Tag: misterio

El cerro atravesado se localiza en la parte este de la ciudad de La Paz Baja California Sur, muy cerca de la calzada Margarita Maza de Juárez conocida también como Alta Tensión. Hace 50 años cuando  todavía no se poblaba esa zona, las personas lo veían con temor y poca gente se atrevía a recorrerlo, por culpa de la siguiente leyenda.

“En el siglo XVI, cuando eran constantes los saqueos a los barcos por parte de los piratas, se dio un naufragio en el Golfo de Cortés, por el cual se dio la llegada del aventurero o pirata llamado Tefall Lamartine, junto a su compañero de aventuras. Los dos desembarcaron en una frágil canoa en Punta Prieta y de ahí siguieron su travesía a pie pasando por las orillas del pequeño poblado de La Paz.

Ambos cargaban un pesado cofre que contenía joyas de oro y plata que despertaban la codicia del compañero de Lamartine. Durante el duro recorrido se vieron envueltos en fuertes discusiones hasta llegar a un lugar del cerro atravesado donde hoy se ven unos viejos arboles de San Juan, donde continuaron discutiendo toda la noche.

Tefall era desconfiado y ambicioso, así que al dormirse su compañero, toma su pistola y lo asesina, después de esto cavo un profundo agujero donde enterró el cadáver junto al tesoro.

Han pasado muchos años y los caminantes que se acercan al sitio cerca de la media noche, ven en el tronco de uno de los arboles viejos una pequeña luz que indica donde está enterrado el tesoro. Se han realizado numerosas expediciones buscando el tesoro pero ninguna ha dado resultados, algunos aseguran haber visto al pirata que se aparece en las noches de luna y el espectro desaparece en los arbustos haciendo que los buscadores de tesoros huyan de inmediato.

Se cuenta que un grupo de personas en el que había niños incluidos, subieron el cerro atravesado y hallaron una losa semienterrada con dos eslabones de fierro, trataron entre todos de levantarla pero les fue imposible, decidieron volver al día siguiente con la herramienta necesaria, pero misteriosamente  por más que buscaron el lugar y la lápida, no dieron con ellos.

Increíble leyenda relatada por Leonardo Reyes Silva en su libro “Mitos, leyendas y tradiciones sudcalifornianas”, pero  en un periódico donado al Archivo Histórico Pablo L. Martinez, podríamos encontrar un increíble y probable desenlace a esta leyenda.

“Diario Ultimas noticias” 3 de Septiembre de 1959.
La noticia que nos podría dar la pista del destino del tesoro del Pirata Tefall Lamartine es la siguiente:

“Se sabe que dos Zacatecanos habían encontrado un tesoro en las cercanías del cerro “Atravesado”, este que había sido la obsesión de varios investigadores, fue encontrado a 300 metros del revolucionario Gregorio Osuna, situada a pocos metros de la colonia Olivos. Inmediatamente después de consumado el hallazgo los afortunados colonos pusieron pies en polvorosa, huyendo con el cofre. Esto que a muchos podría parecer una noticia descabellada fue asegurada por varios leñadores del barrio de la tenería quienes según ellos vieron de cerca la labor de rescate emprendida por los zacatecanos.”

Es un hecho que se encontró un tesoro en el cerro atravesado, solo queda el misterio si será del ambicioso Tefall que mantenía embrujado el cerro o algún otro entierro, lo único seguro es que ya sea que el tesoro siga o no en el lugar, no sería extraño seguir viendo el fantasma del pirata vagar por el cerro atravesado, ya sea cuidando su tesoro o buscándolo.

Compartida por: Gilberto Ortega Avilés

José Lino Manríquez Martínez nació en el pueblo de San Antonio el 3 de septiembre de 1855. Es esos agitados tiempos, Don José Miguel, papá de José Lino, participó activamente en la lucha contra el filibustero Juan Napoleón Zerman que ese año de 1855 tenía sitiada a la ciudad de La Paz. En apoyo al general Manuel Márquez de León y al frente de un pelotón de la guarda montada hizo prisioneros a los tripulantes de los buques piratas “Archibald Grace” y Rebeca Adams”, a quienes condujo al puerto de Mazatlán para su posterior envió a la ciudad de México.

