En Los últimos reyes de Thule se refiere que un oso macho se enamoró locamente de una mujer esquimal. La visitaba todos los días en su igloo tan pronto como la mujer se quedaba sola. Y ella sonreía cuando el oso entraba.
El marido había salido a cazar, a cazar precisamente a este oso, que se llamaba Nanuk. Y entretanto, la mujer y Nanuk se hallaban uno en brazos de otro.
—Oye, mujercita —dijo el oso–, yo vivo allá arriba, en lo alto de la montaña. Hay que caminar dos horas para llegar hasta allí. Mi igloo es muy bonito…, pero en él vive un pobre oso que se aburre solo. Me gustaría tener una mujer, ¿sabes? Una Linda mujercita como tú.
Ah, pero no le digas nunca a to marido donde vivo yo. Piensa que si se lo haces, yo puedo oírlo dentro de mi corazón.
—Está bien —respondió la mujercita, acurrucándose contra el velludo y cálido pecho de su amante.
Los días fueron transcurriendo y el hombre aún no había dado muerte al oso. Por ello estaba cada día de mal humor. A veces husmeaba el aire y decía:
—Oye, Tipi, es curioso: aquí dentro huele mal; casi diría que huele a oso.
—No digas eso —respondía la mujer—. Se trata de tus botas, que precisamente estoy remendando y qua despiden un fuerte olor.
El marido Innuk, sin embargo, se volvía cada vez más huraño y llegó un momento en que ni siquiera tenía ganas de amar. A pesar de ello, su pequeña mujer hacía todo lo posible por agradarle: le cosía bien la ropa, tenía limpia la casa y la comida a punto.
— ¡Todo me da igual! —murmuraba Innuk.
Cierta noche, cuando él había rechazado a su mujer y ésta se hallaba casi desnuda al borde de la caba, ella acercó su boca al oído de su marido y susurró:
—iNa… nuk!…
El hombre dio un salto y rápidamente cogió el arpón. —Nanuk, ¿dónde? ¿Dónde está?
—Cálmate —dijo ella para tranquilizarle, y de nuevo le susurró al oído—: Allá arriba, en la montaña; hay que caminar dos horas para llegar. Allí está, ¿sabes?
Innuk salió corriendo del igloo. Lo más deprisa que pudo se dirigió con sus arpones y con los perros hacia la montaña. Pero una vez estuvo en la cima, vio que el igloo del oso estaba vacío. El corazón de Nanuk lo había oído todo y dos gruesos lagrimones rodaron por su piel hasta su negra y húmeda nariz.
Mientras tanto, la mujer estaba acostada sobre la “eegla” y con sus uñas escarbaba la nieve. Entonces bajó el oso, como un trueno, de la montaña. Corrió dando resoplidos, furioso, en dirección al igloo… Levantó su poderosa zarpa. Pero no; solo aplastó el techo y se alejó corriendo. Su espalda estaba encorvada y sus patas anteriores vacilaban como las de un viejo.
Traicionado y desgraciado, siguió lentamente su camino hacia la montaña para no regresar nunca más.
Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.