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En cierta ocasión, hace de esto mucho tiempo, el futuro Buda nació en forma de liebre.

Vivía en un bosque, en cuyos linderos había una montaña, un río y un pueblo. Pero en aquel mismo bosque vivían otros tres animales: un mono, un chacal y una nutria.

Los cuatro animales eran buenos amigos y compañeros. Durante el día, cada uno de ellos cazaba y vivía a su propio modo, pero por la noche, se reunían para charlar un rato. Sin embargo, la liebre, debido a que sus camaradas la consideraban más sabia, era casi siempre quien llevaba la voz cantante en todos los asuntos. Ella les enseñaba también la doctrina y les exhortaba a seguirla.

— Dad limosnas —les decía—, guardad los preceptos, observad los días de ayuno.

Una de las veces que estaban reunidos, el futuro Buda miro al cielo para contemplar la luna y, al mi­rarla, se dio cuenta de que al día siguiente sería de ayuno.

—Mañana debemos ayunar —les dijo a sus compañeros—. Todos tenemos la obligación de observar este precepto. Y, como dar limosnas en ese día trae grandes recompensas, si alguien os suplica un presente, dadle in­cluso una parte de vuestra propia comida.

—Así lo haremos, amiga liebre —le respondieron los otros animales yéndose cada cual a su guarida para pa­sar la noche.

Al día siguiente, la nutria se despertó muy temprano y se dirigió directamente a las orillas del cercano rio a buscar alimento. Al llegar allí vio a un pescador que había cogido siete pescados rojos y los estaba ensartan­do en un sarmiento. Una vez hecho esto los enterró bajo la arena y continuó pescando a lo largo de la orilla del río.

Naturalmente, la nutria se dio cuenta, por el olor, de donde estaba enterrado el pescado y al ver lejos al pescador escarbó en la arena hasta dejar los peces al descubierto. Luego, y por tres veces, gritó sin que nadie pudiera oírla:

  • ¿Tiene dueño esto que esta aquí?

La astuta nutria esperó un rato, y como no recibiera ninguna respuesta, ni apareciese nadie a recogerlo, asió el sarmiento con los dientes y arrastró su presa hasta su madriguera. Sin embargo, al llegar allí, dejó los peces en un rincón sin atreverse a tocarlos, pues recordaba lo que la liebre había dicho y deseaba guardar los pre­ceptos.

  • Los comeré cuando acabe el ayuno —pensó.

También el mono se internó en el bosque en busca de comida. Cuando halló los mangos que le parecieron a su gusto, arrancó un racimo del árbol y se lo llevo a su casa. Creyó igualmente que era su deber no tocarlos hasta que hubiera pasado el día de ayuno.

  • Aunque tengo hambre —pensó— la aplacaré a su debido tiempo.

El chacal, por su parte, salió también a ver qué en­contraba. Y andando, llego a la cabaña de un guardabosque. Penetró con cautela en su interior y, rebuscan­do por todas partes, halló un tarro de manteca agria, dos trozos de carne asada y uno de iguana. El chacal, al igual que la nutria, antes de tocar las cosas, gritó por tres veces:

— ¿Tiene dueño esto que esta aquí?

Y como no obtuviera contestación, se colgó el cordón que servía de asa del tarro alrededor del cuello, cogió la carne y la iguana con los dientes, y se lo llevó todo a su madriguera. Pero tampoco el chacal probó bocado. Se acordaba del día que era y quería guardar el ayuno.

—Lo comeré a su debido tiempo —se dijo.

Sin embargo, el futuro Buda, es decir, la liebre, no se movió de su guarida. Tenía el propósito de permane­cer en ella hasta que pasara el día, para cumplir de esta forma el precepto divino.

Y mientras yacía en el suelo descansando, le vino a la mente una idea: ¿Qué podría ofrecer si venia al­guien a pedirle comida? No poseía nada. ¿Nada?

—Si alguien viene a pedir —se dijo con resolución – ­le daré mi propia carne.

