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Los poetas de todos los tiempos, los viajeros que han visitado las fértiles campiñas de nuestro continente, así como los pintores que han contemplado el paisaje tropical, están de acuerdo en conceder a la palmera el primer rango entre los diversos tipos del reino de Flora. El árbol de la palma ha sido llamado por donde quiera, el príncipe del reino vegetal, simbolizando el triunfo de la fuerza y de la belleza. Tal es su porte, tales sus atractivos, que, si el mundo antiguo hubiera conocido los más esbeltos tipos de esta familia, cuya aparición data del descubrimiento de América, de África y Oceanía, el arte escultural se hubiera enriquecido con nuevos modelos que aparecerían hoy en las ruinas de pasadas civilizaciones.

El día en que fue descubierto el Nuevo Mundo, la palma apareció en toda su belleza y majestad. Las islas que saludaron a Colón, el continente que surgió más tarde, el África que acabaron de descubrir los portugueses, las costas que escucharon los cantos de Gama, aparecieron a la mirada del hombre europeo, exornadas de palmas. Saludaron éstas a los nuevos conquistadores, como habían saludado a los primeros y los acompañaron hasta las nevadas cimas de los Andes, después de haber descubierto las costas, los oasis, los valles, las altiplanicies y las cimas encendidas del dorso del planeta. Complementando el relieve geográfico de éste apareció la zona de las palmas ciñendo el ecuador terrestre y vistiendo de verde follaje la fecunda zona que al “sol enamorado circunscribe”.

Si fuera posible contemplar desde el espacio semejante anfiteatro de verdura, nada habría más sorprendente que esta zona tórrida bañada por los grandes océanos, y coronada por las inaccesibles nevadas y los volcanes del planeta. En ella figuran todas las alturas, todos los colores, todos los climas, todas las formas, la jerarquía vegetal y geológica, siempre ascendiendo hasta ocultarse bajo las eternas nieves. Ora es el templo, ora es la gruta, ya el pórtico, ya la columna solitaria: acá el bosque, las palmas apiñadas queriendo estrangular la roca secular de los Andes, allá en lontananza, el oasis con sus palmas solitarias a cuyos pies apaga la sed la caravana, y más allá las hoyas de los grandes ríos, las costas y los archipiélagos que hacen horizonte. Seguid y cavad en uno y otro mundo la tierra, penetrad en las cuencas carboníferas, en éstas hallaréis las palmas que acompañaron en su cuna, a los continentes y a los archipiélagos en sus tumbas. En las viejas hulleras reposan ya carbonizadas y fósiles las palmas del mundo primitivo, cuando el hombre estaba muy lejos de aparecer sobre la costra terrestre.

He aquí la palma en el reino vegetal y en las entrañas de los continentes, buscadla ahora en la historia y la hallaréis acompañando al hombre desde sus primeros días. La palma es el primer vegetal que presencia el nacimiento de las primeras familias. Los pueblos bíblicos aparecieron en su cuna coronado de dátiles. Recuerda esta palma a Persia, a Arabia, a Egipto y a las costas del Mediterráneo. Aceptaron los romanos la palma como símbolo y dio ésta su nombre a Palmira. No puede hablarse del lago de Genezaret, de la peregrinación de Jesús y de la entrada de éste a Jerusalem, sin recordar al pueblo que, llevando palmas, saludó al Salvador del mundo. Tamariz llamaron los hebreos a la palma, para recordar así la elegancia, majestad y belleza de aquella mujer del mismo nombre que cautivaba a cuantos la veían; y Jericó fue llamada igualmente la ciudad de las palmas. El dátil de hoy es bella reminiscencia del de los tiempos bíblicos, cuando la sociedad antigua, desde la hoya del Mediterráneo, comenzó a establecerse y a poblar las regiones de Asia, de África, de Europa, y a navegar las costas del mar Índico.

La palma figura en las pagodas del pueblo de Buda, en los archipiélagos asiáticos, cuna de la civilización indostánica. Así, en los más antiguos pueblos de la tierra como en los más modernos, la palma ha presenciado la historia del hombre, desde los pueblos bíblicos hasta la conquista de América, desde los mares de Grecia y de Egipto, de Persia y del Indostán, hasta las columnas de Hércules, desde las costas del Atlántico y del mar Índico, hasta las del dilatado océano de Balboa.

