La leyenda popular del nacimiento de Dionisos es muy interesante.
Semele era, según la tradición tebana, hija de Kadmos y de Harmonía. Amada por Zeus, tuvo de él a Dionisos o Baco.
Como los celos son capaces de todo, la diosa Hera, celosa una vez más, sugirió a la infeliz Semele una idea perversa y desdichada: que se empeñase en ver a su amado Zeus en toda su grandeza, en la plenitud de su gloria, tal como se mostraba en presencia de su esposa cuando le manifestaba su amor.
Y como quiera que Zeus, en un momento de pasión, le había prometido concederle cuanto le pidiese, no tuvo más remedio que mostrarse a la ninfa amante rodeado de su atmosfera de rayos y truenos.
Ni que decir tiene que la pobre Semele ardió viva, muriendo abrasada, pero el fruto quo llevaba en su seno fue salvado por Zeus, quien lo encerró en su propio muslo.
Transcurrido algún tiempo, Dionisos vino al mundo, saliendo del muslo de su padre, perfectamente vivo y formado.
Una vez en vida, fue confiado a Hermes, que posteriormente lo dejó en manos de Atamas, rey de Orchómenos, y de su segunda mujer, Ino, para que le criasen. Y les aconsejó que le vistiesen como si fuera una niña, para tratar de engañar a Hera y librarle así de su celosa cólera. Pero la diosa descubrió el ardid, y para vengarse de Ino y de Atamas los volvió locos.
Entonces Zeus llevó a su hijo Dionisos fuera de Grecia, al país llamado Nisa y alli se lo confió a las ninfas.
Además, para impedir que su mujer Hera le reconociese, le transformó en un cabritillo.
Las ninfas que le criaron se convirtieron posteriormente, como recompensa a sus esfuerzos, en las siete estrellas de la constelación Hiades.
Dionisos o Baco era el dios de la villa, del vino y del delirio místico o báquico, delicado eufemismo para expresar de una manera discreta los efectos de la embriaguez en la que incurrían sus adoradoras y sus sacerdotisas (menades o bacantes y tiiades) a fuerza de empinar el codo.
Pues bien, si creemos en una de sus leyendas, este dios, alegre y plural, encontró cierto día una delicada planta que le cayó en gracia. Era delicada y apenas había crecido, pues solo tenía unos pujantes brotes verdes. Allí no se adivinaban aun ni pámpanos ni racimos.
Dionisos, al ver que la planta era pequeña y frágil en aquel momento, no se le ocurrió para protegerla más que meterla en un hueso de pájaro. Y el débil tallo, abrigado y satisfecho, no tardó en crecer de tal modo quo el dios, viendo que el lecho que le había deparado era insuficiente, le metió en otro mayor, siendo esta vez otro hueso, pero de león.
Sin embargo, como Dionisos viese que su protegida seguía prosperando visiblemente, acabo por acondicionarla en un fémur de asno. Y allí fue donde la planta, ya adulta, dio fruto: la uva.
Entonces Dionisos, vivamente interesado por su inesperado hallazgo, no tardó en descubrir el modo de transformar aquellas uvas en vino. Lo asombroso era que aquel maravilloso licor nació con las cualidades de los seres a los que había correspondido criar la planta: alegría, fuerza y estupidez.
A partir de entonces todo el que bebe en exceso adquiere las dos primeras cualidades: disfruta, momentáneamente, de una alegría de pájaro y de una audacia y fuerza de león.
Y al que abusa constantemente, le aguardan inevitablemente la debilidad y el embrutecimiento. O sea, volverse una bestia, un asno de dos patas.
Narra otra leyenda que cierto día Dionisos fue raptado por unos piratas que navegaban a lo largo de la costa. El dios he hallaba descansando en un promontorio cuando fue apresado por los piratas y conducido al barco. Pero el piloto, reconociendo en el raptado a un dios, aconsejó a sus compañeros:
—Desembarcadle al punto si queréis evitar grandes males.
Pero los piratas se rieron de él, aunque no por mucho tiempo, pues Dionisos empezó inmediatamente a hacer de las suyas. Primero hizo correr por la cubierta de la nave olas de un vino exquisito que exhalaba un olor embriagador. A continuación vieron trepar por el mástil y enroscarse a la vela una viña que comenzó a invadirlo todo con sus ramas, junto a una hiedra fresca y pujante.