La participación del sargento Manríquez Martínez en otras acciones lo hizo merecedor de ser nombrado Jefe de la Policía Montada del Real de San Antonio.

Corría el año de 1861 cuando el señor Manríquez fue enviado por la superidad a vigilar el transcurso ordenado de un evento social de relevancia: El matrimonio civil y eclesiástico del comerciante Miguel González Rodríguez, y la señorita Soledad Rufo Santacruz, acto apadrinado por el recién nombrado gobernador juarista Don Teodoro Riveroll.

El evento tuvo lugar en “El Novillo”, rancho cuyo propietario era Don Tomás Balarezo. Don Miguel, el novio, a quien Don José Miguel había proporcionado valiosos servicios, invitó a la familia Manríquez Martínez para que asistieran a la boda. Y fue ahí donde el pequeño José Lino atrajo la atención del profesor Víctor Piñeda de la Cruz, y de su novia, la maestra Refugio Contreras. Hablaron con el padre, de tal suerte que meses después el niño fue admitido como alumno regular Liceo Parroquial, quedando a cargo de Don Pedro Contreras y Doña Perseverancia Espinoza, padres de la señorita Contreras, maestra de música del nuevo alumno.

Fue entonces cuando la familia decidió venirse definitivamente a vivir a La Paz para estar junto a Don José Miguel, quien separado del servicio militar trabajaba como jefe de Vigilantes en un centro de diversiones. Mientras el padre se ocupaba en sus labores, el pequeño José Lino de Jesús y sus hermanos asistían regularmente a clases que en los anexos parroquiales impartían los maestros Gabriel Santiesteban , Julián Galindo, Adolfo Belloc, Teófilo  Encinas y el mentor sinaloense Nicolás Sánchez carrillo.

Cuando todo parecía en calma volvieron las revueltas. A mediados de 1866 el gobernador Antonio Pedrín fue derrocado por el Gral. Pedro María Navarrete quien, lejos de congraciarse con la población, cometió diversos atropellos, pasando a la historia regional como el más sanguinario de cuantos gobernantes conoció la entidad. Contra su gobierno se revelaron varios grupos de Todos Santos y El Triunfo, pero fue Antonio Pedrín nombrado jefe político y comandante militar de la Baja California quien lo obligó a abandonar la entidad.

Meses antes, Navarrete había hecho prisioneros a varios patriotas liberales — Él era representante del gobierno francés — y confinados a las mazmorras del cuartel militar. Los detenidos que fueron condenados a muerte fueron Martín Erqueaga, Roberto Fisher, Ignacio Armenta y Laureano Rosas, capitanes; Loreto Talamantes, Gregorio Osuna y José Miguel Manríquez, sargentos, así como los soldados Muriel Lozano, Calixto Martínez y Úrsulo Fuentes, todos de las tropas del general Manuel Márquez de León.

El 11 de noviembre de 1866, Don José Miguel fue confinado a la estrecha e insalubre celda de castigo, puesto al cuidado del Cabo Crispín Sández, jefe del resguardo del penal y uno de los más abyectos seguidores del imperialista Navarrete. El pequeño José Lino, enviado por su madre a llevarle alimentos a su padre fue testigo de cómo , con crueldad inaudita, Sández ordenó sacar de la celda al prisionero, para disponer que en presencia del niño fuese azotado hasta sangrar y quedar desmayado de dolor.

Al ver aquello, el niño se encaró al Cabo Sández para implorar piedad para su padre. En respuesta y como uno más de sus alardes sanguinarios el tosco soldado le contestó con voz cargada de crueldad: –“¿Para qué quieres piedad para tu padre?, es un bandido malechor y esta tarde, a las 4:00 en punto será pasado por las armas en el paredón de las Ciénagas.

