Una de esas leyendas del México antiguo que bastante tiene de horripilante: El origen de la Luna. Se refiere “al primer crimen, a la primera sangre del hombre bueno derramada sobre la tierra”, y un prosista mexicano, contemporáneo nuestro, Francisco A. Loayaza, comienza a relatar así: “Es el caer de la tarde, en los primitivos tiempos de los que, a duras penas, recuerda la memoria de los hombres.
En un sitio descampado del bosque, lejos de las chozas del poblado, los hermanos de Baipira le degüellan a machetazos, siendo el más pacífico y el más bueno de la tribu kachinawa.
Su cuerpo cae de espaladas. La cabeza desprendida rueda por el suelo, enrojeciéndolo con pequeños charcos de sangre. Y mira, fijamente, con los ojos desorbitados, a los fratricidas. Y llora. Y el viento le agita los cabellos, que le enjugan las postreras lágrimas.
En el rostro lívido de la cabeza degollada, las líneas simbólicas del tatuaje bicolor se animan y ondulan como ofidios, o se contraen, semejando garras moribundas.
Y tiemblan de pavor y de asombro los asesinos.
La cabeza degollada sonríe, entonces una sonrisa negra. Esa sonrisa temible de las tribus amazónicas, que acostumbran a teñirse los dientes con negros barnices.
Los matadores, rompiendo las malezas, cavan apresuradamente un hoyo. Arrojan adentro primeramente el cuerpo y después la cabeza de Baipira. Y echan encima tierra, mucha tierra, y troncos de árboles. Y luego tornan a sus cabañas, siguiendo la ruta del Sol que ya declina.
Pero…al volver la cara atrás, ven que brota de su entierro la cabeza de Baipira, y que, rodando de un lado para otro, sigue tras ellos.
Y se internan en el bosque. Y se arrojan al río nadando presurosos. Y al llegar a la otra orilla ven, aterrorizados, que allí también está la cabeza perseguidora con su sonrisa negra”.
Para abreviar me limitaré a decir ahora que cuando los asesinos, huyendo siempre aterrorizados de aquella cabeza que anda y habla, se refugian en las chozas de su tribu, reclamando a gritos el auxilio de todos sus habitantes, la cabeza parlante les dice: “¡Oh, kachinawas! Me han muerto injustamente. Me han degollado, envidiosos y cobardes. Y por eso he adquirido el poder de transformarme según mi voluntad. ¿Y en qué te transformaras? – irrumpe el más viejo y tatuado de la tribu.
Y responde la cabeza: “Si me transformo en pez, me pescarían para alimentarse; si en agua, me beberían para calmar la sed; si en el Sol, me aprovecharían para calentarse en las estaciones frías. Pero no será así. ¡Los fratricidas no merecen beneficios, sino terribles castigos!
¡Voy a transformarme en Luna…! ¡Ay de los kachinawas fratricidas! Por sus culpas las serpientes se multiplicarán; los ríos saldrán de cauce, y arrasarán las sementeras; las maderas de las canoas se pudrirán; las semillas en los sembríos no germinarán. Y vendrá una plaga más fuerte y más terrible. La plaga de unos hombres blancos. ¡Ellos robarán vuestros hijos, violarán vuestras mujeres y os matarán sin misericordia!
Y diciendo esto, grita suplicante – Denme un rollo de hilo -. Y lo que ha pedido le alcanza una anciana. Luego la cabeza lanza un silbido. Y se oye como si una flecha emplumada atravesase el espacio. Aparece, batiendo las alas, el urubú, el ave divina. Y toma con el pico un extremo del hilo, del rollo que trajo la anciana, y vuela hacia el cielo desenrollándolo.
Después la cabeza de Baipira toma el otro extremo con los dientes y lo engulle poco a poco. La delgada cuerda sale por entre el cuello cercenado que aun gotea sangre.
Y así, entre el asombro de la tribu, la cabeza de Baipira va alzándose lentamente, engullendo la cuerda, rumbo hacia las nubes. Y más arriba, muy arriba, se transforma en la Luna. Sus ojos se desprenden y se convierten en dos estrellas. Y las gotas de sangre de su cuello se extienden y se esfuman en la inmensidad de los cielos hasta formar un arco iris”.
Perés, Ramón. (1973). La Leyenda y el Cuento Populares. Barcelona: Editorial Ramon Sopena, S.A
Fue al caer de la tarde, en los primeros tiempos de los que, a duras penas, recuerda la memoria de los hombres.