Los piratas, aterrados al contemplar tanto prodigio y comprendiendo al fin que el piloto tenia razón, le instaron a que hiciera regresar el barco a la costa.
Pero Baco se transformó en un león y creó incluso una osa, con la que sembró el espanto entre los piratas, que corrían aterrados a refugiarse junto al timonel. Entonces el león saltó sobre el jefe de los ladrones; los demás, al huir, enloquecidos, se tiraron de cabeza al mar, donde fueron transformados por el dios en delfines.
Dionisos salvó al piloto por haber reconocido su naturaleza divina.
En otra ocasión, Baco encontró en la isla de Naxos a la hermosa Ariadna, la hija de Ninos y Parsifae, abandonada allí por Teseo.
Ariadna se encontraba durmiendo en la playa, ignorando aún su desgracia, cuando fue vista por Baco, que, enamorado de ella al punto, al contemplar su magnífico cabello, la hizo su esposa y le ofreció como regalo de boda una hermosísima corona de oro, obra maestra do Vulcano o Hefaistos.
Baco obtuvo de su padre Zeus el don de la inmortalidad para Ariadna. Tuvieron un hijo, que se llamó Estófilo. Cuéntase que fue pastor, y habiendo notado que una de sus cabras llegaba al redil más tarde que las demás y siempre alegre y saltando, la siguió sin que lo notase, y la halló comiendo uvas, lo que le inspiró la idea de confeccionar el vino con el zumo de esa fruta.
Estófilo tuvo un hijo, llamado Anio, que fue rey de Delos y gran sacerdote de Apolo. Tuvo tres hijas, a las que Baco dio diversos dones. A la primera, llamada Ocno (“oinos”, vino), de transformar en vino cuanto tocase; a la segunda, Esper (“sperma”, simiente, grano), de trocarlos en trigo, y a la tercera, Elaia (“elaia”, olivo), de convertirlo en aceite.
Cuando Agamenón acudió al sitio de Troya, quiso obligar a las tres hermanas a que fuesen con él, considerando que llevándolas contigo no necesitaba de provisiones para el ejército. Estas, afligidas, acudieron a Baco, que para libertarlas las transformó en palomas.
Los romanos, al adoptar al Dionisos griego, modificaron su segundo nombre Bakchos (Bachus, en latín), y lo transformaron en “Bacchus” o Baco. Poco después, se introdujeron en Roma las «bacanales», pero pronto se hicieron tan escandalosas, que el Senado tuvo que prohibirlas el año 186 antes de J. C.
Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.
Odín o Wotan, creador del Universo, padre de los dioses y de los hombres, cuyo brillante ojo era el sol, cuando no cabalgaba sobre las nubes a través del espacio residía en el Walhalla (cielo empíreo). Y allí, aposentado en elevado trono, veía todo lo que hacían los dioses y los hombres.
De Odín, el Padre Universal, nació Thor, dios del rayo y del trueno, que no se producían más que cuando daba, con fuerza superior a la de los otros dioses, terribles golpes con el enorme martillo que siempre empuñaba.
Todo lo que Odín tenia de amable, inteligente y bueno, tan espiritual que no necesitaba comer y solo se alimentaba de vino, tenía Thor de brutal, hosco, torpe y gran comedor y bebedor, del que a cada momento se estaba burlando Loki, otro dios, que siempre estaba de broma.
El Walhalla era un recinto cercado como una fortaleza inexpugnable. Walgrind, la cerca de los muertos, cuya artística cerradura ningún mortal podía abrir, conducía a la mansión del dios Odín. Y a través de la selva Glasir, cuyos árboles brillaban con el resplandor del oro, se llegaba a la sala del Padre Universal.
El lobo y el águila —los animales del campo de batalla escandinavo– adornaban su frontispicio. El decorado interior tenía también un aspecto bélico: lanzas por vigas y el tejado formado de rodelas y adargas.
Siempre vigilado, para que no se apagara, en medio de la sala ardía el fuego sagrado. Durante el día, la sala estaba desierta y abandonada; pero muy de mañana venían los einherios (guerreros) y luchaban entre si hasta vencer o morir, como si peleasen en la tierra.