Abatido por el dolor, José Lino de Jesús vio como el malherido cuerpo de su padre era llevado de nuevo a la celda insalubre de castigo. Regresó a la casa para avisarle a su madre y se dispuso a lo que señalaría su ingreso a las páginas de la historia.

Partió hacia el lugar señalado para la ejecución y una vez de nuevo ante el cabo Sández propuso un insólito trato:

-¿Me da su palabra de hombre y de soldado respetar la vida de su padre si yo me ofrezco para que me fusilen a mí?

El trato fue contestado por el iracundo navarrista con un leve movimiento en su rostro inmutable. Y sin que se dijera una palabra más, el pequeño José Lino de Jesús, de escasos 11 años de edad, fue lazado con una reata y arrastrado por entre los matorrales de la Ciénega y los choyales del área. Y para dar muestra del mayor sadismo, Sández hizo conducir a presenciar el holocausto del niño, a todos los prisioneros, incluyendo al padre de la inocente víctima.

Para corolario del despreciable asesinato, Don José Miguel fue obligado a cavar la improvisada fosa donde fue depositado el frágil cuerpecito del niño héroe, para ser cubierto después de piedras y tierra. Atardecía el 11 de noviembre de 1866. El lugar exacto del sepulcro se encuentra señalado a escasos metros donde el fervor popular, andando el tiempo, elevaría una modesta capilla para perpetuar ese acto sublime de amor filial.

Desde entonces, muchos peregrinos  acudieron domingo a domingo a depositar ofrendas florales, encender cirios y depositar figuras de oro y plata en pago de fervorosas promesas de los fieles que hubieron de adjudicarle infinidad de milagros. La tradición popular le llama desde entonces “La animita del Camino Real”.

 

Bibliografía:

Reyes Silva, Leonardo. (2011). Mitos y Leyendas.

La Paz, Baja California Sur, México.

Enviada por: Sergio Avila

—No hija, ya te he dicho una y mil veces que Eduardo no te conviene para esposo, no tiene ningún porvenir, es un bohemio; no es por deseárselo, pero en una de tantas va a parar muy mal…

Los regaños constantes torturaban la mente de María del Rosario, que enamorada de Eduardo, le importaban poco sus vicios y lo que de él se dijera. Estaba dispuesta a llevar hasta el último momento su noviazgo con el apuesto músico que era el motivo de su vida, el hombre que ella realmente amaba con todas las fuerzas de su ser. Los domingos cuando los padres de María del Rosario disponían llevarla a sitios de recreo; ella ponía cual­quier pretexto para quedarse en casa, sobornar a la criada y verse a solas con Eduardo.

El muchacho se la ingeniaba para saltar por la parte trasera de la casa y verse en el amplio jardín con la mujer de sus sueños. Cuando él sabía que los padres no estaban, aprovechaba para llevar su pequeño estuche y sacar el violín para que su amada escuchara lo que él tocaba, con sentimiento y dedicatoria para la mujer que él amaba intensamente. Las visitas se sucedieron una tras otra y a pesar de que los padres se seguían oponiendo a las relaciones, ella cada día lo amaba más y más

aquel amor platónico llegó a un extremo trágico cuando a Eduar­do le negaron definitivamente la amistad de María del Rosario al enviarla lejos del solar patrio, rumbo a un colegio inglés de donde no regreso jamás.

Eduardo se dedicó a la bebida, llegando al extremo de dar conciertos en los fondines de baja estofa. Ganaba únicamente para beber licor, para ahogar sus penas y olvidar un pasado que le atormentaba brutalmente. Por aquellos lejanos años había pequeños bares donde la pianola, la guitarra o bien la marimbita de acero hacia más agradable el momento a los parroquianos. Eduar­do, en uno de esos laboraba, ejecutando con su violín las más bellas canciones románticas de la época, haciendo estremecer el corazón de los bohemios que allí tomaban alegremente.