El trono de mármol de Brahma se sintió conmovido por el ardoroso ímpetu con que aquella liebre ofrecía su sacrificio. Y, queriendo saber si era cierta y sincera su resolución, se disfrazó de bonzo y quiso poner a prueba por sí mismo la promesa de la liebre.

Primeramente visitó a la nutria. Esta, al ver al monje sentado a la puerta de su casa, le preguntó:

— ¿Qué haces aquí?

—Si tuviera tan solo un poco de comida —respondió el bonzo— podría guardar mis votos y cumplir mis deberes.

—No te preocupes, yo te daré comida —contestó la nutria—. Aquí tengo siete peces rojos que encontré en­terrados esta mañana en las arenas del rio.

—Gracias, amiga –le replicó el monje—. Te estoy muy agradecido. Volveré por ellos más tarde. Mañana tal vez. Hoy tengo que cumplir el ayuno.

Después de despedirse de la nutria, se fue a ver al mono y al chacal. Los dos animales al verle le ofrecieron su comida en cuanto hizo su petición. Sin embargo, también a ellos, les dijo lo mismo que a la nutria.

Sin pérdida de tiempo se fue a ver a la liebre. Cuan­do ésta oyó las suplicas del monje budista, se puso muy contenta.

—Has hecho bien en venir a mí para que te diera de comer —le dijo—. Hoy, por ser día de ayuno, me siento más generosa que otras veces, y te ofreceré algo que jamás di antes. Incluso con ello te ayudaré a man­tener los preceptos de no hacer daño a ninguna criatura viviente.

–¿Qué quieres decir? —replicó intrigado el bonzo.

—Amigo mío —respondió la liebre—, ye y haz un fuego en un claro del bosque. Cuando haya un buen lecho de brasas refulgentes, ven a buscarme. Saltaré entre ellas y te ofrendaré mi vida. Y cuando veas que mi cuerpo está suficientemente asado, come de mi carne y cumple después con tus deberes de monje.

Así se hizo. El sacerdote, con su mágico poder, encendió en seguida un montón de brillantes ascuas. Lue­go fue a visitar al futuro Buda, que se levantó rápidamente de su lecho de hierbas y le siguió hasta la ho­guera.

Antes de tirarse al fuego, sin embargo, se sacudió tres veces diciendo en voz alta:

— ¡Voy a perecer! Si algún insecto hay en mi piel, no tengo derecho a hacerle morir conmigo. Que se vaya si quiere.

Acto seguido, esclava de su bondadosa liberalidad, se arrojó a las ardientes brasas con la misma delicia que una abeja se posa en el corazón de una flor para libar.

Aquel fuego, sin embargo, no le llegó a chamuscar ni siquiera un pelo. Antes al contrario, al arrojarse en él, le pareció que se sumergía en un lecho de blandas y frescas nubes. Entonces miró al monje extrañada y dijo:

— ¿Quién eres tú? El fuego que encendiste esta tan frio que apenas ha caldeado mi cuerpo. ¿Qué significa este prodigio?

—Soy Brahma —respondió el monje—, y vine a po­ner a prueba tu promesa.

A lo que replicó el futuro Buda con voz de trueno:

—Señor, si todos los seres que habitan en el mundo trataran de poner a prueba mi prodigalidad, no descubrirían en mí falta alguna de inclinación a dar.

—Prudente y sabia eres, liebre —dijo Brahma—. Yo haré que tu virtud sea proclamada por todos los con­fines del mundo y aún más allá.

Entonces cogió una enorme montaña, la estrujó entre sus poderosas manos, y del jugo que estrajo de ella dibujo una liebre en el disco de la luna.

Después de hacer esto, ordeno a la liebre que se internara en lo más intrincado del bosque, e hizo crecer allí hierba adecuada para su alimento. A continuación se despidió de ella y partió hacia las celestiales mansiones.

Y por guardar los preceptos, los cuatro animales de esta leyenda vivieron feliz y armoniosamente en aquellos parajes.

 

Bibliografía

Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.