Al llegar la hora de la comida, retirábanse los vencidos y todos iban al Walhalla; allí tomaba asiento Odín en el trono que tenía dispuesto, y a su lado los lobos Geri y Fenris o Freki. Los einherios se sentaban también y comían la carne del jabalí Saehrimnir, que se mataba y consumía diariamente.
Para beber tomaban el embriagador met que manaba de las inagotables ubres de la cabra Heidrun. Sólo Odín bebía vino, y este le bastaba para saciar su hambre y su sed; con la carne del jabalí que se le ponía delante cebaba a sus lobos.
Durante la comida, las hermosas walkirias servían a los héroes, escanciaban el met a los einherios y alargaban a Odín el cuerno repleto de vino.
De ver en cuando, el ejército de los espíritus, acaudillado por el dios Odín, recorría los aires y su ruido parecía ser el de una caza salvaje. Por eso en el Norte, cuando sopla de noche el huracán, dice la gente del campo que en el cielo están los dioses de caza.
Además de los dioses y diosas había unos seres intermedios entre aquellos y los hombres, o sea los gigantes, que eran los arquitectos de las construcciones colosales de los palacios en donde habitaban los dioses; los enanos, hábiles forjadores de armas divinas, cuyo jefe era Wieland; las walkirias, mensajeras celestes que, en los campos de batalla, cuidaban de recoger a los muertos y de llevarlos al Walhalla.
En categoría inferior a estos seres, existían también una multitud de espíritus o genios —elfos y trolls—que jugueteaban con los míseros mortales, unas veces ayudándolos, otras burlándose y aun perjudicándolos.
El divino Odín siempre iba armado con un casco de oro y una brillante coraza y empuñaba en la diestra la lanza llamada Guguir, forjada por los enanos y a la que nadie ni nada podía detener.
Sleipnir era el más ágil y el mejor de todos los caballos, pues tenía ocho patas y no existía obstáculo que no pudiera franquear. Montado en él le gustaba a Odín salir a sus cacerías salvajes.
El Walhalla era inmenso. Tenía quinientas cuarenta puertas, cada una de las cuales podía permitir la entrada de ochocientos combatientes en línea de frente. Y aquí, en este grandioso y magnifico palacio, los héroes pasaban el tiempo en medio de juegos guerreros y de festines, presidiendo siempre Odín.
Para saber todo cuanto ocurría en sus dominios, Odín tenía sobre sus hombros dos cuervos llamados Munin y Hujin, o sea, «la memoria» y «el pensamiento», quienes le contaban al oído todo lo que habían visto y escuchado, pues cada mañana el dios los enviaba a lo lejos, para que recorrieran todos los países e interrogaran a los vivos y a los muertos.
En cierta ocasión, hiriéndose a si mismo con su lanza y colgándose del árbol del mundo, Odín llevó a cabo un rito mágico que le debía rejuvenecer.
En efecto, durante los nueve días y nueve noches que duró el voluntario sacrificio de permanecer suspendido de un árbol, agitado por el viento, el dios esperó que alguien le llevara un poco de comida o un poco de bebida, pero nadie llego. Entonces, observando la existencia de tierras cerca de sus pies pudo atraerlas hacia sí y, encaramándose sobre ellas, se vio librado rápidamente por una fuerza mágica.
Inmediatamente Mimir le hizo beber un poco de hidromiel, y Odín, después de realizarse su resurrección, empezó a mostrarse sabio en palabras y fecundo en obras
Después de crear a Aské, el primer hombre, y a Embla, la primera mujer, Odín compartió el reino celestial junto a su esposa Friga, la Tierra, y con su hijo Thor, que desataba el trueno. Alrededor de ellos actuaban los ases, gobernadores del mundo, que estaban alojados en suntuosas moradas.
Para comunicar el Cielo con la Tierra, Odín ordenó construir un puente multicolor, que fue el Arco Iris. Sin embargo, para que no pudieran entrar en él los gigantes malvados, coloco un centinela, Heimdal, el dios del diente de oro, símbolo del día, el cual «tenía un oído tan sumamente fino que oía crecer la hierba en el suelo y la lana en el lomo de las ovejas, aparte de que su vista era tan extraordinaria que veía todo lo que sucedía a mil leguas a la redonda».
Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.