La palma dátil tiene su patria; a orillas del Mediterráneo; ella es la palma histórica por excelencia. La palma del coco tiene la suya en los archipiélagos asiáticos de donde ha pasado a todas las costas de la zona tórrida. Representa ella los antiguos pueblos del Asia, cuyos descendientes yacen sumidos en la ignorancia. Simboliza la palma moriche la llegada de Colón a las costas de Paria, las bocas del Orinoco, patria de los guaraúnos, el descubrimiento del continente americano. No puede comprenderse el oasis en los desiertos de África, sin la palma dátil; no puede admirarse la pagoda del malayo sin el cocotero: no puede recordarse la pampa venezolana sin el moriche. A la sombra del moriche vive el hombre, porque el moriche es pan de vida como la llamaron los primeros misioneros castellanos, y a sus pies está el agua potable, la cabaña, la familia.

Refiere Schomburgk que los indios macousi, en las regiones del Esequibo, creen que el único ser racional que sobrevivió a una inundación general, volvió a poblar la tierra cambiando las piedras en hombres. Este mito, añade Humboldt, fruto de la brillante imaginación de los macousi y que recuerda a Deucalión y Pirra, se reproduce todavía bajo diferentes formas entre los tamanacos del Orinoco.

Debemos la tradición de los tamanacos, sobre la formación del mundo, después del diluvio, a un célebre misionero italiano, el padre Gillij que vivió mucho tiempo en las regiones del Orinoco. Refi ere este misionero que Amalivaca, el padre de los tamanacos, es decir, el Creador del género humano, llegó en cierto día sobre una canoa, en los momentos de la gran inundación que se llama la edad de las aguas, cuando las olas del océano chocaban en el interior de las tierras, contra las montañas de la Encaramada. Cuando les preguntó el misionero a los tamanacos, cómo pudo sobrevivir el género humano después de semejante catástrofe, los indios le contestaron al instante; que todos los tamanacos se ahogaron, con la excepción de un hombre y una mujer que se refugiaron en la cima de la elevada montaña de Tamacú, cerca de las orillas del río Asiverú, llamado por los españoles Cuchivero; que desde allí, ambos comenzaron a arrojar, por sobre sus cabezas y hacia atrás, los frutos de la palma moriche, y que de las semillas de ésta salieron los hombres y mujeres que actualmente pueblan la tierra. Amalivaca, viajando en su embarcación grabó las figuras del sol y de la luna sobre la roca pintada (Tepu-mereme) que se encuentra cerca de la Encaramada.

En su viaje al Orinoco, Humboldt vio una gran piedra que le mostraron los indios en las llanuras de Maita, la cual era, según los indígenas, un instrumento de música, el tambor de Amalivaca.

La leyenda no queda, empero reducida a esto, según refiere Gillij. Amalivaca tuvo un hermano, Vochi, quien le ayudó a dar a la superficie de la tierra su forma actual; y cuentan los tamanacos, que los dos hermanos, en su sistema de perfectibilidad, quisieron desde luego, arreglar el Orinoco de tal manera, que pudiera siempre seguirse el curso de su corriente al descender o al remontar el río. Por este medio esperaban ahorrar a los hombres el uso del remo, al buscar el origen de las aguas, y dar al Orinoco un doble declive; idea que no llegaron a realizar, a pesar de su poder regenerador, por lo cual se vieron entonces obligados a renunciar a semejante problema hidráulico.

Amalivaca tenía además dos hijas de decidido gusto por los viajes; y la tradición refiere, en sentido figurado, que el padre les fracturó las piernas para imposibilitarlas en sus deseos de viajar, y poder de esta manera poblar la tierra de los tamanacos.

Después de haber arreglado las cosas en la región anegada del Orinoco, Amalivaca se reembarcó y regresó a la opuesta orilla, al mismo lugar de donde había venido. Los indios no habían visto desde entonces llegar a sus tierras ningún hombre que les diera noticia de su regenerador, sino a los misioneros; e imaginándose que la otra orilla era la Europa, uno de los caciques tamanacos preguntó inocentemente, al padre Gillij: “Si había visto por allá al gran Amalivaca, el padre de los tamanacos, que había cubierto las rocas de figuras simbólicas”.