—Guayo, tocate algo de la Viuda Alegre —solicitaban loa consumidores—. El pago era otra copa repleta que él tomaba para sumirlo más en la desesperación, en el vicio y en la soledad. Salía despacio, poco a poco cuando cerraban el negocio y ya no había a quien entretener. Eduardo vivía en un pequeño cuarto del Callejón de Santa Teresa, y hacia allí encaminaba sus pasos pensando en alguien que muy lejos estaba, ignorando su desgracia y desesperación. Allí platicando con la almohada y llorando como un niño, se quedaba dormido para despertarse al otro día muy temprano y salir nuevamente con el violín bajo del brazo a dar algunas clases de música a hijos de padres acomodados.

Guayo se conformaba con pasar frente a la casa donde había vivido María del Rosario, con ver el viejo balcón, la puerta grande y otras cosas que le parecían familiares, sentía un alivio transitorio y nuevamente su pensamiento volvía lejos muy lejos, quien sabe a qué regiones distantes.

Un día de tantos que pasaba frente a la casa vio que la Pe­tronila, la criada de confianza salía completamente de luto corriendo hacia la casa de enfrente, Eduardo se quedó como paralizado viendo que el movimiento se acrecentaba a cada minuto, cuando la criada regresó le preguntó con disimulo que pasaba.

—Por Dios Santo don Guayo —exclamó la sirvienta — La niña murió hace 15 días, y hasta hoy supimos la noticia…

La nueva invadió el raquítico cuerpo de Eduardo y lo sa­cudió desde las uñas hasta el cabello, se quedó pensativo a media calle y nuevamente emprendió el camino rumbo a su cuarto del callejón de «Santa Teresa».

De allí no salió hasta tres días después, la tristeza lo agobia­ba y una tos constante lo hacia su víctima, caminaba como un autómata por las calles sin saludar a nadie. Un día de tantos, una mañana lluviosa y gris como su existencia, lo encontraron muerto en el cuartucho de viejo callejón.

Los pocos amigos que tenía, como pudieron reunieron dinero para comprarle un tosco ataúd, meterlo en el mismo y darle cristiana sepultura, cuando le vieron por última vez antes de introducirlo en la fosa, notaron en su cara una sonrisa de

satisfacción, quizá adivinando el próximo encuentro con su ama­da, a la que ya no volvió a ver desde que se fue para siempre.

Contaban los vecinos y especialmente la Petronila que por las noches de luna en el enorme jardín de la casona antigua, se escuchaban sus pasos, y las notas del violín hacían más notorias cuando el viento soplaba en sentido favorable… Al correr de los años y antes de morir, la sirvienta, ya anciana, me contó lo que hoy les relato a ustedes.

 

Bibliografía

Gaitán, H. (1981). La Calle donde tú vives. Guatemala: Editorial Artemis y Edinter, S.A.

Compartida por: Anónimo

País: Guatemala

Doña Josefa Barrientos, era una de las tantas lavanderas de antaño que dejaban los cuellos, puños y camisas tan blancos que no se podía pedir más.

Aquella humilde sirvienta era como de la familia, había visto crecer al señor de la casa, y ahora, le tocaba apreciar las travesuras de los retoños.

Don Francisco Salazar, se la había llevado a trabajar a la casona de la 8a. Avenida, desde que Josefa había cumplido 14 años, y tan acostumbrada estaba a los ruidos que los ratones hacían, que ya no les hacía caso. Siempre recordaba con cariño a don Francisco, padre de don Paquito, quien había quedado al mando de la casona desde el día de su fallecimiento; los niños se iban al colegio y llegaban hasta las cuatro de la tarde. La casa era grande y aunque ella sabía que allí espantaban, no daba crédito a las habladurías.

—Tenga cuidado porque en esa casa espantan —le decían las otras sirvientas en voz baja, cuando se miraban en la carnicería, ella no sabía si lo hacían por envidia o por aconsejarla, y alertarla de cualquier espíritu maligno.

Cuando Josefa cumplió 45 años, los señores le dieron una pequeña recepción y le regalaron un corte barato, fue un día sábado. Por la tarde le dieron permiso para salir a dar una vuelta por la plaza de armas. Al otro día muy temprano, con el canto de los canarios se levantó, preparó la comida de los señores en unas canastas, ya que ellos salían de viaje.