En un sitio descampado del bosque, lejos de las chozas del poblado, los hermanos de Baipira le degollaron a machetazos, a pesar de ser el más bueno y el más pacífico de la tribu mejicana de los kachinawas.
Su cuerpo cayó de espaldas. La cabeza desprendida rodó por el suelo, enrojeciéndolo con pequeños charcos de sangre. Y miraba, fijamente, con los ojos desorbitados, a los fratricidas. Y lloraba. Y el viento le agitaba los cabellos, que le enjugaban las postreras lágrimas.
En el rostro lívido de la cabeza degollada, las líneas simbólicas del tatuaje bicolor se animaban y ondulaban como ofidios, o se contraían, semejando garras moribundas. Y luego la cabeza exclamó:
— ¡Ay de mis hermanos kachinawas!
Y temblaban de pavor y de asombro los asesinos.
La cabeza degollada sonrió, entonces, con una sonrisa negra. Esa sonrisa terrible de las tribus amazónicas, que acostumbran teñirse los dientes con negros barnices.
Los asesinos, rompiendo las malezas, cavaron apresuradamente un hoyo y arrojaron primeramente el cuerpo y después la cabeza de Baipira. Y echaron encima tierra, mucha tierra y troncos de árboles. Y luego regresaron a sus cabañas, siguiendo la ruta del Sol, que ya declinaba.
Pero… al volver la cara atrás, vieron que brotaba de su entierro la cabeza de Baipira, y que, rodando de un lado para otro, seguía tras ellos.
Corriendo, se internaron en el bosque y se arrojaron al río, nadando presurosos. Y al llegar a la otra orilla vieron, atemorizados, que allí también estaba la cabeza perseguidora con su sonrisa negra.
Los asesinos, huyendo siempre aterrados de aquella cabeza que les seguía y hablaba, se refugiaron en las chozas de su tribu, reclamando a gritos el auxilio de todos sus habitantes, pero la cabeza parlante les dijo:
— ¿Y en qué te transformarás? —le interrumpió el más viejo y tatuado de la tribu.
Y respondió la cabeza:
La cabeza hizo una pausa, miró fijamente a todos los reunidos y prosiguió con voz lúgubre:
—Voy a transformarme en luna… ¡Ah de los kachinawas fratricidas! Por su culpa las serpientes se multiplicaran; los ríos saldrán del cauce, y arrasaran las sementeras; las maderas de las canoas se pudrirán; las semillas en los sembrados no germinaran. Y vendrá una plaga más fuerte y más terrible. La plaga de unos hombres blancos. ¡Ellos robaran vuestros hijos, violaran vuestras mujeres y os matarán sin misericordia!
Y diciendo esto, gritó suplicante:
—Dadme un rollo de hilo.
Una anciana le alcanzó lo que pedía. Entonces la cabeza dio un silbido y se oyó como si una flecha emplumada atravesara el espacio. Inmediatamente apareció, batiendo alas, el uribú (especie de buitre americano), el ave divina. Y tomando con el pico un extremo del hilo, del rollo que trajo la anciana, voló hacia el cielo, desenrollándolo.
Después, la cabeza de Baipira tomó el otro extremo con los dientes y lo engulló poco a poco. La delgada cuerda no tardó en salir por entre el cuello cercenado que aún goteaba sangre.
Y así, entre el asombro de la tribu, la cabeza de Baipira fue alzándose lentamente, engullendo la cuerda, rumbo hacia las nubes. Hasta que arriba, muy arriba, se transformó en la Luna. Sus ojos se desprendieron para convertirse luego en estrellas.
Y las gotas de sangre de su cuello se extendieron y se esfumaron en la inmensidad de los cielos hasta formar el arco iris.
Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.
En toda la poesía a griega no existe una diosa más pura, virginal y hermosa que brille como Artemisa, la hermana gemela de Apolo.
Artemisa era hija de Zeus y de Leto, y quizá por ser melliza de Apolo la variedad de facetas, de dones, de atributos, es decir, la complejidad de este dios flechador y hermoso, la encontramos asimismo en ella en muchísimas ocasiones.
Diana nació en primer Lugar. Y al considerar las muchas penas y molestias que había pasado su madre, Leto, al dar a luz, pidió a su padre Zeus que le permitiese permanecer siempre soltera, lo que le fue concedido, haciéndola diosa de los bosques y de la cacería en la tierra. Su padre le dio por séquito sesenta ninfas, llamadas Océanas u Oceánidas, y otras veinte llamadas Asías, y en el cielo la constituyó en Luna.
La caza era su constante ocupación, por lo que se la representa con una túnica corta, recogida por un lado, llevando arcos y flechas, con la media Luna sobre su frente y perros de caza a su alrededor.
