, S.A.
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