Casi nunca se había quedado solitaria en la casona de la 8a. Avenida, y ahora llegaban a su mente los comentarios que había escuchado en labios de sus compañeras de trabajo.

El enorme reloj marco las 9 de la mañana, que asusto a la pobre Josefa que en el corredor remendaba unos delantales…

—Condenado reloj, dijo maldiciendo el aparato entre dien­tes por el susto que le había dado. A los pocos momentos at aldabón colonial de la puerta de calle, sonó tres veces en forma insistente…

—Gracias a Dios, por lo menos hay quien me haga compañía porque ya me estaba dando miedo —dijo la Josefa casi en voz alta.

Cuando llegó a la puerta, esta para colmo de males no se abría ni con la fuerza de un hombre. Daba la impresión que se había atorado el gancho de la enorme llave antigua. Entró nuevamente al cuarto contiguo y al espiar por la ventana no había nadie; la calle estaba desierta a pesar de ser domingo por la mañana. Llegó una vez más al portón con el intento de abrirlo, pero fracazó en su intento. La Josefa solicitó auxilio hacia la vecin­dad pero nadie escuchó su voz. Posteriormente guardó paciente­mente en la ventana y a lo lejos diviso la figura de un caballero circunspecto que daba la impresión de dar un paseo matinal por la legendaria 8a. avenida. El hombre impecablemente vestido caminaba por el lado opuesto de la acera.

—Ahora sí, en cuanto pase le hablo para que me ayude con el portón, —dijo Josefa. El hombre se fue acercando con paso firme y seguro. Cuando llegó frente a la puerta de la casona, el caballero clavó sus ojos firmes y profundos. Allí quedó parado como apreciando la vieja casona de aquel barrio que sin duda le traería algún recuerdo. Josefa aprovechó el momento y le llamó casi en forma desesperada: —Señor. . Señor! El caballero atravezó la calle colocándose frente al viejo y romántico balcón.

  • ¿En qué puedo servirle? fue la frase que sailó de sus labios delgados y poblados en la parte superior por un recortado mostacho en «U», que le daba un aire de gran señor.
  • Que me he quedado atrapada porque el portón se atoró, -dijo la Josefa suplicante ante el caballero. El hombre esbozó una sonrisa amable y encaminando sus pasos hacia el cercano portón, sacó una llave de su bolsillo y abrió sin ningún proble­ma de fuerza. El sol quemaba en aquella mañana, como agrade­cimiento Josefa le ofreció al señor un fresco batidor de limonada. Los pasos del desconocido retumbaron en el zaguán de la casa. Cuando pasaba por el corredor el hombre daba la impresión que reconocía aquella casona, lo hacía como alguien que tiene mucho tiempo de no llegar a un sitio donde ya ha estado anteriormente.
  • ¿Ya conocía la casa?— preguntó tímidamente Josefa.
  • No, contestó el hombre burlonamente, pero después agregó:

Para que voy a mentirte ya conocía la casa y es poco lo que ha cambiado, me trae tantos recuerdos y hoy que miro as pilares del corredor y la vieja cochera, me remonto a otra época.

Fue una época, la más florida para quien te habla, pero lamentablemente todo tiene un fin y todo terminó…

La Josefa se le quedaba viendo con la boca abierta, y con el batidor de limonada en la mano.

—Entonces, ¿Ud. vivió aquí?

—Sí, yo viví aquí por mucho tiempo, con mi hijo y mi esposa. Ella falleció en esta casa, pero como te repito, todo tiene un final y el nuestro llegó inevitablemente.

Josefa suplicó al señor que tomara asiento en una mece­dera que estaba en el corredor, el hombre miro fijamente el piso del corredor y le dijo:

—Gozaba mucho cuando regaban con agua fresca estos ladrillos, y su aroma penetraba en mis pulmones, ¡qué olor más agradable!