En una ocasión en que cazaba por los bosques, Acteón, hijo de Aristeo y de Antonea y nieto de Cadmo, faltó al respeto a Diana y a sus ninfas. La diosa, para castigar semejante desacato, le transformó, en venado, y sus propios perros le destrozaron y devoraron.
Esta diosa cazadora de los pies ligeros no era, en definitiva, sino el doble femenino de su hermano Apolo. En muchas ocasiones se dejaba llevar por su carácter cruel y sanguinario.
A Orión, per ejemplo, el hermoso cazador gigante, le mató haciendo que le picara un escorpión que lanzó contra él, porque se había atrevido a desafiarla a tirar el disco.
El ser la diosa de la luz pura y fría del astro de la noche, la Luna, transformó a Artemisa en una casta virgen que jamás gozó de las delicias del himeneo, aun cuando tampoco de las torturas que a veces acarrea el amor.
Se decía que esta castidad, que en ella llegaba a verdadero odio a los hombres o al sexo contrario al suyo, provenía de haber asistido a su madre Leto, en el parto de su hermano Apolo.
Al parecer, las angustias y dolores de que entonces fue testigo la apartaron, para siempre, de toda inclinación hacia el contacto carnal y la hicieron cruel con cuantos quedaban seducidos por su extremada hermosura.
Diana era en Roma la divinidad que correspondía a la Artemisa griega. El más célebre de los templos que se erigieron en su honor fue el de Efeso, que pasaba por ser una de las siete maravillas del mundo. Su construcción duró doscientos veinte años.
Pero un día, Erostrato, hombre oscuro y vano, por el necio afán de que hablasen de él y fuese nombrado en la Historia, prendió fuego a aquel magnifico templo, la misma noche en que nació Alejandro Magno.
Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.
Próxima a la cuidad de Tandil, provincia de Buenos Aires, existía una roca enorme que los vientos, las lluvias y el calor atacaron durante milenios hasta transformarla en una piedra movediza que oscilaba constantemente, constituyendo de verdad una maravilla de la naturaleza. Así la encontraron los conquistadores españoles, y así permaneció hasta principios de siglo, hasta que un día, como un coloso herido de muerte, perdió el milagroso equilibrio de y cayó de su pedestal, despedazándose.
La explicación científica de su origen, debido a la intensidad del proceso erosivo, quizá no interese tanto como la que deban los indígenas.
Según ellos, en remotos tiempos, el Sol y la Luna habían sido esposos y, juntos o separados recorrían el cielo. Un día bajaron a la Tierra y además de crear cerros y montañas, formaron la inmensa llanura que conocemos con el nombre de pampa. Sobre ellas hicieron animales, pastos tiernos para los mismos, lagunas para mitigar la sed, y para culminar su obra, crearon también el género humano. Después de ello, volvieron a su celestial morada, desde donde vigilaban lo realizado, al mismo tiempo que el Sol daba a luz y calor durante el día y la Luna alumbraba por la noche la soledad del mundo.
Pasó mucho tiempo sin que nada anormal transcurriera, hasta que un día los indígenas de la pampa notaron menos luz, menos tibieza en los rayos solares. Miraron al inmenso cielo y con sorpresa un enorme puma con alas perseguía al Sol, tratando de darle muerte.
Se reunieron inmediatamente los guerreros más fuertes y hábiles de la tribu, después de deliberar brevemente decidieron atacar al mismo tiempo a la bestia, que seguía acosando al Sol, su creador. Prepararon los arcos, y las flechas ascendieron como rayos iluminados. Una de ellas atravesó e hirió gravemente al puma, que cayó sobre la tierra estremeciéndola.
Sus rugidos de animal herido e impotente recorrían en extrañas ondas la llanura, atemorizando a los hombres.
Ese atardecer, el Sol volvió a derramar su luz, y por la noche hizo lo mismo la Luna, pero, viendo que el animal aún se debatía en agonía y temerosa que reanudara la persecución de su amado, comenzó a arrojarle piedras para ultimarlo. Tantas tiró, que en pocas horas formó la larga cadena de las sierras de Tandil. La última cayó sobre la punta de la flecha que había herido al puma, y sobre ella quedo clavada oscilando a cada movimiento de aquel.
Así nació la piedra movediza de Tandil, y, según dicen los lugareños, en un momento de erguirse, la bestia consiguió derribar la roca que se apoyaba sobre su dorso, sin conseguir empero levantarse.
Honegger, S.A. Gran Manual de Folklore. Buenos Aires: Editorial Honegger.