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Otro papiro interesantísimo para el estudio de las costumbres y creencias, y por la fecha que se le que se le atribuye, que se remonta nada menos que a cerca de diecisiete siglos antes de Jesucristo, es el que se ha titulado El rey Kheops y los magos. Desgraciadamente, no sólo faltan el principio y el final, sino que lo que conocemos casi no tiene que ver con la literatura más que por el recuerdo que suscita su forma con Las mil y una noches. En efecto, el rey Kheops (o Keops) se aburría tanto que un día que, llamando a sus cuatro hijos, les manda que cada uno de ellos le refiera algún cuento maravilloso que logre interesarle. Uno de ellos le dice entonces que va a referirle un prodigio acontecido en tiempos del monarca Nebka cuando éste iba a visitar en Menfis el templo de Ptah, y al propio tiempo el sacerdote – mago Weba – oner. Tenía este mago una esposa que le era infiel, y como el mayordomo de la casa se enterara de los muchos ratos que pasaba con un paje joven y guapo del cual se enamoró perdidamente, denuncio a su amo que había tenido ocasión de ver a los dos bañándose en el lago del jardín, y el amo le contesto: “Tráeme una cajita de ébano y oro.” En seguida, con la cera que de allí extrajo, formó un cocodrilo de siete pulgadas de largo, pronuncio sobre él una fórmula mágica y le dijo al mayordomo: “Coge a cualquiera que venga a bañarse a mi lago, pero a él, cuando lo veas meterse en el agua, échale detrás este cocodrilo.” Así lo hizo el mayordomo, y en cuanto el cocodrilo de cera tocó el agua convirtióse en un cocodrilo de verdad, de siete varas de largo que se tragó al paje. El rey fue invitado a verlo para que se convenciera del poder del mago, y no sólo aprobó el castigo, sino que mandó que la infiel mujer fuera quemada viva y las cenizas se arrojaran a un rio.

Otra de las historias que narra uno de los hijos del rey viene igualmente en apoyo del poder de los magos. Cierto antiguo faraón se aburría también, y para proporcionarle la distracción, el sumo sacerdote y mago ordena, en combinación con él, que se prepare una grande y lujosa barca y se le dé por tripulación veinte de las más hermosas muchachas del harén, que, cubiertas únicamente con finísimas redes, hagan evolucionar la nave por el lago del palacio, remando todas con remos de ébano incrustados de oro y acompañándose con alegres cantos. Así se verifica con gran contento del monarca; mas, de pronto, a una de las bellas remeras se le cae al agua el gran alfiler de malaquita que sujetaba sus trenzas, y la muchacha deja de cantar y de remar, y, lo que es peor, todas sus compañeras la imitan. El monarca se impacienta, quiere averiguar la causa de aquella desobediencia y la causante del paro dice que quiere tanto aquella alhaja que sin ella ha perdido la voz, la alegría y la fuerza para remar debidamente. Entonces el rey ordena al mago que descubra el lugar en que ha quedado el precioso alfiler sepultado en el fondo del lago, y su humildísimo servidor no se sorprende ni apura por tan poca cosa: manda con sus sortilegios que las aguas del lago se abran y una mitad se coloque sobre la otra, y en cuanto esto acontece, se ve allá en el fondo una gran tortuga y sobre su coraza el precioso alfiler de malaquita. El rey queda convencido del inmenso poder de los magos, contentísima la caprichosa muchacha, y volviendo las aguas a su acostumbrado nivel, puede ya toda la nunca vista tripulación femenina seguir remando entre cantos y continuar la fiesta para distracción del monarca.

De los demás que sigue en el papiro, para demostrar que tan buenos magos había en los antiquísimos tiempos como en los que parecían nuevos en la época en que se escribía el relato, creo que bien puedo prescindir sin que en ello pierda nada el incrédulo lector de nuestros días, que habría de ver como, por ejemplo, un ganso al que se le ha cortado la cabeza, que se lleva al lado opuesto de aquel de la sala  en que se coloca el cuerpo del animal, obedeciendo éste al conjuro de un poderoso mago, echa andar a saltitos, como los dos han logrado juntarse, encajando cada pieza en su lugar, como si fueran las de una armadura, el ganso se yergue triunfante y empieza a graznar, como si nada hubiera pasado. Y lo que se dice de un ganso, lo mismo podría decirse de un hombre, y se ve aplicado también a un toro.

 

Perés, Ramón. (1973). La Leyenda y el Cuento Populares. Barcelona: Editorial Ramon Sopena, S.A