No fue Amalivaca una creación mítica sino un hombre histórico; el primer civilizador de Venezuela, cuyo nombre se ha conservado en la memoria de millares de generaciones. Estas nociones de un gran cataclismo, dice Humbolt, estos dos entes libertados sobre la cima de una montaña, que llevan tras sí los frutos de la palma moriche, para poblar de nuevo el mundo; esta divinidad nacional, Amalivaca, que llega por agua de una tierra lejana, que prescribe leyes a la naturaleza y obliga a los pueblos a renunciar a sus emigraciones; y estos rasgos diversos de un sistema de creencia tan antiguo, son muy dignos de fijar nuestra atención. Cuanto se nos refiere en el día, de los Tamanacos y tribus que hablan lenguas análogas a la tamanaca, lo tienen sin duda de otros pueblos que han habitado estas mismas regiones antes que ellos. El nombre de Amalivaca es conocido en un espacio de más de cinco mil leguas cuadradas, y vuelve a encontrarse como designando al Padre de los hombres (nuestro grande abuelo) hasta entre las naciones Caribes, cuyo idioma se parece tanto al tamanaco, como el alemán y el griego, al persa y sánscrito. Amalivaca no es primitivamente el Grande espíritu y el Viejo del cielo, ese ser invisible, cuyo culto nace del de la fuerza de la naturaleza, cuando los pueblos se elevan insensiblemente al sentimiento de la unidad; sino más bien un personaje de los tiempos heroicos, un hombre extranjero que ha vivido en la tierra de los Tamanacos y Caribes y grabado rasgos simbólicos en las rocas, para en seguida retornar más allá del Océano, a países que había antiguamente habitado.

Ningún pueblo de la tierra presenta a la imaginación del poeta leyenda tan bella: es la expresión sencilla y pintoresca de un pueblo inculto que se encontró poseedor del oasis americano, coronado de palmeras, de majestuosos ríos poblados de selvas seculares, de dilatada, inmensa pampa, imagen del Océano.

La palma moriche no sólo recuerda la existencia de un pueblo que desapareció y nos dejó su nombre y la traza de sus conquistas; sino también a aquellos misioneros que fundaron en la pampa venezolana el cristianismo a fuerza de constancia, de amor y sacrificios. ¡Cómo viven en la memoria de estos pueblos aquellos ministros del Evangelio! En cada uno, palmeras de diferente porte, al mecer sus penachos a los caprichos del viento, parecen túmulos de verde follaje sobre extinguidos osarios. La palma Píritu recuerda a los padres observantes en la tierra cumanagota, en las sabanas que bañan los afluentes del Orinoco. Recuerda la palma Corozo al pueblo Chaima, y a los padres capuchinos, en las fértiles dehesas de Maturín. Chaguarama es el nombre de la palmera que desde las costas cumanesas, cautivó a los misioneros catalanes del Guárico: Oreodoxa la llaman los botánicos, nombre griego que significa alegría del monte. Temiche llaman los guaraúnos, en el Delta del Orinoco, a una de sus bellas palmas; nombre indígena que equivale a pluma del sol. Pero ninguna de ellas, con más historia y atractivos que el moriche, la palma histórica de cuyo, fruto nació el hombre venezolano; la palma que saludó a las naos de Colón, abrigó a los misioneros, dio alimento al conquistador fatigado y agua al herido que, después del sangriento combate, en los días de la guerra a muerte, sucumbía al pie de los palmares.

Tú tienes también tus palmas, tierra de Coquibacoa. Tu pórtico de verdura que saluda al viajero que visita las aguas de tu dilatado lago, está en “Punta de Palmas”, y son tus cocales florones de penachos, cima de esmeralda que circunda tus costas.

Cuando Amalivaca, el creador de la civilización venezolana, al verificarse el último cataclismo geológico que levantara el suelo del Orinoco y se paseó sobre las llanuras dilatadas, para que brotaran hombres del fruto del moriche, ya el ramal andino de Itotos guardaba por el Oeste la tierra de Mara, en tanto que la cuenca de Coquibacoa al llenarse con el agua de sus innúmeros tributarios, se abría paso al mar, después de haberse coronado de palmeras que celebran las glorias de Amalivaca y de su esposa, fundadores de la gran nación caribe-tamanaca.

 

Bibliografía

Rojas, A. (2008). Orígenes Venezolanos (historia, tradiciones, crónicas y leyendas). Venezuela: Fundación Biblioteca Ayacucho.