La Josefa sonrió y le sirvió la limonada, el hombre apuró el vaso can sed notoria, y al final, la felicitó por lo delicioso del refresco. Aquella mujer sencilla le colmó de atenciones en agra­decimiento a que le ayudó con el problema de la puerta, le llevó por todos los rincones de la casona, por la cochera y el segundo patio para que recordara con más lentitud lo que él había poseído un día.

Cuando llegaron al patio, el extraño personaje dijo a Josefa:

-Aquí murió mi esposa, víctima de una rara enfermedad; lamentablemente yo no pude hacer absolutamente nada por sal­varla. Siguieron caminando y al pasar cerca de la antigua cochera donde guardaban enseres servibles, la vio fijamente a los ojos y con seriedad absoluta le dijo: » ¿Ves aquel rincón?, bien, cuando algún día tengas una necesidad o dispongas abandonar esta casa, un día que te quedes sola como hoy, a media vara de profun­didad hay algo que solo tú lo podrás disfrutar».

Cuando aquel hombre terminó de pronunciar la última pa­labra, Josefa escuchó que tocaban la puerta y le suplico lo dispen­sara, pero que pronto volvería. Corrió velozmente por el corredor después de haber atravezado el enorme patio, llegando a puerta donde alguien tocaba insistentemente…

— ¡Ya voy, ya voy!, dijo la Josefa, al momento que abría con suma facilidad la puerta grande del zaguán. La que llegaba en aquellos momentos era nada menos que la tía de don Paquito, anciana muy querida en la casa y que siempre los domingos lle­gaba a almorzar con ellos.

La Josefa le narró en pocas palabras lo que había aconte­cido hacia unos momentos, cuando la puerta se le trabó y no la pudo abrir, y tuvo que acudir a la ayuda de un señor que anteriormente había sido propietario de la casa y que justamente estaba adentro…

—Pero Josefa, qué diablos estas diciendo, si el último dueño de esta casona murió hace más de 100 años, no hablés tonterías, vamos enséñame dónde esta ese señor.

La Josefa principio a sentir miedo y recordó lo del espanto, al llegar al segundo patio donde ella había dejado al des­conocido, este no estaba, lo buscaron por todos lados, y nada …

—Vos estas soñando o estás bola, lo muy menos repitió la encopetada anciana, acusando de mentirosa a la sirvienta.

—Le juro por Dios doña Julia, que yo misma lo vi con estos ojos que algún día se comerán los gusanos. Además lo atendí.

Josefa, inmediatamente recordó la limonada, y como el hombre se la había tomado, regresaron a donde estaba el bati­dor, siendo la decepción más grande aún. Allí estaba el recipiente con todo y el líquido, nadie había tomado nada. La mujer sintió volverse loca por un momento, y recordando lo que le dijo en la cochera, invitó a doña Julia para que fueran a escarbar.

A los quince minutos, ya habían dado con algo duro, que poco a poco fueron sacando. Efectivamente, eran dos recipien­tes grandes de barro que pesaban mucho, el sol caía verticalmente sobre la casona de la 8a. Avenida y en ese momento comprobaba doña Julia, que la Josefa, no le mentía, ataron un lazo a uno de los recipientes y con la ayuda de un mozo que llamaron, lo fueron subiendo poco a poco, cuando lo quebraron, solo carbones habían adentro, y tierra con olor a humedad. Las dos mujeres y el hombre humilde se miraron como preguntándose ¿qué significa todo esto?

Doña Julia hizo memoria, y recordó que su abuela, le había contado que en esa casa había vivido por muchos años el legendario bandolero PIE DE LANA…

—Ve mija, le dijo a la Josefa, fuiste muy babosa, la suerte era para vos, y como nos contaste ésto, la suerte se to fue…

A pesar de tener más de veinte años de laborar en aquella casona, la Josefa, se fue de allí para nunca más volver…

 

Bibliografía

Gaitán, H. (1981). La Calle donde tú vives. Guatemala: Editorial Artemis y Edinter, S.A.

Compartida por: Anónimo

País: Guatemala